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El paro y los jóvenes.

Nada revela tan claramente los límites del actual sistema mundial, su falta de racionalidad, como el escándalo del hundimiento del nivel de vida en los países periféricos, mientras los países centrales llevan varios años ya de crecimiento económico sostenido, hasta el punto de que se habla a menudo de salida de la crisis. Pero, en estos países centrales, a su vez, nada revela tan claramente la irracionalidad del sistema como la escandalosa realidad del paro.Hablar en particular del paro juvenil como tragedia social implica ya cierto reconocimiento de impotencia: supone aceptar que las tragedias de las vidas quebradas por la jubilación anticipada (en el menor de los casos) o por la caída en el paro indefinido (y sin horizontes de salida) de personas de 40 a 50 años es algo casi irremediable, algo que debe aceptarse con fatalidad resignada, como una catástrofe natural. Y supone olvidar que desde que la crisis estalló se ha visto sacrificada una generación intermedia, hoy ya en los 30 años, que en muchos casos ha fracasado en la búsqueda de un primer empleo, y en la que ya no se piensa cuando se habla de paro juvenil.

Pero sin duda el paro juvenil nos afecta más inmediatamente. En parte por idealismo, porque vemos en los jóvenes de hoy el futuro (un futuro en el que volvemos a creer según se alejan las amenazas de guerra y la economía crece de nuevo) y no podemos aceptar su marginación. Y en parte por razones más interesadas, casi cínicas: vemos en el paro de los jóvenes una amenaza de delincuencia y descomposición social, y creemos que dándoles trabajo habría menos marginalidad, menos drogodependencia, mayor seguridad ciudadana, que son temas centrales de preocupación para las generaciones asentadas.

En cualquier caso, la mitad de los parados españoles son jóvenes, y esto explica la prioridad del paro juvenil en el discurso del Gobierno y de los sindicatos. Y explica también seguramente las pasiones desatadas por el actual proyecto de plan de empleo juvenil impulsado por el Gobierno.. Pero aun así se diría que esta!; pasiones están superando los límites no ya de lo racional, sino de lo simplemente tolerable en una discusión política (sobre políticas concretas) entre personas civilizadas. Prescindamos de pérdidas del autocontrol que han Hevado a algún destacado sindicalista a hablar de esclavismo. Vayamos a las acusaciones centrales: el plan estaría al servicio del gran capital, pues sólo buscaría ofrecerle nueva mano de obra barata contratada en condiciones de precariedad.

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Mano de obra barata porque cobra poco y al capital le cuesta menos, ya que su contratación está subsidiada por el Estado. Habría que hacerse ante todo una pregunta: ¿cuántos jóvenes preferirían acogerse al seguro de desempleo en vez de trabajar (aunque sea por un período limitado), con las posibilidades subsiguientes de recibir una formación y una alta probabilidad de mantener el empleo si el rendimiento es satisfactorio? La respuesta es: muy pocos. Pero se puede ir más allá y preguntarnos si alguien se opondría a que el Estado pagase el salario mínimo a los jóvenes que accedieran a cursos de formación profesional mediante concurso. Lógicamente no. ¿Por qué entonces los sindicatos se oponen a la contratación de jóvenes en formación por las empresas?

La explicación más verosímil es que el cobro por los jóvenes del seguro de desempleo, o su participación en cursos de formación, no suponen su entrada en el mercado de trabajo en competición con los que ya tienen empleo. Por eso la baja remuneración es intolerable, por eso se rechaza que el Estado subsidie la contratación: los sindicatos se oponen a una política subsidiada de empleo juvenil por las mismas razones por las que en otros países, y en el pasado, se han opuesto a la contratación de inmigrantes en situaciones de crisis para evitar una competición desleal.

El argumento es que si pueden contratar jóvenes (o inmigrantes magrebíes) baratos, los empresarios no contratarán trabajadores adultos (o del país) a un precio superior. Se trata en suma de aunar una retórica, en la que los jóvenes (o los inmigrantes) siempre tienen cabida, con la defensa objetiva de unos intereses concretos, que son los de las bases del propio sindicato: los trabajadores adultos con empleo. Y con un poco de habilidad bien puede hacerse. En el pasado los sindicatos rechazaban una posible acusación de xenofobia alegando que sólo trataban de impedir la sobreexplotación de los inmigrantes (mucho mejor que los sobreexplotaran o se pudrieran sin trabajo en su país de origen). Y para evitar la competición de las mujeres en el mercado de trabajo (recuérdese el caso de las mineras de Asturias) se ha hablado de trabajos no aptos para mujeres o de la importancia de la mujer para la buena marcha del hogar. Ahora les toca a los jóvenes.

El problema surge, naturalmente, por la confusión ideológica que se pretende crear. Si la objeción sindical contra el plan de empleo juvenil se planteara abiertamente, se podría discutir su propia racionalidad. En primer lugar no es verosímil que los jóvenes vayan a competir con los adultos por puestos de trabajo ya existentes y viables. En este país el despido es caro y algo complicado, y no existen empresarios tan maquiavélicos como para despedir a un trabajador adulto útil y amortizar la inversión de su despido mediante la contratación de jóvenes (en permanente rotación) durante años. El plan sólo afecta a los empleos de nueva creación, y lo que pretende es favorecer el riesgo empresarial en la creación de nuevos puestos. Lógicamente, antes que nada es preciso que el riesgo sea reducido: que estos nuevos puestos sean baratos y no sean ya de antemano definitivos, cosa de gran importancia en un país como éste, en el que el 60% de los contratos temporales acaban convirtiéndose en estables. Y aquí entra en juego la precarización. La objeción sindical parece ser que los empresarios no crearán puestos estables si cuentan con mano de obra en condiciones de precariedad. La hipótesis subyacente es que los empresarios no buscan trabajadores aptos para puestos estables una vez comprobada su rentabilidad, sino sólo trabajadores temporales y baratos. Eso podría ser cierto para épocas de recesión o en ramas con grandes altibajos de mano de obra, pero en los sectores más dinámicos y en una fase de crecimiento sostenido parece más lógico pensar que tratarán (en la medida en que el puesto se haya demostrado rentable) de retener al nuevo trabajador.

En el fondo de toda la cuestión subyace un modelo de economía, la de los años sesenta, que ha marcado la experiencia de toda una generación de dirigentes sindicales: un puesto nuevo sólo es aceptable si está bien remunerado y es estable. Pero en una fase de salida de la crisis tales puestos nuevos sólo pueden aparecer con cuentagotas, mientras que los puestos temporales se irán transformando en estables y bien remunerados según crezca la economía y se clarifique la rentabilidad de las inversiones. Ningún empresario con una buena cartera de pedidos se obsesiona en diseñar posibles estrategias para ahorrar en salarios lo que puede ganar ampliando sus ventas a corto y medio plazo.

Podría estar llegando el momento, en todo caso, de discutir las cuestiones de fondo (la entrada de los jóvenes en un mercado de trabajo que está creciendo) y se dejaran de fomentas los temores de los trabajadores con empleo a la (irracional) maldad de los empresarios. Y, lo que es más importante, debería dejarse de hablar en nombre de los jóvenes sin contar con su voluntad y sus intereses, o debería abandonarse cualquier retórica de solidaridad que no se esté dispuesto a llevar a la práctica de la política cotidiana por temor a una hipotética competición desleal. Hemos dicho siempre que el trabajo es un derecho, no un privilegio. No actuemos en la práctica como si fuera un privilegio de los hombres adultos.

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