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La militarización de la política

Para enjuiciar correctamente el enfrentamiento creciente del Gobierno con los sindicatos hay que partir de un hecho que, si no ha pasado por completo inadvertido, no ha recibido la suficiente atención: la hostilidad que ha mostrado el Gobierno desde el primer momento de la convocatoria de la huelga. Un hecho fundamental que no cae de su peso -la evidencia no pertenece al mundo fáctico-, sino que plantea no pocas interrogantes.Cierto que los sindicatos lanzaron el envite al Gobierno, con reivindicaciones, desde la más general, un giro social de la política económica, hasta las cinco concretas, que sólo él podía atender. El destinatario de la huelga era inequívocamente el Gobierno, pero no por ello tenía que entrar al trapo. Los sindicatos italianos, tal vez deslumbrados por el ejemplo español, también convocaron una huelga general con exigencias fiscales que sólo podía satisfacer el Gobierno y, sin embargo, supo llegar a un acuerdo antes de la fecha fijada. El Gobierno español tuvo un mes de plazo para intentar desconvocar la huelga con una negociación eficaz, y en vez de negociar en serio, o por lo menos esperar el curso de los acontecimientos, de inmediato aceptó el reto y pasó a la acción con una campaña de disuasión de la que lo menos que se puede decir es que se cometieron deslices graves que traerán cola.

Un Gobierno responsable tendría que haberse parado a ponderar no sólo los efectos deslegitimadores que directamente le alcanzaban, sino también, y en primer lugar, aquellos que podrían perjudicar al conjunto de la sociedad. Porque si el Gobierno estaba convencido del tremendo error que habrían cometido los sindicatos y pensaba que resultaba factible, sin impedir por completo, al menos desactivar una buena parte de la huelga, tenía obligación de prever también las consecuencias que acarrearían el desprestigio y ridículo de unas organizaciones que, aunque débiles y descarriadas, se las supone imprescindibles en el modelo social y político que tratamos de construir. Si el Gobierno se hubiera salido con la suya y logra desmantelar la huelga, la impotencia vivida de los sindicatos hubiera contribuido a desequilibrar aún más en una misma dirección la actual relación de fuerzas, lo que a corto o más largo plazo abre las puertas a los extremismos.

Un Gobierno deja constancia de su sentido de la responsabilidad por el conjunto social si respeta exquisitamente a las instituciones estatales y a las organizaciones sociales -Parlamento, justicia, partidos, sindicatos y un largo etcétera-, por mucho que en un momento dado, -y por las razones que fueren, una de ellas se oponga frontalmente a la política que realiza, a sabiendas que en democracia el decaimiento de cualquiera de ellas produce riesgos y tensiones que no justifica ningún objetivo. Un Gobierno democrático tiene límites muy precisos a su actuación que no sólo definen las leyes, sino también el equilibrio de los distintos poderes institucionales y sociales.

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Incompatible con un régimen democrático es la militarización. de la política, que consiste en señalar enemigos a destruir, con la consiguiente estrategia militar de acabar lo antes posible y por todos los medios flos. En democracia no con e. hay enemigos que batir, sino Sólo adversarios temporales con los que hemos de competir o negociar, teniendo siempre presente que en cada momento pueden convertirse en aliados ocasionales para lograr objetivos comunes.

El discurso que desde el primer día instrumenta el Gobierno contra la huelga, directamente o a través de los portavoces oficiales y oficiosos del partido, está dirigido a racionalizar la hostilidad desde una estrategia que culmine en la eliminación del enemigo. El objetivo está perfectamente definido y asumido; las diferencias que se perciben son tan sólo de índole táctica, según se considere posible desbancar a la actual dirección de UGT o haya que aceptar su permanencia, y entonces no quede otra salida que barajar la creación de un sindicato alternativo, y si tampoco resultase factible; la idea de que los sindicatos pertenecen a un pasado ya definitivamente ido y que, por tanto, coadyuvar a que se desplomen organizaciones de carácter retardatario representa un paso decisivo en la modernización de la sociedad.

