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Bienestar y sindicatos

La huelga del 14-D ha demostrado que el proyecto socialdemócrata español no ha resuelto debidamente la exigencia mínima para llevarlo a cabo, a saber, la relación entre partido y sindicato. Razones históricas y estratégicas impidieron a unos y a otros plantearse con rigor esta cuestión. Históricamente, porque las centrales sindicales, al lado y en apoyo de los partidos políticos de izquierda, han ayudado a la construcción de la democracia. No obstante, y salvo excepciones, las centrales han sido sumamente respetuosas con el ámbito estrictamente político, piénsese en los altos porcentajes de votos que recibe el PSOE de afiliados de CCOO; o en el Sindicato de Estudiantes, después de las movilizaciones estudiantiles, aconsejando el voto en las elecciones europeas para los partidos de izquierda; por no recordar los Pactos de la Moncloa; o aquellas zonas donde, después de largos conflictos sindicales derivados de una dura e inaplazable reconversión industrial, permanece la fidelidad al voto socialista.En fin, hay muchos datos relevantes que confirman la sensibilidad del pueblo español para distinguir los ámbitos políticos y socio sindicales. De ahí que sea bastante torpe, por parte de algunos dirigentes sindicales, ocupar un espacio político que no les corresponde. Un comportamiento que, paradójicamente, viene estimulado por algunas desafortunadas demandas del Gobierno a las centrales sindicales, especialmente cuando aquél le pide a éstas una alternativa a su política económica. Ciertamente, los sindicatos no tienen una alternativa económica ni la tendrán, porque en democracia no es esa su función. Y esto es algo que deberían aprender los "analistas" del corporativismo español, a tenor del comportamiento en las distintas convocatorias electorales de la mayoría de la clase trabajadora. Otra cosa es que los sindicatos sean conscientes de las limitaciones que tiene el sistema económico para satisfacer sus reivindicaciones.

La función, pues, de los sindicatos no es ser alternativa al Gobierno, a no ser que se piense en el Estado nacionalsindicalista; por tanto, tampoco pueden ser alternativa económica, aunque, a veces, arrastrados por el entusiasmo de haber ayudado a construir la democracia durante una larga transición, hayan caído en ese tipo de tentaciones de abarcar ámbitos que no les correspondían. Mas, si ello era señal inequívoca de determinada inmadurez de los sindicatos, derivada también de un cierto complejo por su débil implantación, posteriormente venía corregida en los distintos comicios por un voto universalista y no corporativo. De este modo mostraba el pueblo español su madurez política a los sindicalistas y a los políticos.

Esta misma madurez se ha puesto de relieve durante el 14-D, pero ahora iba dirigida contra el comportamiento estratégico y de regateo del Gobierno ante demandas que incluso estaban recogidas en el propio programa de su partido, por ejemplo, la equiparación de la pensión mínima al salario mínimo. Ese comportamiento de cortas miras había sido superado en otras ocasiones; en ese sentido hay que destacar el conflicto de los estudiantes en 1987 y la huelga de la enseñanza pública en 1988. Los dos conflictos, a pesar de todo, concluyeron en acuerdos relativamente satisfactorios para unos y otros, y aunque costó el puesto al ministro Maravall, éste sacó conclusiones muy relevantes que su Gobierno no supo asimilar en su momento.

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Maravall tenía razón al decir, refiriéndose al conflicto de los estudiantes, que las reclamaciones ole los jóvenes pidiendo solidaridad no sólo se dirigían al Ministerio de Educación y Ciencia y al Gobierno, sino a toda la sociedad. También las demandas de los estudiantes estaban recogidas en el programa del PSOE; por eso pudo continuar diciendo Maravall que el acuerdo al que se había llegado con los estudiantes lo único que hacía era avivar los ritmos de aplicación de su propio programa. Respecto al segundo conflicto, Maravall fue altamente instructivo al reconocer, después de cuatro meses de movilizaciones, que el "tema de la homologación se ha convertido en un elemento simbólico del profesorado". A estas alturas, parece que aquellas huelgas no pueden ser interpretadas por nadie como huelgas exclusivamente economicistas y corporativistas. Aglutinaban intereses muy amplios, pero, y ello era lo decisivo, no distorsionaban el marco político democrático, entre otras razones, porque las reivindicaciones fueron reconocidas expresamente por el Gobierno o habían sido recogidas en su programa.

