El ministro de Asuntos Exteriores de Europa
En el período de entreguerras, y especialmente durante la década inmediatamente anterior al estallido de la II Guerra Mundial, hubo, en la práctica, un único ministro de Asuntos Exteriores en Europa: Anthony Eden, el elegante y distinguido secretario de Estado del Reino Unido. Durante lustros, las opiniones de Eden fueron casi ley para las democracias. Que era peligroso dejar los acontecimientos de Europa y del mundo en sus manos lo demostró el hecho de que, bajo su dirección, la política de apaciguamiento llevó al mundo a la guerra, y a la Sociedad de Naciones, a la que controló tan hábilmente, a la quiebra moral.Hoy en Europa también hay de forma permanente un ministro de Asuntos Exteriores, con la sustancial diferencia de que se turna cada seis meses con uno de sus 11 colegas de la Comunidad Europea. Al contrario de lo que ocurría en los años treinta, la coherencia de la Europa de los noventa hace que este ministro tenga fuerza más por la representatividad que le han concedido los doce al ratificar el Acta única que por mor de su personalidad más o menos acusada. Ello impide, por una parte, que haga demasiadas tonterías, y le confiere, por otra, una tremenda responsabilidad. En 1988, en efecto, la Europa comunitaria ha llegado a una encrucijada política en la que resulta dificil pero urgente escoger el camino: o se decide a ejercer el liderazgo moral que le corresponde por englobar a países que encarnan una fulgurante trayectoria cultural, económica, liberal y democrática, o sigue buscando complicados equilibrios para acomodar intereses, ciertamente legítimos, pero más a ras de tierra.
Los doce llevan tras de sí una considerable carga de tradiciones comunes. Les une un código moral y político, un vocabulario inmediatamente identificable que no hace necesaria la definición de los términos merced a los cuales se entienden. Cuando hablan de democracia saben que hablan de la misma cosa; igual les ocurre cuando se refieren a los derechos humanos, al capitalismo, a la soberanía y al federalismo.
Son términos que inventaron ellos a lo largo de una historia cargada de enfrentamientos, pero en la que dieron al mundo los parámetros por los que se rige su actividad cotidiana. ¿No sería hora, entonces, de que, cuando parecen empezar a ir de consuno en todo lo demás, consiguieran manifestar conjuntamente sus opiniones sobre todo lo que afecta a la política exterior? Es bien cierto que los edificios tardan tiempo en construirse, y no puede negarse que a lo largo de los tres años transcurridos desde que se aprobó el Acta única se ha progresado mucho en su definición y puesta en marcha.
¿Qué le pasa entonces a esta cooperación política que no acaba de arrancar? Probablemente que le faltan dos cosas: por una parte, comprender que no hay política exterior comunitaria sin una política de defensa equiparable; por otra, entender que deben superarse los intereses nacionales, que son los que verdaderamente coartan la adopción de posturas comunes. La CE tiene que hacer política exterior no sólo en lo que están de acuerdo todos, sino también en aquello en que están en desacuerdo; es decir, con las respectivas antipatías. Para ello falta el pequeño detalle de convertir la regla que ahora sólo permite actos decididos por unanimidad en otra que sólo exija mayoría. Pero este cambio es aún una aspiración remota.
La presidencia española
Dentro de muy pocas semanas, España empezará a presidir la CE. En lo que respecta a la política exterior comunitaria, nuestro Gobierno debe probablemente dirimir una cuestión previa: si ser pragmático y posibilista durante su semestre de presidencia, es decir, si buscar el mínimo común denominador de las políticas exteriores acumuladas de todos sus socios, o si, por el contrario, presidir ideológicamente, marcando hitos y opiniones progresivos, idealizando el papel de Europa.
Si se atiende a los mensajes que va deslizando nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores, en el sentido de que es preciso rebajar las expectativas de éxitó durante la presidencia española, parecería que nos inclinamos por el pragmatismo limitador, prefiriendo realizaciones a aspiraciones. Una lástima porque con ello se tiende a rebajar de antemano el listón de los logros y se olvida que el posibilismo no está reñido con la beligerancia ideológica. Tampoco es necesario que cada propuesta española se vea coronada por el éxito fulgurante. Por el contrario, el prestigio que haya obtenido nuestra política exterior desde el ingreso de España en la CE se debe más a su defensa sensata de causas no siempre populares (por ejemplo, la del pueblo palestino) que a la consecución de logros concretos.
La ideología no tiene muy buena prensa últimamente. Tal vez, en vista de ello, convenga recordar que lo que propició la construcción de Europa fue la visión utópica de Churchill y Schumann y Monet hace 40 años, no la de Thatcher y SchIfiter hoy. Y no debe olvidarse que en 1950 las cosas que separaban a los europeos eran mucho más numerosas que las que les unían.
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