El volcán
Al parecer nadie sabía que debajo de tanta dicha estaba hirviendo la olla del diablo. Nos habían asegurado que éramos felices. En este país la gente guapa zampaba, diseñaba, fornicaba, especulaba, cabalgaba el BMW, se apareaba con duquesas en un terraplén mientras por el cielo pasaban bandadas de patos con la tripa llena de dólares baratos y de todas partes se oían los disparos de una salvaje cacería, pero los desparramados billetes sólo llovían en la vertical de los bancos. Tumbados en la moqueta del salón, en los palacetes o chalés adosados, los senadores, banqueros, diputados, profesionales y empresarios jugaban con un tren eléctrico, mataban marcianos con ordenador, cuadraban los beneficios derramando dígitos por la pernera y luego con Impudor japonés se daban un baño de burbujas con una amante perfumada que también tenía un master de economía. Había tres filas de coches aparcados frente a las pastelerías, salas de masajes e iglesias donde se celebraba la vigilia de la Inmaculada. Media España olía a Nina Ricci y la otra media a pimiento. Nadie sabía que debajo de tanta dicha estaba hirviendo la olla del diablo. Nadie nos había dicho que existían los obreros. Y de pronto, en el horizonte de esta fiesta, de forma inesperada, el viejo volcán dormido comenzó a humear. La huelga general que se avecina posee la sugestión de cualquier fenómeno de la naturaleza. Es gratuita, excitante, necesaria, estúpida e inevitable. Puede liberarnos, destruirnos, purificarnos o transformar nuestro destino como un seísmo cambia a veces el curso de los ríos, aunque también es posible que nada de esto suceda: que todo quede en un aviso del próximo fuego. Ahora mismo, en la mitad del banquete de las plusvalías está humeando el volcán y bajo su nube de ceniza los españoles van a echar los naipes en una apuesta a cara de perro. Saltar o no saltar por los aires: el futuro no carece de belleza. Todo ganado y todo perdido. La huelga general es una forma de estar vivo, de ser absurdo y creativo.
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