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La simulación del apocalipsis

Lo peor de la televisión es que nos ha robado la capacidad de imaginar, pues aquello que no se ve en la pantalla no tiene existencia real. Orson Welles tuvo la suerte de idear su versión de La guerra de los mundos en la era de la radio, cuando la televisión era todavía una balbucíente rareza. Su astucia le permitió autentificar y verosimilizar un imaginario y catastrófico espacio acústico, gracias a la simulación de la técnica del reportaje en directo, que no podía ser verificado en aquella época como espacio visual en las telepantallas. El joven Welles demostraba así su afición a fabricar falsas realidades, que corroboraría con el noticiario sobre la supuesta vida del magnate Charles Foster Kane en su primera película y remacharía en su filme testamentarlo, Fraude, en 1974. El arte sirve, según el ideario reiterado por Welles, para fabricar mentiras convincentes.La genial mentira de Weiles fue, por tanto, una mentira sobre la identidad de dos géneros radiofónicos, pues dio a una convencional pieza de radioteatro la estructura y el estilo del reportaje auténtico en directo, con sus conexiones simuladas y hasta sus interrupciones. Y la mentira surtió efecto, a pesar de que su programa de radioteatro llevaba meses de transmisión dominical regular en la cadena CBS. Surtió efecto pese a su flagrante inverosimilitud, pues en sólo 45 minutos de tiempo real se asistía al despegue de las naves de Marte, a su aterrizaje en Nueva Jersey, y a su ocupación de Nueva York. El estilo de reportaje de la mentira wellesiana se apuntaló, por demás, en una invocación abrumadora de expertos y autoridades (científicos, rnilitares, gobernantes), que con sus voces o sus títulos servían piara autentificar lo narrado, a pesar de que la censura previa de la CBS obligó a cambiar algunos nombres de títulos o instituciones para atenuar su realismo. Pero pese a la cauta censura, el realismo fue tal que eclipsó no sólo la advertencia inicial del programa, que indicaba que se trataba de una pieza de radioteatro (muchas personas pudieron sintonizar la obra ya iniciada), sino también una nueva advertencia acerca del género en plena invasión de Nueva York, en la segunda mitad del programa, y la reiteración final de que todo había sido una ficción.

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Esté último detalle atenúa la extendida tesis de que el pánico radiofiónico se originó en quienes sintonizaron la pieza ya ¡niciada y obliga a reconsiderar el tema de la credulidad de las masas en 1938, alimentada por el tam-tam telefónico y los mensajes de patio de vecindario. En este punto se ha insistido en las ansiedades colectivas latentes, debidas a la depresión económica y al clima de inestabilidad política que precedió a la II Guerra Mundial. La situación era tan insegura que el 11 de octubre de 1938, tres semanas antes del famoso programa radiofónico, Roosevelt anunció en un dramátíco discurso la intención de intensificar el rearme de la nación.

Además de estas ansiedades colectivas es reseñable que el año 1937 fue uno de los más catastróficos en la crónica de sucesos norteamericana. Unas lluvias torrenciales y stis secuelas epidémicas en Kentucky, Indiana, Tennessee y Ohio ocasionaron 700 muertos y obligaron a movilizar al Ejército. La sensibiliad colectiva estaba a flor de piel, mientras la Prensa y los boletines radiofónicos invitaban reiteradamente a mirar al cielo.

En enero de 1937, Howard Hughes voló entre Los Ángeles y Nueva York en 7 horas y 22 minutos (a 553 kilómetros por hora), y en junio de aquel año, tres pilotos soviéticos sobrevolaban el polo en un audaz vuelo entre Moscú y Vancouver de 37 horas. El espacio aéreo se estaba convirtiendo en un nuevo espacio de prodigios en el que todo podía ocurrir, incluyendo la famosa agresión flamígera de Guernica.

Este contexto sociocultural arroja alguna luz acerca de las bases psicológicas de la credulidad de las masas en aquel otoño de 1938. Howard Koch, guionista a pesar suyo y de mala gana de la famosa pieza, ha insistido mucho en que aquel pánico radiofiónico ante los marcianos desveló los "prejuicios raciales y nacionales contra aquellos cuyo color, religión o sistema económico es diferente del nuestro". Esta simpática declaración liberal y antimacartista fue escrita, no se olvide, por un profesional que fue incordiado por la inquisición macartista. Pero asustarse ante unos marcianos invasores y devastadores parece una reacción razonable. No dudamos de la odiosa xenofobia que late en la cultura norteamericana, pero los agresivos marcianos aparecían razonablemente en 1938, con sus superpoderes en acción, como más peligrosos que los japoneses. Cuando Japón atacó Pearl Harbour en 1941 no se produjo una reacción similar a la del pánico radiofónico de 1938. En 1941,los norteamericanos sabían cómo eran los japoneses y lo que podían esperar de su perfidia. Pero en 1938 -como en 1988- nadie sabía lo que era y de qué era capaz un ejército marciano. El peor de los miedos es el miedo a lo desconocido.

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