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El arte de la hipocresía

El comentarista llega a la redacción con buen ánimo; esa tarde han caído unos whiskies, y luego, en la cena, vino, café y copa; antes de subir ha comprado su segundo paquete de cigarrillos y ahora se dispone a atacar el teclado con un buen termo de café en la mesa. Lleva toda la tarde hablando de lo mismo, así que el tema no necesita de mayores reflexiones; lanza las manos sobre las, teclas y echa una ojeada a las primeras frases: "La edad de la inocencia ha terminado; el doping acaba con las ilusiones de los espectadores y es muy posible que el fraude hunda también al deporte...". Bien pudo ser así. Bien pudo decirlo cualquier otro ciudadano bajo un ataque de tos profunda antes de la ducha o con la cabeza partida por la resaca. Esto será un tópico, pero ha ocurrido y continuará ocurriendo así.El valor religioso y ritual de las drogas en las sociedades ha sido ampliamente estudiado por antropólogos e historiadores; el empleo de ellas en Oriente y en Occidente es tan antiguo como la historia de la colectividad humana; hoy en día son sobre todo psicólogos y sociólogos quienes analizan su empleo en la sociedad contemporánea; también se ha estudiado su valor de cambio en el mercado de poder, su industria y su fuerza. En fin, es un asunto con crédito académico, universitario y callejero suficiente como para no tener que asombrarnos de su existencia. Hoy, por razones aparentemente alarmistas y siempre simplificadoras, el asunto de la droga en general parece estar deliberadamente reducido al muestrario que ofrecen los traficantes en el mercado y -desde estas últimas Olimpiadas- al empleo de la química en los cuerpos de los atletas. ¿Qué ha ocurrido con el deporte, con el emblema del córpore sano, para que lo metan en el mismo saco del escándalo social?

Me resulta sumamente fácil imaginar a miles de fumadores empedernidos desolados por el engaño en que les han tenido los deportistas; a miles de consumidores más o menos ocasionales de hachís o de cocaína sonriendo con suficiencia; a miles de ejecutivos que se introducen alcohol, cafeína y nicotina en el cuerpo para agilizar sus iniciativas, defraudados e indignados; a miles de representantes del buen pueblo que empiezan el día matando el gusanillo y continúan distribuyendo chispacitos a lo largo de su horario, sarcásticos y chungones... Todos ellos son personas sociables según los cánones; todos ellos se animan cotidianamente, se alegran, mientras que la droga mata o te vuelve un delincuente. Y claro, si ahora resulta que los deportistas, que están ahí para intentar o llevar a cabo gestas que nos recuerden la nobleza de los valores tradicionales, se drogan, ¿qué diablos hace una sociedad que se dopa y lo oculta, que disimula su necesidad de estimulantes tolerándolos por mayoría? Evidentemente, rasgarse las vestiduras y acudir a un ceremonial tan viejo como el mundo: el sacrificio del chivo expiatorio. El mundo del deporte es un claro reflejo de nuestro mundo.

Personalmente creo que cada quien puede elegir estimularse o no si le viene en gana; ése es un asunto que concierne a la libertad del individuo y, si no, al conflicto de Antígona: el enfrentamiento entre el individuo y el Estado. Pero el asunto que nos ocupa no pertenece al reino de la libertad, sino al de la hipocresía. La cuestión no es qué producto mata antes, qué le cuesta más al contribuyente o cuál engaña del modo más ingrato. La cuestión es que cuando una sociedad se obliga a competir con la ferocidad de la nuestra tras el dinero con que cubrir un deseo frenético de sobresalir a toda costa, las navajas mandan sobre los sentimientos, y eso crea, paradójicamente, debilidad, inseguridad, miedo..., sensaciones nada fáciles de soportar sin una ayuda extra. Todo el mundo quiere ganar sus 100 metros particulares y todo el mundo tiene pánico de no acceder a la final. Bien, en ese caso, ¿qué hay de malo en una ayudita extra que nos proteja y nos ponga en forma?

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Por eso es tan conveniente para todos el viejo ejercicio social de exorcizar las debilidades propias concentrando las fuerzas en la lucha contra un real o supuesto mal ajeno; los judíos saben mucho del tema. Hay que recuperar la fe en el deporte, el cuerpo sano que debe albergar la mens sana, y para ello nada como limpiar a sus protagonistas o devolverlos al arroyo. Esa ceremonia, de mucho arraigo, es una de las cabezas de la hidra de la hipocresía. Ser hipócrita es un arte de supervivencia. Al tiempo que entre nosotros calan la competitividad ciega y el miedo, cala el arte de la hipocresía. Es una tela de araña que los ciudadanos se aplican a tejer por detestable mayoría simple.

Saber si la sociedad se dopa porque es hipócrita o es hipócrita porque se dopa parece lo del huevo y la gallina. El señor Andy Warhol explicó con fino humor que en el futuro cada ser humano tendría derecho a 15 minutos de gloria sobre la tierra. Es frase propia de un hijo de la democracia radical, pero cualquiera diría que la gente, urgida como de costumbre por el hecho de que vivir son dos días, ha tratado de acelerar ese momento prometido corriendo tras su posibilidad de gloria sin

esperar época ni turno. A veces tengo la sensación de que el ciudadano se ha tomado la democracia en sentido contrario al principio impulsor del bienestar social, a saber: si todos tenemos derecho a ser unos tramposos, ¿por qué no voy a serlo yo? De hecho, el triunfo social es cada vez más interclasista y la gente está tan ocupada en convertirse en un tramposo establecido que genera un movimiento de ansiedad en masa más propio del esperpento que del drama. De ahí que, como decíamos, cuando llegan los momentos de vacilación y vértigo uno tenga que relanzarse con estimulantes tolerables o dominables porque... sufre de estrés. El deportista, por el contrario, es un mito triunfal y selectivo que no puede alcanzar el éxito mediante fraude, pues entonces sería espejo y no estímulo de su sociedad. Arte de hipocresía, arte de vida.

Así pues, ¡pobres deportistas! Van a caer sobre ellos con verdadera saña, van a seguirlos hasta lo más recóndito de sus madrigueras; ya que no son capaces de mostrar la ejemplaridad del héroe, serán ejemplarmente castigados; quien es portador de la antorcha no admite sino la gloria o el deshonor; entre medias de ambos exigentes valores, la sociedad entera se regocija una vez más viendo caer cabezas en los cestos.

Ahora bien: ¿por qué vamos a exigir que sucesos como los que ocurren en torno al deporte vayan a ser analizados más allá de la ceremonia sacrificial del chivo expiatorio? Grandes humanistas del XIX estaban firmemente convencidos de que el futuro, al ampliar en tal alto grado la capacidad de comunicación entre los hombres merced a las nuevas invenciones, traería consigo la abolición de la injusticia debido al efecto benéfico del desarrollo de la información. Hoy lo único que tenemos claro es que la información nos ha vuelto insensibles, y las detalladas noticias acerca de epidemias, hambre, genocidio, tortura, etcétera, se las toma uno para desayunar como una mermelada. Aquellos ciudadanos decimonónicos eran unos insensatos; nosotros, unos hipócritas.

En fin, sin otro ánimo que el de turbar algo de la insensibilidad moderna, me pregunto si no estará llegando también la hora de desempolvar eso que hace nada se llamaba ideología. No me refiero a la acepción reduccionista de la palabra, sino a la más abierta de ideología o sentido de la vida. Al menos sabemos que comporta una visión analítica y dinámica de la existencia y que puede responder de modo contundente a la triste hipocresía de los sacrificios rituales.

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