La conclusión de todo ello es clara: el proyecto socialdemócrata, a pesar de ciertas fragmentaciones, ha tenido una visión de conjunto, y partido(s) y sindicato(s) han "coincidido" en líneas generales en sus acciones. Sin embargo, esa coincidencia comienza a quebrarse desde la reconversión industrial y los conflictos en la enseñanza hasta llegar al 14-D. Donde partidos y Parlamento van por un lado, a excepción de Izquierda Unida y Euskadiko Ezkerra, y los sindicatos y movimientos sociales van por otro, con el consiguiente riesgo de desintegración social y política que ello supone para la frágil y joven democracia española.

Ésa es, a mi juicio, la cuestión más acuciante que tiene el PSOE y, en general, los defensores del proyecto socialdemócrata en España a la hora de construir una democracia madura y de participación. El problema está, pues, por resolver porque, entre otras herencias, el Gobierno se ha encontrado con la esquizofrénica tarea de montar el Estado de bienestar social, es decir, el Estado de la concertación, en sintonía con los durísimos mecanismos neoliberales de un ajuste económico de rancia prosapia prekeynesiana. Esto requería y requiere mucho "tino" político y tiempo. No basta con la mera crítica a la codicia y a la estulticia de ciertos gobernantes, ni tampoco con las soluciones tecnocráticas de tipo keynesiano de "pensar, contar y administrar".

Hay, por ejemplo, tres aspectos decisivos que un proyecto socialdemócrata a la altura de los tiempos no puede olvidar: los límites sociales al crecimiento económico, los límites físicos de ese modelo y, finalmente, que las conquistas del mismo no son irreversibles. Los tres aspectos están estrechamente relacionados, pero, después del 14-D, la reflexión sobre el primero es urgente en la socialdemocracia española, porque hace referencia a la estructura de distribución de la sociedad, en general, y a los mecanismos de distribución de la "riqueza", en Particular, teniendo en cuenta la penuria social, parámetro difícilmente cuantificable.

El Gobierno demuestra perspicacia en ese horizonte, y sabe de la debilidad de los sindicatos al pedir insistentemente a éstos que cuantifiquen sus demandas, porque es difícil cuantificar un modelo de justicia social más allá de la equidad. Sin embargo, el Gobierno también debería saber, como están poniendo de manifiesto las socialdemocracias europeas, que las soluciones tecnocráticas empiezan a encontrar su límite desde el momento en que para ser efectivas tienen que ser éticamente defendibles, es decir, encontrar aceptación pública que las haga plausibles.

Por lo demás, los sindicatos podrían cifrar entre 400.000 millones y medio billón de pesetas sus demandas más perentorias, es decir, entre los márgenes de realización que permiten los Presupuestos Generales del Estado. Sin embargo, en esta coyuntura política, el problema es de otra envergadura, y pasa, como decía al comienzo, por un nuevo modelo de relación entre partido y sindicado. En Europa, especialmente la socialdemocracia alemana ha optado por la potenciación de los sindicatos como agentes de transformación social de acuerdo a la creciente segmentación del mercado de trabajo, frente al seudorrevolucionario y reivindicativo sindicato de base y frente al corporativista de cuerpos intermedios.

Se puede optar por que la democracia formal funcione sin sindicatos, aunque, como ha reconocido Obiols recientemente, eso no es bueno, pero ello incitaría a un sindicalismo "convulso-reivindicativo", que pondría más a las claras lo que los neoliberales han enseñado en los últimos años: la sociedad debe ser interpretada en términos de lucha de clases. Los métodos de resolución de problemas han cambiado, pero no la confrontación. El reformismo socialdemócrata ha redescubierto otra vez ese aspecto, sin olvidar la percepción crítica de analizar la sociedad como un sistema de separación corporativa: pobrerico, disposición de poder-no disposición de poder, etcétera.

Puede, en fin, que el Gobierno español persista en afirmar la debilidad y la falta de implantación de los sindicatos en España, rompiendo el vínculo con ellos y afirmándose como una maquinaria electoral que busca en las famosas nuevas clases medias otra base social que lo sustente. Sin embargo, en mi opinión, se corren varios riesgos, no siendo el menor, en un sistema de partidos tan débil como el español -a excepción del PSOE y esto con muchos matices después de la reciente huelga-, la fragmentación si no la desintegración del propio proyecto socialdemócrata y del mismo sistema político.

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