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Lucha de clases y sociedad moderna

Los sociólogos y politólogos nos vienen repitiendo, un tanto rutinariamente, desde finales de los cincuenta que las sociedades industriales avanzadas han abandonado los conflictos de clase. La sociedad española, aunque más tarde, se habría desprendido también de las determinaciones clasistas.Una sencilla reflexión puede convencernos de que no es ese el caso: hay clases en aquellas sociedades en que se da la explotación -unos viviendo y enriqueciéndose a costa de otros-. No es necesario que se dé la conciencia de clase ni que sus conflictos se organicen en el plano político. Marx incluye con frecuencia esas dos condiciones en su concepto de clase, pero también nos ofrece casos que no las reúnen: así, la clase de los esclavos griegos. Castles y Kosack han puesto de relieve que los emigrantes europeos constituyen un caso semejante.

La exigencia de esas dos condiciones ha facilitado a los sociólogos el diagnóstico sobre la desaparición de las clases -y su conflicto- en las sociedades capitalistas avanzadas. Por otra parte, la confrontación entre las clases puede nevestir varias formas, siendo la política sólo una de ellas. La reciente huelga general de los sindicatos españoles, arropados por otros movimientos sociales, respondía a intereses de clase, y ofrecía además los rasgos de una confrontación política. Digamos que una sociedad capitalista normal genera explotación, desigualdad estructural y clases con intereses opuestos.

Detrás de los diagnósticos sobre la desaparición de las clases está la utopía tecnológica: las sociedades industriales, con el progreso tecnológico y ahora además con la informatización y la robotización, crean mayor y mejor riqueza con menor esfuerzo y menor coste, y a la vez con gran eficacia; de esa riqueza se beneficiaría la masa obrera, cuya nueva situación social le haría abandonar los planteamientos y reacciones de clase.

Potenciar la producciónPero no es oro -nunca mejor dicho- todo lo que reluce. Por una parte, la producción tecnificada, informatizada y robotizada provoca una escisión social -clasista, ¿por qué no?-: el grupo formado por los propietarios y la elite trabajadora, que suele aliarse con ellos, de un lado; la masa de los parados y de los trabajadores periféricos y marginados -cuyo trabajo, a base de empleos precarios, va destinado a la producción de servicios para el bienestar y el consumo de tos privilegiados-, del otro.

Por otra parte, si es cierto que la clase capitalista promueve el bienestar y el consumo de los obreros, es más cierto aún que lo hace para potenciar la producción. Como ha señalado Iván Illich, eleva el nivel de consumo sin elevar la tasa de satisfacción, desplazando la frontera de lo suficiente: no se apaga nunca el deseo de tener, si es que no interviene también el deseo de tener más que los demás; no desaparece la pobreza -la desigualdad-, solamente se moderniza. "La industrialización sin freno fabrica la pobreza moderna" (Illich, La convivencialidad).

Una real emancipación de la clase obrera exige ir más allá de la mera reivindicación del bienestar y del consumo -que no contradice los intereses -del capitalismo- y dirigir la estrategia hacia cuestiones más decisivas. "Hay que cambiar de utopía", como reclama con insistencia André Gorz en su última obra, Métamorphoses du travail. Quéte du sens: la nueva utopía debería ser la utopía socialista, pero estamos comprobando con tristeza cómo los Gobiernos socialistas están haciendo de mediadores entre la clase poderosa -que les presiona y constriñe- y las clases débiles; esos Gobiernos "no tienen de izquierda o de socialismo más que el nombre, al que desprestigian".

Ni siquiera la socialdemocracia es ya socialista. Aceptar el capitalismo como régimen económico tiene un precio para los que se proclaman socialistas: dejan de serio. Lo que distingue al socialismo es -de acuerdo con la atinada observación de Karl Polanyi- la subordinación de la economía a la existencia humana, pero la izquierda que sirve. al capitalismo, con la excusa de que intenta frenarlo y moderarlo, no puede evitar que la sociedad sea gestionada como auxiliar del mercado.

Hay que cambiar también de izquierda. Esa nueva izquierda debe, con la nueva utopía, afrontar dos retos: la profunda mutación de la sociedad debida a la tecnología y la formación de un mercado único en la Comunidad Europea. Una izquierda europea con un minimum de posibilidades no puede ignorar la internacionalización del mercado, con la que el capitalismo sale al paso del Estado-providencia, intervencionista, moderador del desenfreno del capital y que posee un fuerte carácter nacional.

Si la izquierda no se revitaliza como una fuerza europea podría perder su última oportunidad. Pero más importante aún es plantear la lucha adecuadamente, es decir, allí donde el capitalismo intenta poner fuera de juego cualquier exigencia de la izquierda, de signo socialista o de cualquier otra inspiración. En tal sentido, o se cambia el planteamiento de las exigencias y de las reivindicaciones, o desaparecen el sindicalismo y la izquierda. Si el protagonismo de la lucha contra la insolidaridad del mercado corresponde al movimiento obrero, cuyos intereses representaría el sindicato, se impone una nueva estrategia sindical.

Se debe evitar a toda costa la división de los trabajadores en una elite especializada, estable, muy identificada con la profesión y con el proceso tecnológico, bien remunerada, por un lado, y el resto de la clase trabajadora -con empleos marginales, temporales y precarios, que en realidad constituyen un falso empleo-, por otro. La elite trabajadora es proclive -todo le tienta- a vincularse con los empresarios y propietarios: conseguirlo es uno de los designios del capital, secundado por algunos Gobiernos (el thatcherismo es una prueba).

