Una reflexión sobre la fiscalidad de la familia
La sentencia del Tribunal Constitucional sobre la tributación de las rentas familiares ha puesto de manifiesto, según el autor, el conflicto de objetivos que subyace tras esta cuestión. El problema no es sencillo, y habrá que modificar de inmediato nuestra legislación para adaptarse a las actuales circunstancias.
El tratamiento fiscal de la familia es un problema complejo, aquí y en todas partes. Un problema sobre el que difícilmente puede proponerse una solución claramente superior a las demás, desde los puntos de vista de la equidad tributaria, de la eficacia económica y de la igualdad ante la ley. Un problema en el que se plantean .demasiados objetivos simultáneos, todos ellos razonables, pero que son desgraciadamente incompatibles.Este es uno de los problemas que más claramente pone de manifiesto cómo el ser social determina las conciencias o, en otras palabras, cómo los intereses condicionan las opiniones particulares sobre problemas generales que nos afectan individualmente. Para que nadie se llame a engaño, sepa el lector que mi unidad familiar se vería muy favorecida por un mecanismo de tributación separado de los cónyuges.
Vaya también por delante mi convencimiento de que todos los problemas que se puedan plantear son secundarios frente al respeto de la interpretación que el Tribunal Constitucional dé a los derechos fundamentales recogidos en nuestra Constitución.
Antes de entrar en el problema de fondo, es preciso reconocer la sensatez de la reciente sentencia del Tribunal Constitucional (que sólo afecta al recurrente) y la falta de reflejos del legislador para modificar la norma y adaptarla, no sé si a la Constitución, pero desde luego al sentido común.
El recurrente contrajo matrimonio el 27 de diciembre de 1980 y la legislación en vigor desde 1979 le exigió presentar declaración conjunta por todo el año, porque el impuesto se considera devengado según la situación personal a 31 de diciembre.
Puesto que, con un impuesto progresivo, la tributación conjunta de dos rentas es mayor que la suma de las tributaciones de cada una de ellas por separado, el contribuyente en cuestión soporta una carga fiscal que no se corresponde con su situación real, puesto que sólo constituyó unidad familiar durante una parte muy pequeña del año.
El razonamiento vale para tres días, para seis días o para seis meses. En consecuencia, habrá que modificar de inmediato nuestra legislación para que la tributación conjunta se aplique, mientras subsista, exclusivamente al tiempo de existencia de la unidad familiar, cualquiera que sea el momento de su constitución durante el año. Lamento no haber propuesto oportunamente esta modificación y me alegro de que existan mecanismos por los que los ciudadanos, aunque lenta y trabajosamente, puedan instar a que se modifiquen nuestras leyes para hacerlas más justas, aunque sea al coste de hacerlas, quizá, más complejas.
Pero este no es el problema de fondo, como el Tribunal pone de manifiesto, al autoplantearse la constitucionalidad del sistema fiscal de las familias en base al principio de igualdad entre las uniones de hecho y de derecho.
Y aquí entramos en consideraciones muy complejas en las que, cualquiera que sea la solución que se adopte, sacrificaremos unos valores a otros. Por ello, habíamos introducido en nuestras normas tributarias, desde 1985, mecanismos (la famosa deducción variable) que trataban de buscar un equilibrio entre los distintos objetivos en presencia.
Casi todos aceptaríamos como razonable que casarse o divorciarse, mantener relaciones afectivas y de convivencia estable dentro o fuera del Código Civil, debería responder a otras motivaciones que las tributarias.
Muchos estaríamos también de acuerdo en reconocer que dos personas bajo un mismo techo ahorran gastos y, por tanto, tienen mayor capacidad económica que dos personas con la misma renta viviendo separadas. Más difícil sería ponernos de acuerdo en valorar la cuantía de este ahorro generado por la convivencia.
También muchos opinaríamos que, entre dos unidades familiares de idéntica composición e igual renta, tiene un mayor grado de bienestar aquella que la obtiene con el trabajo de uno solo de sus miembros, porque dispone de mayor trabajo doméstico y porque incurre en menos costes para obtenerla.
Y, por razones de eficacia económica, otros muchos pensaríamos que el incentivo a trabajar de una persona no debería verse condicionado por la renta de los miembros de su familia. Lo cual es contradictorio con considerar la renta conjunta de una familia como base imponible de un impuesto progresivo, porque entonces el tipo marginal al que se grava el trabajo de un cónyuge empieza donde acaba el del otro.
