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A la puta calle

Cuentan quienes, allá por el invierno de 1956, buscaban abrigo sentimental en las madrugadas madrileñas, que sitios había, y no pocos, para cobijar el corazón bajo el techo de una piel cálida, dentro de una cama hospitalaria, con mujer malpagada entre las sábanas y sin demasiada ruina en el bolsillo de la calderilla, que era el cajero automático de aquella época. Pues, cuentan los cronistas de la mala vida, que incontables eran en Madrid tales casas, que los académicos denominan mancebías, los tribunos prostíbulos, los legisladores de tolerancia, los curas de lenocinio, los hombres de putas y las mujeres de mujeres.Hasta que un día, después de consumar una orgía de chocolate con picatostes con un diplomático vaticano, el aflautado dictador extinto, siempre temeroso de su temible Dios, decidió que no, que en su finca no más; que bastaba ya de cantineras, golfantas, madelones, meretrices, mujerzuelas, maritornes, busconas, cortesanas, esquineras, zorras, rameras, pe-' landuscas, rabizas y otras turbadoras de la paz de los borrachos y de los solitarios. Y para salvar del infierno a sus frecuentadores, ordenó en suave lenguaje ferrolano que las tolerantes repoblaran a partir de entonces los territorios de lo intolerable: las gélidas aceras, los cafetines de farolillo rojo, las desérticas esquinas puntiagudas, los lúgubres huecos de penumbra de los portales iluminados, el sudario arrugado de los descampados del arrabal.

Y así fue como, de la noche a la mañana, a la puta calle fueron todas las putas madrileñas a parar, y es el caso que en ella siguen. Dictó el dictador en el Boletín Oficial de su Estado: "Dispongo que sea declarada la prostitución tráfico ilícito,( ... ) quedando prohibidas en todo el territorio nacional las mancebías y casas de tolerancia,( ... ) procediéndose a su clausura y desalojo, entregando su titular a la autoridad una relación de las mujeres dedicadas al tráfico ilícito( ... ) e internándose en un establecimiento tutelar a todas aquellas mujeres salidas de los prostíbulos que voluntariamente lo soliciten". Concienzudos relatores de las cloacas del imperio deducen que ninguna lo solicitó, al menos voluntariamente.

Era el 23 de abril de aquel casto año cuando el tropel de nocturnas hizo estampida, desde sus garitos en innombrables calles como Naciones, Reina, Infantas, San Marcos, Grávina, Alcántara, Pelayo, Santa Brígida y quien sabe cuantas más, en busca de sangre caliente en la arteria de la ciudad. En un cine de esa arteria proyectaban una película, Cuando ruge la marabunta, y esta rugió. Un chiste circuló de taberna en taberna: "¿Has visto La marabunta? En la versión española son hormigas, pero quienes han visto la película en Francia dicen que allí de hormigas nada: son putas". El despropósito se hizo documento: miles y miles de traficantes de sí mismas instalaron sus tenderetes en las aceras de la entonces avenida de José Antonio Primo de Rivera y esta se convirtió en unas horas, ante el susto de las porras de los gendarmes grises, en un enorme prostíbulo con las puertas abiertas de par en par.

El desparrame

Los asesores del decretador no debieron calcular bien las dimensiones del pueblo descarriado, repartido en los vericuetos de la ciudad, al que dieron tan precipitado pasaporte para el exilio, pues de otra manera no se entiende que lo dejan, suelto y sin riendas, atestar la avenida dedicada a la memoria del fundador de la Falange. La fila prostibularia era allí tan densa, que ocultaba el calor de los bajos de las fachadas que cubren el trayecto de la plaza de España a la calle de Alcalá y cualquier paseante desprevenido podía buenamente recibir un millar de ofertas de apareamiento en los trescientos metros que separan la calle de Leganitos de la plaza del Callao.

Y, a medida que se escalaba la cuesta, las ofertas iban a la baja, pues si a la altura del cine Coliseum el amor clandestino valía "cinco duros y la cama", en el Actualidades se hundía en un prudente "tres duros y la canta", al que, en las alturas de Preciados, sucedía un humilde "tres duros con cama incluida", y un mísero "un duro y de pie" en las proximidades de dos mugrientos portalillos, uno de Tudescos y otro de Jacometrezzo, con servicio de vigilancia incluido. A últimas horas, cuando el alba enseñaba las uñas detrás de la coronilla de Cibeles, era el momento de un abismal saldo: las últimas magdalmas rezagadas, hambrientas y errantes, mendigaban con tétricas ojeras violáceas el susurrante trueque, por favor, del acceso a sus entrañas a cambio de un café caliente y un bollito en un bar de Cadarso en cuya trastienda había dos perfumadas letrinas tolerantes, vigiladas, por la vista gorda de la cerillera del establecimiento, que en sus tiempos fue del gremio.

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Fue así como los planes de grandeza española, entonces en parto, encontraron un loco anticipo: al desalojar de una vez los pequeños prostíbulos esparcidos por la ciudad, Madrid se hizo dueña en una sola noche no imaginable del más grande prostíbulo de que hay policía.

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