Tertulia junto al Tormes
Cuando llegamos a Salamanca, al atardecer, del río caudaloso otoñal se levantaba el rumor de la presa cabe el puente romano, vacío de tráfico y viandantes. Vinimos, un fuerte núcleo por cada parte de británicos y españoles, para dialogar en libertad en el seno de una tertulia de ámbito discreto, sin publicidad. Parecidos ensayos bilaterales se hacen en el mundo democrático europeo desde que terminó la II Guerra Mundial. La conversación es una de las formas civilizadas que puede conducir al entendimiento entre los hombres y al examen prolijo de problemas sin concesiones al eco de la opinión. Nuestro elenco se repartió en tres grupos: el político, el económico y el cultural, aunque había entera libertad para todos de integrarse en cualquier debate, sin rígidas pertenencias a cada sector.Fue interesante escuchar los puntos de vista de los prohombres británicos en temas tan esenciales como el alcance total de la integración comunitaria del 92, el porvenir militar de la OTAN, las perspectivas del intercambio comercial y tecnológico entre los dos países y el horizonte cultural mutuo de los años venideros. Los hombres y mujeres del Reino Unido presentes formaban un repertorio de alto nivel que ofrecía un muestrario de juicios y análisis variados y en ocasiones contrapuestos. El sistema democrático comporta siempre la existencia de pluralidades diferentes y divergentes. Aunque en el resumen final se adivinaba un largo consenso de aspectos coincidentes.
"La noche nos llegaba conversando", como se dice en el campamento del Julio César de Shakespeare, y la mañana limpia del siguiente día nos incitaba de nuevo al diálogo. Fue un ejemplo de cómo las palabras vuelan pero los pensamientos quedan. Y que éstos pueden ser recogidos, examinados y desarrollados más tarde para hacerlos sonar como realistas, verosímiles y asimilables. Las dos grandes monarquías del Occidente democrático europeo han sabido tender entre Londres y Madrid los hilos de un acercamiento de los dos países a varios niveles, capaz de mostrar en su conjunto un protagonismo envidiable dentro y fuera del tono de la propia comunidad de los doce. Una lista de apellidos resonantes esmaltaba en el lado de nuestros huéspedes la continuidad del establishment del Reino Unido: Jellicoe, Montgomery, Russell, Alexander, Henderson, Toynbee, Owen, Mount, lord Douro, Spender, Murdoch, Isaacs, David Lea, lady Blackstone, lady FretweIl, entre otros. Lord Hugh Thomas, el relevante historiador, apacentaba y regía el apretado programa con precisión y flexibilidad.
Se analizó -y hubiera sido imposible soslayarlo- el único disenso que en las relaciones bilaterales anglo-hispanas existe hoy día. Y quizá fue éste el debate más sustancioso y sereno de todos, tanto por el talante y relieve de los expositores del tema, visto desde ambos lados, como por la sinceridad sin reticencias que se manifestó a lo largo de él. Se discutieron en algún momento diversos vocablos y su significación, pero como escribiera Chesterton hace muchos años: "¿Y qué hay de malo en discutir el contenido de las palabras? Si los vocablos no sirven para ser analizados, entonces ¿cuál es su valor? ¿Por qué si no se insiste en usar éste en vez de aquel otro?".
El marco que servía de foro a estos encuentros era el soberbiamente restaurado colegio del Cardenal Fonseca, al que en más tiempos de estudiante salmantino llamábamos los irlandeses. Desde allí, asomados al balcón, en los entreactos, comentábamos el inmenso poderío que tuvo la compañía ignaciana al levantar la interminabe clerecía, monumental conjunto de edificios, galerías y patios, triunfo arquitectónico de la grandiosidad y del genio churrigueresco.
Fue el impacto mágico de la ciudad sobre sus visitantes foráneos lo que facilitó en gran medida la notable e inmediata confraternidad de los diálogos. El callejeo de los visitantes entre las fachadas platerescas, bajo los medallones, rozando Ios torreones con su talla airosa de la piedra dorada y rojiza, retrasaba el rigor establecido para los horarios de las sesiones.
¡Bendita impuntualidad la que proceda del goce estético! La visita a la universidad resultó imposible de terminar por el afán de contemplarlo todo: la escalera rebosante de figuras de simbolismo trascendente, la soberbia biblioteca y la antigua capilla, sin olvidar el cenotafio de fray Luis, que alumbró en estas aulas el castellano que usamos hoy. Un angloamericano me preguntó por la sequioa gigante que se asoma por encima de los bordes del patio a mirar la catedral, a lo que respondí que un antecesor mío en la Embajada española en los recién nacidos Estados de la Unión, el ministro Onís, la hizo llegar a esta universidad para que hiciera pareja vegetal con la espadaña campanera. ¿Y qué decir de la rápida incursión de nuestros huéspedes en las con-catedrales, en las que se uncen en un sólo conjunto el románico francés, el gótico esplendoroso de los Hontañones y el vuelo esbelto e inverosímil de la cúpula? Un viejo y admirable poeta británico, sir Stephen Spender, nos leyó un breve poema como despedida de las jornadas. Me aseguró que raras veces había sentido tan profunda emoción como al deambular en el interior de esos monumentos que hablan en piedra del contenido de una cultura secular común. Así fueron las jornadas del primer encuentro hispano-británico de Salamanca, que tendrá, probablemente, un seguimiento en el año próximo en el Reino Unido.
Me preguntaron algunos de los visitantes si se podía llegar al campo de batalla de Salamanca que en España llamamos de los Arapiles, y les indiqué que se encuentra a varios kilómetros al sureste de la ciudad. Fue, como es sabido, un combate inesperado, repentino, en el que ninguno de los contendientes suponía su alcance tremendo y decisivo. El general francés Foy escribió de los Arapiles: "Esta es la batalla mejor dirigida, la de mayor importancia en resultados de las que riñó WeIlington hasta la fecha. Su reputación está llegando al nivel de Malborough". Ello ocurrió en julio de 1812. Todavía la batalla de Vitoria estaba lejos y más distante aún el triunfo de Waterloo.
La bella e histórica plaza Mayor salmantina luce desde hace años una admirable silueta de WeIlington, debida al escultor Maldonado, en uno de los medallones que circundan el arquerío. Se contempla el gesto de águila del jefe militar de la alianza hispano-británica que defendió durante años la independencia española frente a las ambiciones anexionistas de Bonaparte. Fue aquélla la última alianza militar de España de nuestra historia pasada. Después de 1815 volvimos a nuestro encierro y todo se nos volvió desgarramiento interno y feroces luchas civiles entre nosotros mismos.
La tertulia hispano-británica se repetirá el año próximo en alguna ciudad del Reino Unido -quizá en las prodigiosas termas de Bath- para continuar el diálogo abierto en las orillas del Tormes.
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