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LA MUERTE DE UN EMBAJADOR

Un escultor de sí mismo

En 1984 propuse el nombramiento de Pedro de Arístegui como embajador en Líbano. La trágica y complicadísima situación imperante en aquel país aconsejaba que nuestro representante fuese persona de las cualidades y disposición de ánimo de quien había probado en Nicaragua, en el tiempo de la revolución sandinista y la caída de Somoza, y más tarde en el Gobierno Civil de Guipúzcoa, una capacidad para la acción centrada en un frío cálculo -y en una evidente habilidad negociadora. Arístegui se presentó voluntario para desempeñar esta misión y el Gobierno encontró acertada la propuesta de Exteriores.Conocí a Pedro de Arístegui hace ya muchos años. Juntos estuvimos en las Naciones Unidas durante varias asambleas generales. Él, creo recordar, estaba destinado en el consulado general en Nueva York y reforzaba la misión durante el período de sesiones; a mí se me enviaba desde Madrid para ocuparme de temas de descolonización. En febrero de 1969 estalló, como es sabido, una violenta crisis en Guinea Ecuatorial que derivó en una acción crudamente hostil hacia España por parte de Macías. Tras los intentos -fallidos en buena parte por la decisión del Gobierno de Madrid- de nuestro representante en la entonces Santa Isabel, Emilio Pan de Soraluce, se decidió preparar la evacuación de nuestros nacionales. El ministerio acordó enviarnos a Arístegui y a mí para quemar los últimos cartuchos negociadores y para, eventualmente, preparar la evacuación. Llegados a la vertical del aeropuerto isabelino, en un avión de Iberia, tuvimos que girar porque habían colocado unos barriles en la pista para evitar el aterrizaje. Al fin tomamos tierra y durante 10 días nos ocupamos de localizar, agrupar y evacuar a nuestros compatriotas. Alojados en el cuartel de la Guardia Civil de Bata, cada mañana salíamos en un viejo vehículo, adentrándonos en los bosques para proteger y, en ocasiones, rescatar a los españoles que no habían podido trasladarse a la ciudad. Era una situación tensa no exenta de riesgos. Pedro la emprendía con mucho entusiasmo y con un evidente gozo por la acción. Éramos más jóvenes y, a pesar de que esto suene a frivolidad, el aire cargado de desgarramientos no evitaba que en muchas ocasiones la sensación de absurdo no fuese vencida por la exaltación de una cierta aventura.

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Pedro de Arístegui tenía el don del humor. Poseía también esa disposición de verse a sí mismo y a los demás en el cuadro más general de una situación. Estaba dotado de una predisposición a considerarse como escultor de su propia vida. Eso es lo que convierte a una persona en príncipe. Adornaba su acción cotidiana como funcionario de una dimensión estética que los franceses llaman panache, una mezcla de gallardía y de pretensión de estilizar el gesto.

Nuestras vidas están inevitablemente amenazadas. Algunos, por instinto, por reflexión, desafían esa amenaza insidiosa y la citan en el ruedo, pleno de sol y ruido, del peligro general, histórico, y extraen la muerte que todos llevamos dentro y la sitúan cara a cara, a la luz meridiana y a la vista de todos. Así, repetidas veces, Pedro de Arístegui.

Pera había algo más que una opción vital: una consciente y notoria aceptación de los riesgos de su misión. Yo mismo le propuse, en especial tras de su secuestro, la conveniencia de un apartamiento, al menos temporal, del círculo infernal de Beirut. Lo mismo ha hecho, según se sabe, la actual dirección del palacio de Santa Cruz. La respuesta fue que España debía estar en Beirut y que allí debía permanecer su embajador mientras estuviera abierta la misión.

Es ciertamente función del ministerio estimar las ventajas e inconvenientes de mantener la representación, y a qué nivel. Pero es motivo de orgullo para el país que sus representantes pongan por encima de su riesgo personal lo que consideran que corresponde a la dignidad de sus personas y de su profesión. En un clima gris en que los intereses prevalecen, actitudes como las de Pedro de Arístegui, además de un ejemplo, son un chorro de aire fresco.

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