Montería

Por un coto de Sierra Morena iban con el rifle al hombro altos financieros, capitanes de empresa, políticos del sistema, magnates salchicheros y algunos aristócratas seguidos por una jauría de perros. Un tropel de secretarios transportaba la munición. A todos les humeaba el belfo en la fría madrugada, pero los cazadores llevaban bajo las verdes casacas el estómago reparado con un desayuno de migas con chocolate. A esa hora, los jabalíes aún dormían y los venados ya estaban llorando. Mientras las alimañas soñaban en la madriguera, guardas con escarapela en el sombrero guiaban a estos tiradores de elite hasta sus puestos de combate.Pronto comenzó la montería. A la salida del sol olían a sangre algunos matorrales y por los barrancos del coto sonaban disparos de varios ecos, se oían alaridos de toda índole, incluso humanos, dentro del recio perfume de la pólvora. Los cazadores se habían establecido, según intereses o pandillas, detrás de los parapetos y la orden del día consistía en abatir cualquier cosa que se moviera, desde un consejero delegado hasta un simple conejo. No se detuvo la carnicería en toda la jornada. Los ojeadores seguían levantando grandes piezas a media mañana y por las miras telescópicas podían verse las lágrimas de los ciervos, la espuma seca en las fauces de otras fieras, el terror en el rostro de algunos presidentes de consejo de administración, y era un placer presentir con la mente helada la exactitud del proyectil, apretar el gatillo y al instante divisar a la víctima rodando por la trocha bajo el estruendo de los perros. La cacería terminó cuando el cielo ya se hallaba también cubierto de plasma. En el crepúsculo, los monteadores llevaron al palacio campestre las furgonetas cargadas con la caza cobrada, que fue recibida por los tiradores supervivientes con una copa de fino en la mano junto a los porches. Entre las piezas abatidas había tres jabalíes, dos subsecretarios, un banquero, dos docenas de venados, cuatro empresarios, innumerables conejos y un príncipe destronado.
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