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EN LA MUERTE DE LEIZAOLA

Una roca azotada por el mar

Es una constante que nuestros hombres políticos pasen a mejor vida (nunca mejor empleada la expresión) sin haber dejado nada escrito. Aguirre nos legó su anda dura política hasta la revolución de Asturias y su dramático periplo en fuga de los nazis. Landáburu, un llamamiento a la juventud. Irujo, su infinito epistolario Solaun, un cuaderno de notas que habrá de ser descifrado como la piedra de Roseta. Ajuriaguerra, Lasarte, Jáuregui Arredondo, Arteche, Ciaurriz, Heliodoro, Horn, etcétera, etcétera, nada. Nada de nada.Hemos tenido entre nosotros a Leizaola, como una roca. Noventa y tres años. Con la mente lúcida, repleta. Firme y fresco como un abedul. Lo sabía todo. Recordaba todo. Pero se ha negado a escribir sus memorias. Sostenía la teoría de que todas las memorias constituyen simplemente una autojustificación. Y por tanto falsean la historia.

Y como Leizaola era un hombre de convicciones graníticas se negó a escribir. Leizaola ha sido objeto de ataques personales virulentos. Especialmente sangriendo el de Krutwig, así como en general los provenientes del ámbito de ETA. El antileizaolismo se podría resumir en el juicio que hacía un autor sobre el nombramiento de Leizaola como lehendakari a la muerte de Aguirre. Según él, al fallecimiento del lehendakari Aguirre, Ajuriaguerra acudió apresuradamente a París para imponer a Leizaola, por más manejable, frente a otros de más talla humana y política. Personalmente no comparto estos juicios. Lo de Krutwig no quiero ni comentarlo. Conteniendo mi juicio, digo simplemente que se trata de un exceso verbal injustificable, insultante y punible.

Y a mi juicio, el otro autor se equivoca. Ajuriaguerra no fue a imponer a Leizaola. Fue porque tenía que ir ante la magnitud de la pérdida. Y luchó, como los demás, a brazo partido, para que Aguirre tuviera un sucesor. Era algo polítIcamente vital. Y ante las presiones para que no hubiera un sucesor (entre otros, de Tarradellas, que hizo todo, lo que pudo para evitarlo) se nombró a Leizaola y se puso a las instituciones republicanas ante el hecho consumado. No había previsión legal. Pero de haber lehendakari había de ser Leizaola. Simplemente porque era el vicepresidente.

Aguirre

Leizaola tuvo un gran handicap. El haber tenido de antecesor a un Aguirre, no tanto por las indiscutibles cualidades de líder de acción que poseyó José Antonio, sino sobre todo porque Aguirre vivió con apoyos importantes y pudo desplegar una gran acción. Aquel hombre, de un optimismo inquebrantable, murió abatido. O lo mató el abatimiento de la traición y del abandono político. El pueblo vasco no debe olvidar a Aguirre. Pero tampoco debe olvidar la circunstancia política que causó su muerte y la gran decepción de los nacionalistas vascos. Porque es toda una dura lección política para un pueblo ingenuo.Leizaola herederó la decepción colectiva y el ostracismo político. Veinte años con las manos atadas manteniendo el testigo de la legitimidad. Hasta que murió el dictador y comenzó un nuevo período político, uno tras otro murieron todos sus compañer os nacionalistas miembros del Gobierno vasco. Y Dios le dio larga vida para entregar el testigo a Garaikoetxea en Gernika.

Leizaola fue un hombre sencillo, de personalidad compleja.

Con carácter propio, en medio del variado equipo de hombres que guió el nacionalismo vasco en los años treinta y en la posguerra. Frente al activo Aguirre, al temperamental e impulsivo Irujo o al duro y tenaz Ajuriaguerra, Leizaola pasó por ave fría. Pero Leizaola no sólo fue el único alto funcionario del equipo nacionalista. No sólo ha sido el político cauto, ordenado, acostumbrado a la objetividad y al metódico curso procesal de los expedientes. Fue además un poeta sensible. Hombre de una profunda afectividad, soterrada en una amplia percepción del sentido de la historia. Un contemplativo e intérprete de la historia.

Imperturbable. Desesperante para quienes se acercaban a él en busca de recetas de acción. Pero inagotable para quienes buscan soluciones inmersas en una perspectiva histórica, de la que tan ayunas están las nuevas generaciones.

Leizaola, en su ancianidad, ha sido como una roca azotada por el mar. Vivió en su entorno infantil el eco de las guerras carlistas, de la destrucción de San Sebastián. Fue protagonista de la hecatombe del 36. El último miembro del Gobierno en evacuar Bilbao. Padeció muy de cerca la Guerra Mundial. Cristiano occidental (pero con gran respeto a los rusos), demócrata, honesto y conciliador.

Desde la atalaya de sus 93 años nos ha dejado su experiencia: "La convicción de que el mundo no se acaba porque ocurra un drama de éstos, sino que las familias se reconstituyen, prolifican, restablecen su status y continúan. No puede uno encerrarse en la desesperación de que no hay más allá. Hay más allá, por duros que sean los hechos". Y un mensaje final para el pueblo vasco: "Que tenga esperanza y que sepa que del trabajo sale todo".

Descanse en la paz que ganó a pulso.

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