Desde la beligerancia asumida el significado de la huelga no puede ser más que negativo. De ningún modo cabe entenderla como una fecha radiante de afirmación democrática; al contrario, habría puesto de manifiesto la falta de madurez de nuestro pueblo. El éxito inesperado de la huelga supondría así un retroceso considerable en la consolidación de una democracia moderna y eficaz.

Una hostilidad latente o manifiesta organiza todo el discurso oficial. El Gobierno hubiera sido altamente irresponsable si hubiera abandonado el proyecto de modernización del que depende el futuro libre y próspero de nuestro país, simplemente porque un pueblo ignorante, o manipulado, sin cabal conocimiento de todo lo que nos jugamos, en un día nefasto parezca que se opone a él. El Gobierno, arropado en la lealtad inquebrantable del partido, hizo muy bien en enfrentarse a la huelga, sin aceptar negociar bajo presión, ya que en el alero no sólo estaban cuestiones accidentales -un punto más o menos para los pensionistas, una mayor o menor cobertura de desempleo-, sino el mismo proyecto socialista de modernización.

Un Gobierno responsable tenía que ser hostil a la huelga y permanecer beligerante contra todos aquellos reaccionarios, vengan de donde vinieren y se disfracen de lo que quieran, que pretenden obstaculizar el empeño de modernizar a España, por doloroso que sea comprobar que en el bando enemigo se encuentran también algunos socialistas llevados de su ambición o de su resentimiento. En fin de cuentas, la huelga fue un éxito porque la convocó un sindicato socialista que goza de la credibilidad que han ganado el conjunto de todos los socialistas, con una trayectoria ejemplar que dura más de un siglo.

No poca beligerancia se esconde también en un discurso económico, no sólo dogmático en sus líneas maestras, como ocurre en todas las sociedades modernas, sino hasta en el menor de los detalles, lo que lleva a la conclusión, científicamente impresentable y políticamente irresponsable, de que no habría otra política económica posible. Justamente la dogmatización de toda la política económica, sin distinguir lo fundamental de lo accesorio, lo sustantivo de lo meramente instrumental, constituye el impedimento que ha llevado, en una primera fase, a un diálogo de sordos y, después del 14-D, a una beligerancia más o menos encubierta, desde la que los contactos con los sindicatos ya no tienen otra finalidad que cubrir las apariencias de cara a la opinión.

El objetivo que se persigue es privar a los sindicatos del apoyo social que gozaron en aquella fecha memorable. Para ello se insiste en su radicalidad, falta de disposición al diálogo y afán obsesivo de confrontación. Basta con ir tendiendo trampas, de las que los sindicatos no puedan librarse más que diciendo que no, para crear esta impresión. En esta estrategia belicista no se trata de conseguir acuerdos, que fortalecerían a los sindicatos, sino de desacreditarlos como elementos irresponsables, perturbadores de la paz social, encadenados a intereses políticos poco claros y a ideologías subversivas por completo trasnochadas.

La discusión en torno a la política económica, pese a que realmente haya planteamientos de fondo distintos y matices diferenciadores importantes entre el Gobierno y los sindicatos, cumple una función de ocultación, más que de esclarecimiento de las verdaderas causas del conflicto. El que intente comprender lo que ocurre, remitiéndose tan sólo al plano ideológico de los razonamientos económicos, no saldrá de su asombro ante tanta irracionalidad, o quedará mareado por una guerra de cifras poco orientadoras y las reiteradas manifestaciones de ambas partes de que sólo aspiran al diálogo. De todos modos, parece inexplicable que siendo tan nimias las diferencias que surgieron en las negociaciones que siguieron al 14-D y tan grande el afán de entenderse, no se haya llegado a un acuerdo, sobre todo por parte de los sindicatos, interesados en cerrar el éxito de la huelga con unas negociaciones no menos exitosas. En cambio, en la estrategia de guerra encubierta que practica el Gobierno se explica que no encaje que el triunfo rotundo del 14-D se sellase con un acuerdo que, en última instancia, favorece a los sindicatos.

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