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La hora de las lentejas

Desde 1976 hasta nuestros días, todas las puertas con las que los dirigentes del PSOE habían tropezado en su camino, o bien les fueron abiertas desde dentro o bien giraron sobre sus goznes al primer empujón dado casi sin esfuerzo. Sería injusto, por supuesto, negar a los líderes socialistas destreza, vocación y tesón en el cultivo de su oficio o restar méritos a su fulgurante carrera política. Sin embargo, tal vez esa marcha triunfal hacia el poder les hiciera creer que sus biografías personales estaban protegidas por la fortuna o llevaban inscritas en el código genético la imposibilidad de equivocarse en política.Al darse de bruces con la opaca resistencia de sus materiales, la puerta cerrada del 14-D ha desvanecido el ensueño de los endiosados líderes socialistas. La huelga general dio un paso de gigante hacia la victoria desde el momento en que el PSOE perdió la batalla de la opinión pública en su debate con los sindicatos. Cargados de razón, sordos a las críticas y propensos a sustituir los argumentos teóricos por las descalificaciones de los adversarios, los socialistas lograron en pocos días la triste hazaña de transformar en nítidas las borrosas fronteras de una lucha incierta, concitando en su contra a muy diversos sectores de la sociedad española movidos por muy diversos motivos.

Sin duda, el fracaso de la convocatoria habría sido interpretado por el Gobierno como la prueba del nueve de la artificial implantación sindical en la vida española. A nadie puede extrañar, por consiguiente, que las centrales esgriman con euforia el impresionante éxito de la huelga como señal inconfundible de su representatividad. Dicho sea de paso, el debate en torno al papel de los sindicatos no se circunscribe a nuestras fronteras sino que se extiende a ese ámbito europeo al que España pertenece y en cuyo seno tendrá forzosamente que dirimirse. En cualquier caso, sería una broma macabra tratar de aliviar la crisis actual de las centrales españolas con medidas orientadas a agravar todavía más su debilidad. También los partidos políticos presentan bajos niveles de afiliación, son financiados con fondos públicos y ofrecen síntomas de quiebra como formadores de la opinión y vehículos para la participación ciudadana. Sin embargo, unos y otros continúan siendo piezas básicas del entramado institucional de una democracia; sólo las dictaduras creen que los Parlamentos, los partidos y los sindicatos son trastos viejos o artefactos disfuncionales para el desarrollo económico.

No es fácil gobernar en democracia. Para conseguirlo es preciso aprender a conocer dónde están los límites del poder y los muros de carga del Estado de derecho. Las reglas del juego democrático reducen considerablemente el espacio de maniobra del Ejecutivo, someten a control parlamentario y judicial sus decisiones, le hacen blanco de las críticas de la Prensa y le obligan a negociar con fuerzas sociales muy diversas. A diferencia de tantos conversos que se alegraron obscenamente el miércoles de una huelga general a la que hubieran combatido policialmente bajo el franquismo, los socialistas hoy en el Gobierno han peleado por la implantación del actual sistema democrático. No debería ser necesario, en consecuencia, recordarles las implicaciones prácticas contenidas en los supuestos básicos de sus valores. Sin embargo, las actitudes de los dirigentes del PSOE antes del 14-D dieron fundamento p ira pensar que el aislamiento de poder les estaba haciendo olvidar las primeras letras del abecedario de la política democática.

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Si la desproporcionada respuesta del Gobierno a la desproporcionada convocatoria de la huelga general resultó decepcionante, la reacción de Felipe González ante el éxito del paro masivo del 14-D ha mostrado, en cambio, que el secretario general del PSOE conserva íntegra su capacidad para hacer política. Por el contrario, la rígida réplica dada por los dirigentes de UGT y CC OO a las ofertas de negociación del presidente ( el Gobierno (conminándole a domerse hasta la última de las lentejas servidas en cinco platos diferentes o a dejarlas sobre el mantel) haría recaer sobre las centrales, caso de mantenerse, las acusaciones de arrogancia y prepotencia dirigidas previamente contra el Ejecutivo. Ese desencuentro entre los sindicalos (con sus ocho millones de huelguistas) y el Gobierno (con sus ocho millones de votantes) cerraría el camino a la concertación forzaría la disolución de las Cortes y haría inevitable la guerra fratricida dentro de la izluierda. Si el presidente del Gobierno ha probado que sabe perder, los líderes de las centra,es deben ahora demostrar que saben ganar.

La perspectiva de un crecimiento de la economía española con tasas superiores al 5% es una meta deseable en sí misma. Ahora bien, la decisión de subordinar a ese fin el arraigamiento o incluso la supervivencia de cualesquiera otros valores (políticos, morales o sociales) constituye una obcecación típica de los técnicos que usurpan las competencias de los políticos. Si los sindicatos rechazasen los objetivos unilateralmente dictados por el Gobierno, no sólo quedaría seriamente deteriorada la posibilidad de alcanzar esas metas macroeconómicas sino que, además, el esfuerzo por instrumentar coercitivamente su logro tendría efectos devastadores sobre el tejido democrático de una sociedad tan poco acostumbrada como la española a asumir responsabilidades, adoptar decisiones y estructurarse en grupos intermedios. Desde ese punto de vista, un crecimiento menor, pero concertado, sería preferible a un desarrollo con objetivos cuantitativos más ambiciosos, pero impuesto desde la Administración con talante autoritario. Nadie duda tampoco de que la tarea de reducir el desempleo juvenil deba prevalecer sobre los reflejos corporativistas de los trabajadores con empleo. Ahora bien, parece improbable que el Ministerio de Trabajo sea el tabernáculo donde los dioses hayan depositado la fórmula mágica para conseguir el milagro de imponer al mercado laboral -sin traumas, conflictos y efectos perversos- la entrada de cientos de miles de asalariados al margen de los conveníos y sin protección sindical.

No es cierto que la democracia exija como condición de posibilidad altos niveles de vida y elevadas tasas de crecimiento. Para utilizar la terminología orteguiana, el sugestivo proyecto de vida en común de un país libre no debería consistir en la compulsiva obsesión del crecimiento por el crecimiento sino en la articulación de la sociedad según valores democráticos, reglas de equidad, espíritu de solidaridad y voluntad de tolerancia. Los materiales de la nueva frontera no son únicamente cifras, sino también, y sobre todo, impulsos morales, animadores tanto de políticas redistribuidoras, de solidaridad con los parados y de reforzamiento de los servicios públicos como de lucha contra la corrupción en la Administración, el despilfarro de los dineros públicos y el mal trato dado a los ciudadanos por unos gobernantes a los que ellos mismos han elegido.

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