Scorsese y su visión de Jesús
Quizá no sea tan sorprendente que precisamente una película haya sido el detonador de una polémica pública sobre la figura de Cristo, a pesar de que casi nadie la ha visto aún. Es que, a su vez, la tradición ¡cónica a la que el filme se enfrenta tampoco tiene mucho que ver con los pormenores de la experiencia visual, con los detalles perceptuales de los cuadros (textura, golpe de pincel, tonos ... ), y sí con la intención -revelatoria- que se propone representar. Por su parte, Scorsese se ha encargado de clarificar la suya. Consecuentemente, la polémica resulta del enfrentamiento entre estas intenciones opuestas.El cine supera hoy día a la pintura en impacto, en capacidad de producir imaginario visual, por lo menos en lo que se refiere al gran público, ese mismo que hasta el siglo XIX consumiera las representaciones ¡cónicas. Por ello, una refutación visual de las convenciones de ilustración extática (y estática), icónicas, corrstituye un ataque directo a la gramática de lo revelado. En efecto, el hecho mismo de presentar un Jesús moviéndose en un tiempo experiencial en el que se mezclan necesariamente los gestos trascendentales seleccionados por los testimonios evangélicos con la cotidianidad doctrinariamente insignificante que hace toda historia contable y creíble sin requerir un acto expreso de fe tiene el efecto de relativizar un mensaje al que se atribuye una pura esencialidad, esa para la cual se diseñó específicamente el icono.
La originalidad de Scorsese radica precisamente en desligarse de las dos actitudes que anteriormente a él habían caracterizado a los filmes sobre Jesús: la que asume una posición de rechazo, sátira o transformación de la historia crística y la que intenta preservar la representación ¡cónica en el cine (Jesús de espaldas, una mano que irrumpe desde un extremo de la pantalla, tina voz en off .. ).Su lectura de los Evangelios se deja llevar por la naturaleza misma de la prosa cinematográfica; una prosa que tolera mal las ideas puras y cuyos héroes, aun los más imaginarios, permiten una identificación por parte del espectador que termina por asentarlos en la realidad.
No sorprende entonces que "Jesús, que es Dios en la tierra, debe atravesar, como todo hombre, sufrimientos, tentaciones, cóleras, dudas, deseos sexuales, antes de alcanzar con la muerte la experiencia del dolor. Exactamente como nos sucede a los hombres" (Scorsese, EL PAIS, 2 de septiembre).
Las consecuencias de este enfoque no son sólo narrativas. En vez del Cristo ejemplar para los hombres, se propone un Cristo que es un ejemplo de hombre. El proyecto infinitamente distanciado de asimilar el hombre a un diseño perfecto descrito por la noticia determinada y autocontenida de la revelación es sustituido por un Cristo que encarna la evolución continua del significado de lo humano.
Es que ni el modelo ejemplar ni los preceptos revelados traen consigo su propia significación.
Por ejemplo, la exhortación a ofrecer la otra mejilla a quien nos abofetea no especifica si la referencia es exclusiva a las bofetadas o si debemos generalizar a situaciones similares, hasta el punto de ofrecer, por ejemplo, nuestro segundo hijo al que nos mató el primero. Ni en qué medida influyen los motivos del acto.
Esto recuerda un viejo chiste. Un hombre irrumpe iracundo en el andén de un tren a punto de partir, gritando: "¡Ricardo Pérez, Ricardo Pérez!". Alguiense asoma por una ventanilla del tren. El enojado señor le propina un brutal bofetón y se va. Nuestro ultrajado héroe se derrumba en su asiento estallando en carcajadas. Sus compañeros de compartimiento, atónitos, le preguntan cómo es posible que el ataque le haya hecho tanta gracia. "Es que yo no soy Ricardo Pérez", les contesta.
Lo revelado no trae consigo noticia alguna; es una formulación en pos de significación social. En las palabras de Wittgenstein, "la formulación de la norma es arbitraria, pero su aplicación no lo es". El sentido de la norma está en su aplicación. Pero la norma no trae consigo sus instrucciones de uso. Eso debe aún decidirse.