El problema no es sencillo. Cuando nuestra Constitución establece que "todos" contribuirán a las cargas generales a través de un sistema tributario justo, progresivo y no confiscatorio, en función de su capacidad económica, ¿se refiere a los individuos o a las agrupaciones de individuos en unidades básicas de convivencia? Afortunadamente, nuestra Constitución tiene un intérprete de quien hay que esperar la respuesta, pero parece lógico pensar que definir quiénes son todos debiera hacerse en función de lo que se entienda por capacidad económica y las posibilidades de medirla eficientemente.
Discriminaciones
Para analizar las posibles discriminaciones que se derivan del tratamiento fiscal de la familia, no basta con comparar a una familia de derecho con otra equivalente constituida de hecho. Intentar resolver únicamente esta comparación conduce naturalmente a la tributación separada. Pero esto puede generar situaciones desiguales, también importantes, con otros contribuyentes comparables. Para analizar el problema en toda su extensión es necesario comparar como mínimo tres situaciones:
1. Una familia con dos perceptores frente a dos solteros equivalentes.
2. Una familia con dos perceptores frente a otra con un solo perceptor de la misma renta global.
3. Una unidad familiar de derecho frente a otra equivalente de hecho.
Un tratamiento fiscal que quiera tener en cuenta el ahorro que la convivencia genera (y, por tanto, la mayor capacidad económica a un mismo nivel de renta) debería gravar más a un matrimonio con dos perceptores que a estos dos mismos perceptores considerados separadamente.
Esta mayor carga resultante de la comparación entre un matrimonio con dos perceptores y dos solteros equivalentes puede ser desagradable, pero no necesariamente injusta si se corresponde con la existencia de una mayor capacidad económica generada por la convivencia. El problema es medir la mayor capacidad y compararla con el incremento de impuestos producido por la progresividad tarifaria.
Pero esta mayor capacidad económica generada por la convivencia se produce también en una unión de hecho, que no tributa conjuntamente. Es, por tanto, injusto que no se grave igualmente. Pero si queremos acabar con esta discriminación permitiendo la tributación separada de los miembros de una familia jurídicamente constituida, estamos renunciando a gravar el incremento de capacidad económica generada por la convivencia y favoreciendo fiscalmente a los casados frente a los solteros.
Podría parecer que una solución justa sería someter a tributación conjunta tanto las uniones de hecho como las de derecho. Gravaríamos así, en todos los casos, las economías de escala generadas por la convivencia. Acabaríamos con una discriminación sin crear otras. Pero por sus dificultades prácticas no parece que este sea un camino realista para igualar fiscalmente a las familias de hecho con las de derecho. Aunque, si mis noticias son ciertas, la reciente ley del Impuesto francés de Solidaridad sobre las Grandes Fortunas grava conjuntamente los patrimonios de todas las uniones de convivencia entre individuos, cualquiera que sea su status jurídico.
La comparación entre dos familias de igual renta global, pero con uno o varios perceptores plantea también problemas de equidad. El trabajo de varios miembros de una unidad familiar para conseguir un cierto nivel de renta global implica mayores costes directos o indirectos. Debiera, por tanto, tributar menos que una familia de igual renta un solo perceptor. El problema es determinar cuánto menos. Pero si el beneficio fiscal que se deriva de la tributación separada es notablemente mayor que la deseconomía que se trata de compensar (y tenderá a serlo en estratos de renta altos con un tarifa progresiva como la nuestra), una familia de un solo perceptor podría pagar unos impuestos injustificadamente más altos que una familia de dos perceptores y la misma renta total.
Las circunstancias sociales
Este conflicto de objetivos siempre ha existido. La gravedad con la que se manifiesta crece con la progresividad del impuesto, con la viabilidad social de formas de convivencia estables distintas de matrimonio legal y con la participación laboral de la mujer.
Si la cohabitación estuviera dificultada desde un punto de vista legal, o fuera de escasa aceptación desde un punto de vista social, existirían menos críticas a un sistema fiscal basado en la acumulación de rentas. Pero, cada día más, la relativa facilidad, tanto legal como social con la que hoy puede formarse una familia fuera del vínculo matrimonial hace más evidentes la diferencias de fiscalidad entre las uniones de hecho y de derecho.
Si sólo hubiera un trabajador por unidad familiar el problema tampoco existiría. Pero esta situación, que caracterizó el pasado, está cambiando de forma muy rápida. A pesar de la reducción del empleo producida por la crisis económica, la participación laboral de la mujer casada ha crecido de forma espectacular en nuestro país. Al mismo tiempo, el número de matrimonios decrece regularmente. Quizá no sea ajeno a ello el hecho de que el tipo marginal de imposición con el que una mujer entra en el mercado de trabajo no dependa de su salario, sino del de su marido
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