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Prohibido hablar con el conductor

La experiencia italiana confirma plenamente lo que escribía en EL PAÍS del 18 de diciembre. Javier Pradera. La cuestión del sindicato es también candente en nuestro país. Tras un período en el que los sindicatos italianos fueron una fuerza sociopolítica protagonista, período que corresponde más o menos a los años sesenta y setenta, su derrota en la década de los ochenta se está convirtiendo en un grave problema de nuestra democracia. Y tanto la esfera política como los poderes económicos se preguntan hasta qué punto esta debilidad les beneficia y hasta qué punto deja un vacío que acaso pueda llenarse de peligros.Los problemas son dos. Atañe el primero al sentido de una democracia moderna: en todas partes nos hallamos frente a la paradoja de que, por un lado, se teoriza sobre una sociedad compleja, con su articulación exagerada y sus decisivas diversidades -por retomar algunos temas luhmanianos-, y por otro lado, la política (en Italia la gente utiliza ya un término despectivo, el palacio) tiende a reducir al máximo las expresiones de esta articulación. Los partidos de mayoría relativa no sólo creen encerrar en su seno todas las verdades; -por así decirlo de la sociedad que gobiernan, sino que afirman que la multiplicidad de decisiones que hay que tomar, de los intereses que hay que tener en cuenta y de las compatibilidades internacionales es tan enorme que el ciudadano, o el pequeño partido, o incluso una fuerza grande pero que "piense como oposición", no están en condiciones de concebirlos en su totalidad, y es preciso, por tanto, centralizar el poder del Gobierno, recortar las instituciones y simplificar los procesos de decisión. A 200 años de la Revolución Francesa, el concepto de representación, del que habían nacido los partidos, está cediendo. Los partidos ya no responden ante sus representados, eliminan las formas políticas menores y en las elecciones piden explícita mente no ya un mandato, sino un consenso, que sirve para medir la fuerza de cada cual en el Gobierno; en Italia, concreta mente, la de la Democracia Cristiana y, el Partido Socialista, que con este fin tiende a conquistar cada vez más votos a costa del electorado comunista, aunque su crecimiento sea más lento que en otras partes.

En la medida en que los tres sindicatos, en especial en el período de la concertación (y en ciertos sectores, como el metal, de su unidad), eran un interlocutor insoslayable en las opciones de política económica, ningún partido en el Gobierno les tuvo demasiado cariño. Cuando el Partido Comunista Italiano (PCI) formó parte de la mayoría gobernante, desde 1976 hasta 1979, pidió, como los otros, al sindicato que aceptara la austeridad, disminuyera sus reivindicaciones y diera prioridad a las compatibilidades de empresa. En 1985, por último, el Gobierno -con una insólita intervención en una controversia entre las partes sociales- impuso por decreto el final de la escala móvil, el mecanismo que en cierto sentido adecuaba los salarios al coste de la vida. El PCI provocó un referéndum y lo perdió aparatosamente, dejando destrozados a los sindicatos. Un error se sumó a otro, y la reconversión modificó todo el paisaje industrial italiano, sellando el final de las grandes fábricas, informatizando gran parte de los procesos y dando la prioridad al capital financiero (con lo que los Agnelli, De Benedetti y Gardini andan a la conquista de empresas extranjeras).

El sindicato ha perdido peso, afiliados y capacidad contractual. Los movimientos, también. Y poco a poco, en un escenario dominado sólo por dos gran les interlocutores -los poderes del Gobierno y los poderes de la patronal-, el referente de todos los partidos no es ya la sociedad, sino su capacidad para incidir desde el Gobierno en el caso del PCI, gracias a la fuerza que posee en el Parlamento- sobre la línea del Gobierno, o una parte de ésta, frente al capital, o una parte de éste. Aunque se hable mucho de sociedad civil, ésta ha hecho mutis por el foro y la escena ha perdido su clásica dualidad: gobernantes / gobernados y fuerza del capital / fuerza del trabajo. La izquierda, que se había dividido en torno al tema de como representar mejor a las fuerzas del trabajo, si a través de un reformismo muy gradual o mediante un desplazamiento de los poderes más o menos revolucionarios, está relegando, con la idea de la revolución, también la del reformismo. Hasta en sus más blandas expresiones (bienes y servicios de interés público que han de gestoniarse públicamente, formas del welfare).

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Es pronto para pronosticar el destino de esta tendencia, pero o hace ya unos años que se notan sus efectos en el campo sindical. A partir del empleo público, la pérdida de representatividad de los sindicatos ha originado formas sindicales nacidas de la base y muy compactas y gremiales, los cobas (comités de base). Éstos están en condiciones de bloquear los servicios públicos, y aunque el establishment político haya votado enérgicas leyes antihuelga, no resultan muy eficaces con unos cobas lo suficientemente fuertes, que identifican muy concretamente sus objetivos y están dispuestos a movilizarse; no se puede despedir de golpe a todos los maquinistas del ferrocarril, ni mucho menos fusilarlos. Y si alguien pretendiera escarmentar con unos despidos ejemplares, toda la categoría se transformaría de golpe en cobas.

El pasado año, toda la enseñanza, salvo la universitaria, estuvo bloqueada durante los dos últimos meses y los estudiantes no tuvieron sus notas finales. Se puede sermonear todo lo que se quiera sobre la inmoralidad y el gremialismo de la actuación de los cobas; en su base hay una protesta, en general salarial, real y simple, y el Gobierno debe, tras dos meses de pérdidas, pactar con ellos. A menos que se recurra a un estado de excepción, o similar. Las empresas reconvertidas están pasando por una experiencia no muy distinta: tienen menos personal, pero el que queda posee instrumentos más poderosos para paralizarlas. Y aunque los empresarios tiendan a acudir, al margen del convenio sectorial, a pactos individuales sobre la paga para atraerse al empleado y separarle de los otros, hay ciertos límites que no pueden sobrepasar.

Y empezamos a echar de menos unos sindicatos fuertes: una Confederación General Italiana del Trabajo (CGIL), una Confederación Italiana de Sindicatos de Trabajadores (CISL) y una Unión Italiana de Trabajadores (UIL) fuertes. Cuando eran fuertes, las negociaciones eran vinculantes; ahora no lo son. Parece evidente que ha sido un error creer que convenía eliminar de la sociedad compleja las representaciones de los trabajadores. Las complejidades, las diferencias de necesidades, se consolidan y pueden incluso tomar venganza. Pensar una democracia articulada y garantizar la posibilidad del conflicto no sólo responde a una elemental exigencia moral, sin la cual la palabra democracia carece de sentido, sino que es también la única posibilidad de fijar unas reglas de juego claras y vinculantes. Esto deberían tenerlo muy claro los demócratas, que se indignan, con razón, cuando los países del Este prohíben los sindicatos, pero consideran que, en cuanto un partido democrático y más o menos de izquierda está en el Gobierno, el conflicto social ha de darse por terminado. Y que, como en los autobuses, "se prohíbe hablar con el conductor".

Traducción: Esther Benítez.

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