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Tribuna:CORRER EN SURÁFRICA
Tribuna
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Una zancada hacia atrás

Digan lo que digan los domingueros motorizados, lo cierto es que hay pocos espectáculos tan emocionantes como la maratón urbana. No se trata de la emoción inquietante de saber quién será el vencedor, sino de esa otra emoción íntima e intransferible que embarga al espectador al paso del esfuerzo humano. Incluso aquellos que hemos hecho de nuestra barriguita feliz una de las partes más mimadas de nuestro cuerpo nos dejamos transportar por la mirada galopante de esos señores y señoras en camiseta que recorren las ciudades a pie, que es como fueron concebidas. Un atleta sobre el asfalto es la prueba de que el hombre tiene alma. Corre por el placer de sufrir persiguiendo una línea en el horizonte que le traerá la intransferible sensación de haber vencido a la naturaleza. Los aplausos, si los hay, son sólo ruidos. Y cuando la meta queda atrás parece como si el mundo hubiera girado sobre sí mismo gracias al impulso de las pisadas de los corredores.A veces sucede, sin embargo, que esa dimensión cósmica de la maratón se pierde en gremialismos de vestuario. Desde que el correr se puso al alcance de los peatones, los auténticos centauros del mito maratoniano adoptaron actitudes más selectas, y el aire abierto por donde corrían se redujo al estrecho pasillo que va del gimnasio a la Casa de Campo y de la Casa de Campo al gimnasio. En este coto semicerrado del cronómetro y el linimento se pierden a menudo las dimensiones morales del planeta y se aplaude la zancada aunque ésta sea hacia atrás.

El caso de los corredores Domingo Catalán y Antoni Mestre, desplazados voluntariamente a Suráfrica para participar en una carrera de fondo, ha abierto un pequeño desgarro en el músculo prieto del voluntarioso atletismo español. La gente de este país no entiende de geopolíticas lejanas y se sigue moviendo por esos buenos sentimientos que impregnan nuestra relación con las cosas. Sólo así se entiende que, ante la decisión de la Federación de Atletismo de sancionar a Catalán y Mestre por haber ido a correr sobre la tierra más difícil de la Tierra, hayan surgido voces solidarias con los sancionados. Se les veía el domingo por las calles de Barcelona, empapando de sudor honrado los carteles que algunos corredores llevaban apoyando a sus compañeros sin dorsal. Entre el presunto atleta de despacho y el correcaminos auténtico la buena gente del deporte siempre tiende a dar apoyo al débil y al cansado en contra del fuerte y el burócrata. Lo llevamos en la piel y esta actitud no se nos va ni con mil duchas.

Pero alguien debería recordar a esos dos tragamillas insumisos que con Suráfrica no se puede compartir ni el ascensor. Porque también ahí, en las sabanas australes, hay débiles a los que apoyar y burócratas sangrientos a los que combatir. Y que de nada sirven las presuntas coartadas de jugadores de golf o de negocios multimillonarios. Correr a pie es una actitud ante la vida y hacer dinero a costa de lo que sea es precisamente todo lo contrario. Participar en, una carrera surafricana hace tiempo que dejó de ser deporte para convertirse en una sutil forma de complicidad. Y ganar una carrera en ese sumidero de la dignidad del hombre significa aceptar que alguien pierde y no se trata del resto de los contrincantes.

Catalán y Mestre tienen razón en denunciar la escasa ayuda que reciben los atletas de las calles. Pero el polvo que han levantado sus zapatillas en aquella Suráfrica lejana a traer el lodo sobre las pistas olímpicas de Barcelona. Si Suráfrica quiere hacer peligrar el éxito de los Juegos del 92 no tiene más que ir haciendo ofertas economías para encandilar a unos cuantos atletas españoles dispuestos a pasar unas vacaciones pagadas en Pretoria. Hay un boicoteo latente ante la barbarie racial que nos vincula a todos. Si cunde el ejemplo de Catalán y Mestre, que nadie se extrañe de ver unos Juegos de Barcelona, blancos, blanquísimos. Tanto en las pistas como en las gradas.

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