Ante esta indeterminación de lo revelado, Scorsese rechaza la posición de privilegio que se atribuye, por medio de la unción divina, -la institución eclesiástica en lo que se refiere a la interpretación, ya que ello reduce el significado del mensaje al linaje de autoridad que la institucion representa. Las interpretaciones de los elegidos por la institución sólo reflejan los criterios concretos de la elección, y no algún atributo especial de videncia o inspiración que los eleve por encima de la comunidad.
Por ello, Scorsese exige "un discurso sobre Dios que vaya más allá del dogma" (Scorsese, ídem). Un discurso sobre Dios que, libre del arbitraje' de la institución, sirva de referencia vacía más * compartida; un espacio llenado por las transacciones de los hombres.
Recapitulemos. Si el mensaje y los preceptos que lo componen no traen consigo su propiosignificado ni hay razón para
conceder un privilegio interpre
tativo a la institución como úni
ca depositaria de lo revelado,
hay que reconsiderar el sentido
del debe ser ético, del deber
moral '.
Mientras que el pensamiento anclado en la noción de ejemplaridad, o modelo ideal, plantea la contradicción irremediable entre lo que va siendo y el estadio inalcanzable, nominal y meramente declarativo de la utopía, el debe ser liberado de modelos preestablecidos y por lo demás vacuos, sólo expresa, por su parte, la urgencia de que lo real efectivamente sea. Dentro del campo de lo inteligible, lo ético media entre lo actual y lo posible, no entre lo actual y lo perfecto. Una vez aceptado esto, estamos en el campo de la legislación casuista entendida como el consenso práctico y a menudo no explícito que hace posible el ser. Un consenso negociado similar al que caracteriza al uso del lenguaje que, careciendo tanto de intención como de modelo ejemplar, es el espacio en el cual intenciones y ejemplos ocurren.
Este enfoque práctico y comunitario en el que confluye lo revelado con lo real contrasta no'sólo con la convencionalidad canónica, sino también con la apología heterodoxa, cuya tradición se extiende, según Eduardo Subirats, desde Vives hasta mi respetado referente de polémica Antonio Escohotado, que en contribuciones anteriores en estas páginas propone la espontaneidad ética como alternativa a la legislación casuista.
Cabe preguntarse quiénes son los depositarios de tal espontaneidad. ¿Individuos? ¿Instituciones? ¿El fundador de la doctrina?
¿Y qué significa? ¿Acaso acciones automáticas e independientes unas de otras, o bien la conformidad con un código racional preestablecido y -nuevamente- ejemplar?
La espontaneidad ética recuerda el subjetivismo interpretativo de amplios sectores de laReforma, actitud esta que no hace más que sustituir la canonización de la institución por la del sujeto autónomo, la Iglesia del yo. Scorsese, al recuperar a Jesús para el diálogo inteligible de la comunidad, revive el sentido de la legislación casuista, es decir, el libre juego interpretativo negociado por aquellos que comparten un mismo mensaje revelado que les sirve de identidad común.
En efecto, lejos de significar la recepción de una noticia autocontenida, la atribución de un origen revelado a ciertos textos o mensajes orales indica que su interpretación atañe a todos los participantes de la comunidad para servirles de espacio significativo común, contrastando con el sentido local y funciona¡ que las mismas formulaciones puedan tener en el contexto de actividades específicas. Es así entonces como los confines del campo interpretativo de lo revelado marcan los límites del espacio compartido, de la identidad comunitaria. El registro de su evolución constituye su profundidad temporal, su memoria.
Son precisamente el espacio presente y la memoria de la experiencia real e inteligible de los cristianos, recuperados de entre los velos de la historia oficial de la doctrina, los que invoca Scorsese.
Similarmente, la memoria judía en la diáspora ha conservado la tradición interpretativa y acumulada de profetas y rabinos emergidos de la comunidad; tradición esta que fue el único asiento de su realidad social al carecer de soberanía política (y quizá gracias a ello), desechando al olvido los hechos y palabras de los sacerdotes oficiales del templo de Jerusalén.
La conjuración de espacios reales, sean éstos cristianos,judíos, islámicos o animistas, es además el mejor punto de partida para la negociación de un siempre posible espacio común de todos ellos en comparación con una universalidad basada en la imposición de una presunta verdad ejemplar común.
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