La unanimidad ideológica
Los recientes congresos de Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) en Münster y de la Internacional Liberal en Pisa han sido clamorosa expresión del avanzado proceso de convergencia ideológica que está teniendo lugar en la parte central del espectro político de la, sociedades posindustriales; convergencia de cuyo inicio nos advirtiera ya Raymond Aron en la década de los cincuenta y de la que dan prueba numerosos procesos, prácticas y afirmaciones, de uno y otro bando, en torno de los núcleos principales de toda ideología: el Estado, la sociedad, el trabajo, los protagonistas de la historia.En el campo del socialismo democrático estamos asistiendo a un giro copernicano de su línea ideológica. No se trata sólo del repudio del marxismo y del abandono de muchas posiciones socialdemócratas, sino sobre todo del prohijamiento de los núcleos más importantes del credo liberal. Comenzando por la desaparición, en el discurso socialista europeo, de los sujetos colectivos y en particular de las clases sociales, y su sustitución por los individuos como actores de la historia, y siguiendo con la descalificación del Estado, considerado como "despilfarrador", "omnipresente", "incapaz y chapucero" y "generador de una inesquivable mezquindad" por obra de Peter Glotz, uno de los más prestigiosos ideólogos del SPD y su ex secretario ejecutivo.
¿Qué nos dicen los socialistas de la sociedad, del mercado, de la política económica, de la empresa, del rol de los sindicatos? La "fragmentación múltiple e irreparable de la sociedad" y la "dualización del mundo del trabajo: los que trabajan y los parados", son realidades contemporáneas que Michel Rocard considera tan determinantes. que le llevan a afirmar que hoy el bloque asalariado es incapaz de constituirse en fuerza social mayoritaria y hay que apelar a otros sectores de la sociedad.
A lo que habría que añadir el arrumbamiento del modelo keynesiano a que nos invitó Oskar Lafontaine, la gran esperanza de la socialdemocracia alemana, en su alocución, de la que este diario reprodujo un extenso fragmento, al antes citado congreso de Münster; la consagración del mercado como instrumento capital de la vida económica en los textos y declaraciones de los políticos y economistas socialistas; la adopción del corporativismo, en la reflexión socialista última, como categoría privilegiada para el análisis de la realidad política y social, que hace posible que esas vanguardias de la transformación social global que eran el partido y el sindicato se conviertan, científicamente, en plataformas de negociación, compromiso y legitimación de los intereses sectoriales que representan, y la schumpeteriana celebración de la empresa y del empresario como heraldos del progreso social, hecha por portavoces tan autorizados como Helmut Schmidt, Bettino Craxi o François Mitterrand. Este sucinto repertorio de opciones liberales básicas, reivindicadas por el socialismo democrático, habla por sí mismo.
Los liberales, a su vez, en notable mayoría, han incorporado a su cuerpo doctrinal numerosos componentes socialdemócratas. Me refiero, claro está, a los partidos políticos liberales propiamente dichos, que son los que forman parte de la Internacional Liberal, y no a los partidos conservadores, que, aunque en ocasiones se llamen ,a sí mismos liberales, pertenecen a la Internacional Conservadora.
Ralf Dahrendorf, en sus estimulantes contribuciones al arriba aludido congreso de Pisa, desarrolló las ideas social-liberales que ya le oímos hace unos años en Madrid, cuando vino a la Fundación March de la experta mano de José María Maravall. Su impugnación, no ya del Estado-cero de los libertarios sino del Estado-mínimo de Nozick; y la simultánea postulación de un Estado capaz de hacer efectivos los derechos civiles, políticos y sociales de todos los ciudadanos, tuvieron una inequívoca resonancia socialdemócrata. Que Adolfo Suárez reforzó, en su discurso en dicho congreso, al afirmar que el problema del Estado no era si mucho o poco. "Estado", dijo, "el necesario, pero democrático y eficaz".
