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Inglaterra

"El pueblo inglés", escribió Ortega, "es, en efecto, el hecho más extraño que hay en el planeta". En parte, sigue siéndolo. Ello quiere decir que sigue provocándonos la misma y contradictoria reacción emocional que le producía a Ortega: irritación y admiración a un tiempo.Porque es claro que, a menudo, Inglaterra nos irrita y que, a veces, se nos hace insoportable. Se les antoja así, antes que a nadie, a los mismos ingleses o, al menos, a los más exigentes. En su autobiografía, John Stuart Mill escribió que la sociedad inglesa carecía de sentimientos elevados y que el hábito -en parte subsistente- de no hablar ni a sí mismos sobre cosas de verdadero interés había embotado los sentimientos de los ingleses y los había reducido a una existencia negativa -tal vez expresión de ese puritanismo triste que, para muchos, caracteriza todavía hoy a ese país- D. H. Lawrence no podía soportar lo que él llamó "la tragedia de la fealdad" de la Inglaterra contemporánea: la destrucción de los sentimientos de comunidad -todavía vivos en la Inglaterra semirrural del siglo XVIII- por la industrialización, y su sustitución por un entorno marcado por la fealdad estética. Y David Hockney, el pintor, veía en Inglaterra una sociedad anquilosada, resistente a todo cambio, carente de atractivo intelectual y emocional (por lo que, hacia 1960, se expatrió, como ya hiciera Lawrence en su día).

¿Qué hay, pues, si es que hay algo, que haga admirable a Inglaterra? Para Ortega, recuérdese, la excepcionalidad inglesa radicaba justamente en el modo cómo sabe ser una sociedad. Y eso, pese a los múltiples conflictos que hoy padece esa sociedad, sigue siendo cierto. Históricamente, desde 1688, a Inglaterra se le debe la idea de la vida parlamentaria: el imperio de la ley, el control público de los impuestos y del gasto la libertad de expresión y opinión, la tolerancia religiosa, el principio del consentimiento de los súbditos como fundamento del poder.

Moralidad e individualismo impregnaron la vida de la sociedad y de la familia inglesa desde la Edad Media. La prosperidad y el engrandecimiento del país, que tuvieron lugar entre 1750 y 1850, fueron resultado de iniciativas individuales -de comerciantes, ingenieros y hombres piadosos, como observó Ortega no del Estado. El pragmatismo y el escepticismo que alientan en su tradición intelectual -desde Hobbes, Hume y Locke- generó ese saludable desprecio del pensamiento inglés por los grandes nombres y tesis de la cultura continental y esa pasión, tan estimable, por el análisis empírico de los hechos antes que por la discusión teórica de los conceptos.

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Inglaterra descubrió la naturaleza: nada hay tal vez más admirable en su historia -y en la del hombre moderno- que aquellos cambios en su sensibilidad que lenta pero gradualmente -nada menos que entre 1500 y 1800- fueron creando la zoología, la botánica, las técnicas de domesticación, la pasión por las flores, el descubrimiento del paisaje. Dudo que exista lugar alguno más delicioso que la villa y los jardines de Stourhead, en Wiltshire, hechos en 1741: la villa paladiana, el lago, el puente, los templetes de inspiración romana y el paisaje natural sutilmente transformado en jardín. Esto no es sólo la expresión del gusto de una época: es toda una concepción de la vida que hace de la armonía, el equilibrio, la razón, el clasicismo y la naturaleza valores esenciales de la existencia.

El inglés individual tiene, por lo general, muy escaso interés, lo que no deja de ser extraño en una sociedad cuya fuerza última está -o estuvo- en el individualismo. Mill veía en la individualidad uno de los elementos del bienestar colectivo: "El mayor peligro de nuestro tiempo", escribió, "se muestra bien en el escaso número de personas que se deciden a ser excéntrica?.

Inglaterra ha sido y sigue siendo el país donde la excentricidad constituye un valor socia indiscutible: mezcla de capricho, curiosidad, extravagancia y humor, la excentricidad británica es la válvula por donde la sociedad se sacude, o intenta hacerlo, el despotismo de 12 costumbre. Es así una forma de afirmar los principios de tolerancia y libertad individual. "Y que tiene múltiples manifestaciones: porque el mismo fundamento subyace a ese inconformismo moderadamente irreverente -hecho de ironía y descreimiento-, provocador sin pedantería ni arrogancia, que recorre la propia vida académica inglesa, la de las universidades de Oxford y Cambridge, al menos (dos instituciones esencialmente inglesas y, no se olvide, desde la perspectiva española, minoritarias y selectivas; que lo son por una razón: porque se basan en el fomento de la excelencia).

Nietzsche vio en Mill y Darwin, en la moral victoríana, la expresión de la moral de rebaño del hombre contemporáneo. Fue un exabrupto que, como todos los de su autor, conviene tener presente. Pero con cautela. La Inglaterra del siglo XIX creó, como prototipo, el gentleman, un tipo humano a cuya desaparición acelerada hemos asistido en los últimos veinte años, pero que tuvo vigencia durante un siglo, y cuyas maneras se condensaban en una expresión: Jair play, juego limpio (o, si se quiere decirlo, una vez más, con Ortega: la vida como juego, conciencia del derecho personal y de los deberes propios, individualidad, "alma limpia y cuerpo limpio").

El gentleman fue, pues, una moral basada en las maneras: un ideal de tolerancia, convivencia, cortesía, comedimiento y mesura. Basta pensar en alguien que lo fue de veras. En T. S. Eliot, por ejemplo, a quien Stephen Spender -que lo tuvo por prototipo de ese ideal- definió así: tolerancia, humildad genuina, simpatía y consideración.

Vamos viendo, pues, que hay mucho de admirable en Inglaterra. Sus deficiencias ya las conocemos. El historiador del arte Nikolaus Pevsner observaba que Inglaterra no había dado grandes personalidades artísticas: ni un Miguel Ángel, ni un Rembrandt, ni un Durero, ni un Goya, ni un Velázquez. Y lo atribuía a que, al definirse Inglaterra por el dominio del sentido práctico, de la razón y de la tolerancia, carecía del fanatismo y la intensidad que provocan la grandeza en el arte.

Puede que lleve razón. Al menos, la Inglaterra que más nos gusta es aquella Inglaterra georgiana del siglo XVIII que hizo, como decía antes, de la elegancia, el equilibrio, la proporción, la razón y el gusto por el paisaje y la naturaleza un arquetipo de vida social. Esa Inglaterra amable, aristocratizante, exquisita, educada y cívica que asoma en los cuadros de Gainsborough, Reynolds, Stubbs y Wright of Derby, por más que detrás de tanta suave belleza hubiera mucho de artificial e inerte.

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