Elite peligrosa

Para evitar esa elite peligrosa es de vital importancia que todos los obreros se incorporen, mediante la formación adecuada, al proceso tecnológico, impidiendo que éste se convierta en un reducto exclusivo de aquélla. Se trata de evitar por todos los medios la aristocracia obrera -el fenómeno que ha desencadenado la crisis más importante, posiblemente, de la historia del sindicalismo-. Ese ob etivo podría fácilitarse con otra estrategia fundamental: progresar en la reducción de la jornada laboral -trabajar menos para que trabajen todos- sin que disminuya la capacidad adquisitiva.

La ganancia del obrero se desliga así del tiempo de trabajo, pero no del trabajo mismo: todos ganarían por trabajar, pero la ganancia no estaría supeditada a la disminución de la jornada -que contribuiría a que trabajen todos-. Esa misma estrategia debería incluir asinúsmo un calendario laboral intermitente -vacaciones movibles y fragmentables- que incluso podría desplazar la fecha de la jubilación. Estas propuestas han sido defendidas ya en escenarios internacionales de debate sindical por Gunnar Adler-Karlsson y Adnré Gorz.

Estas estrategias permitirían redistribuir para todos los trabajadores el tiempo productivo y participar de la riqueza generada. Y se dispondría de tiempo libre para la vida, los debates, la relación de los trabajadores con los parados; del movimiento obrero con los otros movimientos sociales y su posible unión.

Ese tiempo disponible para las actividades gratuitas facilitaría la emancipación respecto de la obsesión económica y utilitaria, en la dirección déla utopía socialista, que exige la subordinación de la economía a la vida: mientras no se produzca esa subordinación en los mismos trabajadores se está haciendo el juego al capitalismo.

Este discurso sindical reencontraría la solidaridad dentro de las clases débiles y promovería la justicia y la equidad, que no promueve, por espontaneidad, la clase capitalista. Las estrategias diseñadas reinventarían lo social, amortiguando ese "déficit de sociedad" (Gorz), que es consustancial al espíritu del capitalismo.

El crecimiento económico capitalista es insolidario. Se ha señalado, con razón, que una sociedad de mercado es una contradicción en los términos. En España se ha hablado, sin advertir la antinomia, de socialismo de mercado: es explicable que se propongan determinados objetivos, no lo es tanto que se intente legitimarlos con una tradición socialista que los contradice.

Otro peligro contra el que deben luchar los trabajadores se refiere a su propia inclinación a la burocratización y el corporativismo. El fenómeno de los cobas, o comités de base italianos, que han promovido huelgas al margen de los sindicatos, constituyen un aviso.

Estos movimientos y otros que luchan, en muchos países, por el medio ambiente, el pacifismo, los derechos de la mujer, la libertad de expresión, la escuela y la vivienda han hecho creer, con cierto optinúsmo, a Antonio Negri que se ha rebasado la frontera utópica, ya que nos estarían situando en el camino de una emancipación real.

En cualquier caso, los sindicatos se mueven en la zona más decisiva, en el mundo de la producción, disponiendo así de una situación privilegiada en la batalla por la emancipación de la sociedad civil, pero deben contar con los otros movimientos que luchan por esa misma emancipación.

La idea que debe inspirar la nueva utopía consiste en que los sindicatos no deben concebir al obrero como mero trabajador, como simple empleado, como fuerza de trabajo exclusivamente.

Eso es lo que hace la empresa, la clase capitalista, y en ello radica el mal de la racionalización económica que utiliza el capitalismo, es decir, en ver al hombre mismo como algo rentable y como algo contable. Los sindicatos deben esforzarse por no coincidir con esa lógica del capital: lo que hay que emancipar, más allá y además de sus derechos económicos, es la humanidad misma del trabajador.

Max Weber explicó, en páginas inolvidables, la irracionalidad de la racionalización económica capitalista. En el terreno de la contabilidad existen el más y el menos, pero no el suficiente, ya que el sujeto de las operaciones está ausente. Es la muerte del hombre, de que nos hablaba el estructuralismo. La racionalidad económica y la llamada razón instrumental se basan en una formafización que, para funcionar, no necesita del sujeto ni de la reflexión.

La riqueza capitalista se relaciona con el cálculo, no con el hombre; pero nunca se puede afirmar que, en el cálculo y en la cuantificación, no se pueda ir más lejos, más allá. Ya conocemos los resultados: con el mercado y con el cálculo desaparecieron los límites y los frenos. Esta visión -y práctica- de la riqueza ha corrompido la sociedad.

Los monstruos de la razón

Es manifiesto que la razón moderna ha engendrado desvaríos -monstruos (Goya)-: ha devenido irracionalidad y mitología, ha terminado oponiéndose a la crítica racional y promoviendo los antagonismos humanos. Su expresión más trágica es la razón económica; puede serio también la razón nuclear.

Tomando pie de ello, los posmodernos han exigido la abolición de la racionalidad tout court, sin advertir que la razón -como ya sugería Kant- puede juzgarse a sí misma, puede someterse a un tribunal erigido por ella misma, lo que hoy viene llamándose racionalización reflexiva.

Si, a pesar de los márgenes que les impone la empresa capitalista, los trabajadores lograran una creciente humanización de la economía, estarían colaborando a la reconciliación de la razón económica con la sociedad civil.

Esa reconciliación es el objetivo que da sentido a la auténtica utopía socialista: acercarse a él significa acercarse a una democracia más participativa -y no meramente representativa-. Por ese mismo objetivo deben luchar, aliados con el movimiento obrero, los otros movimientos populares.

Romano García es profesor titular de Historia de la Filosofia en la universidad de Extremadura. Autor de El Estado y los flósofos.

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