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Tribuna
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Un corazón creciente

El matrimonio Preysler-Boyer equivale, para buena parte de la sociedad española de hoy, a las uniones monárquicas que borraban fronteras y mezclaban estilos. Al unirse Preysler y Boyer, algo pasó, por ejemplo, sintomáticamente, en el periodismo. Algo les pasó, sobre todo, a las revistas. Las revistas del corazón se ocuparon del tema largamente, como cabía esperar, pero no sólo las revistas del corazón. Todas las revistas. Algunas se ocuparon primero tímidamente, como quien está acostumbrado a ir en bicicleta y le da miedo la supermoto recién estrenada. Pero, una vez probado el viento fuerte de los mitos baratos, por qué bajarse de la moto. Por tanto, ya ninguna revista dejó de ocuparse de ese tema ni de ningún otro tema parecido. Y casi todas empezaron a hacerlo de la misma manera -con las mismas técnicas que la prensa del corazón. Da la sensación, incluso, de que Preysler y Boyer tuvieron que casarse para que el periodismo español (en tanto terraza social) se atreviera a realizar un deseo incontenible.A nadie se le ocurriría, desde luego, la insensatez de reflotar aquellas excelentes revistas ideológicas de otra época (Triunfo, Por Favor, Cuademos para el Diálogo, El Viejo Topo). Aquella franja de periodismo crítico ha sido reemplazada por papeles satinados, bien diseñados e ilustrados (mucho jardín, mucho arquitecto), más o menos seductores y más o menos huecos. Esto ya lo tenemos asumido.

Pero, superada la enfermedad infantil de la crítica ideológica, era lógico esperar al menos que sucediera algo equivalente a lo que sucede en tantos otros países: semanarios y mensuarios que desbrozan limpiamente circuitos distintos de lectores (porno, corazón, sangre, información, análisis). En España, en cambio, progresivamente, las fronteras se borran. Y como el periodismo es una artesanía, y no un arte, la mezcla de géneros y la confusión de. técnicas produce monstruos, no vanguardias.

Aquella ley del oficio que requería 10 folios de informe detrás de cada línea de reportaje (y que periodismos de otros parajes siguen respetando) parece, para muchos, absolutamente demodée (o desconocida). En esta confusión creciente, a partir de un rumor no más largo que una línea se montan páginas enteras, portadas feroces, anuncios irresistibles. Igual que las revistas del corazón. A los redactores del corazón -es su oficio- les basta saber que Fulanito comió un helado con Menganita para pergeñar un reportaje que insinúe (o anuncie directamente: depende de sobrentendidos y acuerdos) una boda. Ahora, borradas las fronteras, casi todo el periodismo procede de la misma manera.

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Una de las consecuencias consiste en que el lector termina por reaccionar del mismo modo que en las peluquerías de señoras: se anuncian tantas bodas, se producen tantas otras, que ya nadie cree nada. Nada tiene ninguna incidencia real sobre nada. Todo rueda cómodamente por parejos códigos de ficción, y el interés es reemplazado por una curiosidad que picotea aquí y allá como una gallina boba.

Las ventas millonarias son, en este sentido, especialmente equívocas. Lo que funciona y determina es la fórmula aplicada -fórmulas del corazón-, y no el contenido (o, mejor dicho, la referencia supuestamente seria). Por eso, temas supuestamente importantes parecen, a las dos semanas, más viejos que la boda de Grace Kelly.

Pero las fórmulas no pertenecen sólo a la prensa del corazón. En esa babel de géneros se recurre también a los tics del periodismo pornográfico y de sucesos. Los temas de la economía, de la política y de la cultura (jardines clásicos del modelo Time) se tiñen de rosa, pero también de rojo sangre y de amarillo. A lo mejor tales mundos tienen intrínsecamente esos colores, pero ésa es otra cuestión. La cuestión profesional sería entonces mostrar todo el rojo sangre, el rosa hipócrita y el amarillo inmoral que hay en la vida política, económica y cultural española, pero no usar (aprovechar subsidiariamente) esos colores para vender.

Harían falta unas cuantas páginas para explicar minuciosamente cómo funciona este nuevo periodismo (tan alejado del de los maestros norteamericanos) tricolor, pero servirán quizá algunas alusiones. Y hay que decir que este fenómeno se verifica también, a su manera, en la radio y en la televisión.

Las revistas del corazón están pobladas de príncipes y de galanes. Las otras también, pero añadiendo a los banqueros. Parece que este verano lo único que les interesaba a los lectores era la marca del bañador de Mario Conde. En las revistas del corazón aparece sólo gente famosa, y siempre la misma gente famosa. En las otras también. En las revistas del corazón aparecen los hijos de los famosos con sus novias. En las otras también. En las revistas pornográficas aparecen (lógicos) desnudos en las portadas. En las otras también. En las revistas de sucesos aparece un escándalo detrás de otro, sin proyectar ningún cono de luz que averigüe nada más allá. Las otras también encadenan escándalos, y uno vale tanto como otro, y ninguno significa nada. El periodismo rosa tuvo un muerto inextinguible: Paquirri. El otro, Escobedo. En el medio, uniéndolos, Preysler y Boyer. Para los periodismos rosa, rojo y amarillo, el resto de la realidad (que es casi toda) no existe. Para el otro (salvo a través de encuestas), tampoco.

Hay más coincidencias. El tono crispado de falsa última hora, la tipograria gigantesca, las franjas chillonas, las repeticiones, las simplificaciones, el efecto Julio Iglesias; Toda una escenografía efectista, pura inflación y brocha gorda, que anula cualquier posible información cierta o cualquier posible comentario certero y que condena tiránicamente el pecado de seriedad (la seriedad, castigada en el trastero de los tabúes, para este periodismo, lo contrario de lo serio no es el humor, sino lo divertido. Un manejo de flojos nudillos que golpean, sin querer de veras golpear, en la testa dura de la indiferencia y la deserción. Y ésta es la otra cara, inesperada, de la apatía contemporánea: en lugar de la indiferencia elegante (indiferencia de diseño), el chismorreo vulgar; en lugar del papel satinado y blanco que nada dice, los papeles chillones que, a fuerza de no parar de gritar, tampoco dicen nada.

Se puede hablar, en fin, de cualquier cosa (incluso de Preysler y de Escobedo, pero no de cualquier manera. Mejor dicho: por qué hablar todos de lo mismo y de la misma manera.

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