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Tribuna
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Elogio del infierno

Intentábamos estar tan lejos de aquella moralina franquista, con su revolución pendiente y otras épicas suburbiales (la doctrina social de la Iglesia, los chicos ejemplares del San Pablo, los falangistas honestos, los sindicalistas del régimen, los modernos del Opus, los jesuitas tan sensibles a lejanísimas miserias), que a la llegada de la democracia algunos decidimos que eso de la moral (cierta moral, digamos) era un invento de toda aquella tropa de Rascayús y tontos útiles.Añadamos a todo aquello la creciente tendencia de la filosofía hacia la solución amena y casera de todos los problemas éticos, reconvertidos en problemas lingüísticos y resueltos como los crucigramas y juegos varios de los suplementos dominicales: la ética como distracción culta sobre un fondo hispano de revoluciones pendientes y Cristos sangrantes.

O la ética elevada con el PSOE a categoría publicitaria: la ética política de aquellos muchachos del 82, que mal sabían a quién hablaban y las cuentas que le iba a pasar un pueblo tan sobrado de heroicos sueños morales como falto de una auténtica moral cívica, quebrada siempre en su raíz por unas elites históricas proclives a valorar la sumisión como categoría moral y la insumisión como categoría infernal. Un pueblo insumiso más por reacción que por convicción. Un pueblo históricamente cabreado, que no ha sabido llevar esas energías hacia una mejora de las condiciones políticas y que se ha perdido en los laberintos de la moral cutre cuando algún demagogo supo tocarle el alma con golosinas épicas y líricas.

Esta inflación moral de los curas, los filósofos, los socialistas, los revolucionarios más o menos pendientes, las colas en Jesús de Medinaceli, la oposición de derechas y la de izquierdas, la ira santa del pueblo y otros eventos, viene a confirmar que es éste un país sobrado de moral y falto, sin embargo, de esa decencia democrática que tiene que ver con la reflexión, el debate y la crítica. Esa decencia que nace no de la sumisión, sino del acuerdo con uno mismo y de la eventual concordancia con los demás.

Ahora les pasan la factura a aquellos chicos, y con toda razón. No es ésta una batalla económica de gran alcance estratégico: ¿qué insumisión es ésta que sólo pide la igualación de los salarios al alza de la inflación, una subida de algunas pensiones o una mayor cobertura del desempleo? Y, en todo caso, ¿quién si no los sindicatos están obligados a pedirlo, por definición? ¿O es que la política se ha hecho tan simple que exige a los ciudadanos su conversión en Ángeles Siseñores? ¿Qué grandísimo pecado han cometido estos trabajadores pragmáticos que han renunciado a casi todo y se limitan a ir al carro de la inflación y del sentido común? ¿Qué terrible código han violado para concitar tan amargos lamentos?

Si lo que hay que comunicar a la población, sin lirismo alguno es que de aquí al año 2000 el paro sólo bajará (en el mejor de los casos) entre uno y tres puntos , y que cualquier otra cosa es un sueño vano, los sindicatos son necesarios (si lo anterior es cierto) para ayudar a entregar a la, gentes tan amargo mensaje. Si los sindicatos disienten y el Gobierno no consigue convencerles, el mantenimiento simple de las vías vigentes para conseguir los objetivos económicos es muy problemático. La gente no se deja. Y no se deja porque ustedes han añadido a las necesarias restricciones una absurda e innecesaria cuota de malos trato;. De crueldad mental, que dicen en América del Norte. Puede que esto sean fantasías paranoicas de la población, pero recuerden ustedes que el mundo político es como la gente cree que es. Lo demás es metafísica política. Porque ustedes han ganado las primeras elecciones como un auténtico frente amplio y se han ido cerrando en sí mismos. ¿Por qué?

A mí me parece relativamente irrelevante que algún que otro socialista abuse de su cargo. Con ser eso poco ejemplar, lo más peligroso para todos es esa tontuna política que puede, en su obstinación, poner al país en un estado de ira permanente que abra de nuevo las puertas a aquellos moralistas, frailes del río revuelto al acecho de carnaza que salvar. Elegiré el infierno si llega el caso.

Si deducimos de lo que conocemos, el infierno es un lugar (mundano o trasmundano) en el que se cumple una moral cívica sin temor de nada: al contrario, se trata de una moral libre que nace de la conciencia libre y se articula en el trabajo democrático. Una moral insumisa y diversa, que atiende a la llamada de una racionalidad no patológica, abierta a la sensualidad: el infierno es ese lugar al que deben ir a negociar los sindicatos y el Gobierno, alejados del ruido mundano en el que priva un cierto rebrote de la moralina, un acusado sectarismo, una irracionalidad algo tediosa de corte antidemocrático. En el infierno se podrían discutir con amplia libertad temas tan apasionantes como: técnicas avanzadas de pronóstico de la inflación, posibilidad de políticas económicas alternativas que no afecten a las variables básicas de la creación de empleo, función de los sindicatos y función del Gobierno, estrategias de profundización democrática, etcétera. Cosas infernales, quiero decir.

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