Dahrendorf y Suárez denunciaron también las graves quiebras del neoconservadurismo de los ochenta y la incapacidad del crecimiento económico para, por sí solo, resolver todos los problemas y traducirse en progreso general. Ambos afirmaron que el dinamismo económico es indisociable de la justicia social y que los derechos de la ciudadanía no admiten la exclusión permanente de sectores tan amplios de la comunidad como los que producen el paro y la nueva pobreza. Y de aquí, en la formulación del sociólogo alemán, la necesidad "no de descartar, sino, al contrario, de repensar el welfare State, porque prosperidad y solidaridad no pueden divorciarse". Datos y afirmaciones que hacen muy dificil pronunciarse sobre dónde prevalece la conciencia liberal y dónde la socialdemócrata, y que llevan a pensar que Münster y Pisa, más que dos reuniones de orientación contendiente, fueron dos actos de la misma obra.
Esta simbiosis ideológica y programática, más allá de las descalificaciones recíprocas invocando la traición del adversario a sus propios principios políticos, tiene una consideración negativa y otra positiva. La acusación de oportunismo, de confusión y de incoherencia son los ejes de la primera.
Y hay que reconocer que la persistencia de signos y denominaciones en los partidos que nada tienen que ver con sus prácticas política y social, la pretensión de diferenciarse radicalmente unos de otros, a pensar de sus grandes analogías, y a el fingimiento electoral de metas y propósitos opuestos a los e que efectivamente persiguen, se compadecen mal con esta trama indiferenciada que constituye hoy la estructura ideológicos política de todas las posiciones a no extremistas y son los principales responsables de la atonía social y de la desmovilización ciudadana, antesala de todas las involuciones populistas.
La dimensión positiva está en que, por primera vez desde hace muchos años, la realidad política y su lectura ideológica tienen una figura concordante con los idearios de los partidos con vocación mayoritaria y posibilidades de gobierno. Es decir, que nos estamos acercando a la verdad, aunque sea por la vía de la modestia. A ello han conducido, entre otras causas, el agotamiento de los diversos modelos sociales que heredamos del siglo XIX; el desprestigio de las vulgatas teóricas de que disponíamos y la orfandad reflexiva de hoy; las graves disfunciones, en ocasiones dramáticas, de las recetas clásicas de la derecha conservadora -la nueva pobreza y el agravamiento de las diferencias entre Norte y Sur, sobre todo-, y los trágicos efectos perversos de las más hermosas utopías de la izquierda radical (el Gulag soviético, los excesos de la revolución cultural china, las matanzas camboyanas).
Hechos que han llevado a hacer del estricto atenimiento a lo real y de la preferencia otorgada a lo directa e inmediatamente posible el criterio decisivo de cualquier política responsable y eficaz. Opción ideológica que ha coincidido, por lo demás, con la notable reducción del margen de acción que la crisis económica ha impuesto a los Gobiernos, pero que no puede en modo alguno interpretarse como implosión de la ideología o liquidación de la política.
Es verdad que desde posiciones interesadas se quiso, ya muy tempranamente, confundir este inevitable pragmatismo político, esta atenuación de fronteras entre los espacios liberal y socialista, con la cancelación del campo ideológico que las mismas acotaban. La derecha hermética, siempre alérgica a la política y a lo que pueda alimentarla, aprovechó la oportunidad para decretar, desde el mundo académico norteamericano, el fin de las ideologías: Shils, Bell, Kristol y Lipset fueron sus principales ejecutores. La reacción no se hizo esperar, y Wright Mills, Horowitz, Wrong y La Palombara, también desde los campus de EEUU, reivindicaron la utilidad de la política y de sus múltiples y encontradas o análogas opciones y afirmaron que las modificaciones en la organización del entramado ideológico en absoluto equivalía a su clausura.
En España, con una década de retraso, como es habitual, Fernández de la Mora cubrió las ideologías con su crepúsculo y a recuperar su luz acudimos encelados unos cuantos demócratas: Raúl Morodo, Miguel Boyer, Pedro Altares, yo mismo. La dictadura nos facilitó el trabajo, pues dejaba sin careta a "los expertos en fines", que querían sustituir la participación política por los informes técnicos.
Ahora bien, esta nueva y un tanto opaca ideología que nos iguala a todos en su unanimidad, ¿empuja imperativamente al conformismo, a la pasividad, a la defensa y conservación del status quo, a la huida a lo privado, o deja espacio para la transformación ciudadana y el progreso de los ciudadanos y de la sociedad?
¿Qué quiere decir, hoy, progreso? ¿Cabe hablar de su reconstrucción? ¿En qué términos, a qué plazos, con qué medios? Ése es el tema político de este tiempo.
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