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Tribuna:A PROPÓSITO DE 1492 /1
Tribuna
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Ladrillos de una casa por hacer

El autor hace una propuesta de celebración diferente del llamado descubrimiento de América y sostiene que ya es hora de que América se descubra a sí misma, y lo haga desde la esperanza y no desde la nostalgia, reivindicando el modo comunitario y de vida fundado en la solidaridad y no en la codicia.

Ni leyenda negra ni leyenda rosa. Los dos extremos de esta oposición, falsa oposición, nos dejan fuera de la historia: nos dejan fuera de la realidad. Ambas interpretaciones de la conquista de América revelan una sospechosa veneración por el pasado, fulgurante cadáver cuyos resplandores nos encandilan y nos enceguecen ante el tiempo presente de las tierras nuestras de cada día. La leyenda negra nos propone la visita del Museo del Buen Salvaje, donde podemos echarnos a llorar por la aniquilada felicidad de unos hombres de cera que nada tienen que ver con los seres de carne y hueso que pueblan nuestras tierras. Simétricamente, la leyenda rosa nos invita al Gran Templo de Occidente, donde podemos sumar nuestras voces al coro universal, entonando los himnos de celebración de la gran obra civilizadora de Europa, una Europa que se ha derramado sobre el mundo para salvarlo.La cara ocultaLa leyenda negra descarga sobre las espaldas de España, y en menor medida sobre las de Portugal, la responsabilidad del inmenso saqueo colonial, que en realidad benefició en mucho mayor medida a otros países europeos y que hizo posible el desarrollo del capitalismo moderno. La tan mentada crueldad española nunca existió: lo que sí existió, y existe, es un abominable sistema que necesitó, y necesita, métodos crueles para imponerse y crecer. Simétricamente, la leyenda rosa miente la historia, elogia la infamia, llama "evangelización" al despojo más colosal de la historia del mundo y calumnia a Dios atribuyéndole la orden.

No, no: ni leyenda negra ni leyenda rosa. Recuperar la realidad: ése es el desafío. Para cambiar la realidad que es, recuperar la realidad que fue, la mentida, escondida, traicionada realidad de la historia de América.

Se nos vienen encima cataratas de discursos de buen sonar y ceremonias de buen ver: se acercan los 500 años del llamado Descubrimiento. Creo que Alejo Carpentier no se equivocó cuando dijo que éste ha sido el mayor acontecimiento de la historia de la humanidad. Pero me parece a todas luces evidente que América no fue descubierta en 1492, del mismo modo que las legiones romanas no descubrieron España cuando la invadieron en el año 218 antes de Cristo. Y también me parece evidente de toda evidencia que ya va siendo hora de que América se descubra a sí misma. Y cuando digo América me refiero principalmente a la América que ha sido despojada de todo, hasta del nombre, a lo largo de los cinco siglos del proceso que la puso al servicio del progreso ajeno: nuestra América Latina.

Este necesario descubrimiento, revelación de la cara oculta bajo las máscaras, pasa por el rescate de algunas de nuestras tradiciones más antiguas. Es desde la esperanza y no desde la nostalgia que hay que reivindicar el modo comunitario de producción y de vida, fundado en la solidaridad y no en la codicia, la relación de identidad entre el hombre y la naturaleza y las viejas costumbres de libertad. No existe, creo, mejor manera de rendir homenaje a los indios, los primeros americanos, que desde el Ártico hasta la Tierra del Fuego han sido capaces de atravesar sucesivas campañas de exterminio y han mantenido viva su identidad y vivo su mensaje. Hoy día, ellos continúan brindando a toda América, y no sólo a nuestra América Latina, claves fundamentales de memoria y profecía: dan testimonio del pasado y, a la vez, encienden fuegos alumbradores del camino. Si los valores que ellos encarnan no tuvieran más que un sentido arqueológico, los indios no seguirían siendo objeto de encarnizada represión ni estarían los dueños del poder tan interesados en divorciarlos de la lucha de clases y de los movimientos populares de liberación.Fantasmas y verdugos _No soy de los que creen en las tradiciones por ser tradiciones: creo en las herencias que multiplican la libertad humana, y no en las que la enjaulan. Parece obvio aclararlo, pero nunca está de más: cuando me refiero a las remotas voces que desde el pasado nos ayudan a encontrar respuesta a los desafíos del tiempo presente no estoy proponiendo la reivindicación de los ritos de sacrificio que ofrecían corazones humanos a los dioses ni estoy haciendo el elogio del despotismo de los reyes incas o aztecas.

En cambio, estoy celebrando el hecho de que América pueda encontrar en sus más antiguas fuentes sus más jóvenes energías: el pasado dice cosas que interesan al futuro. Un sistema asesino del mundo y de sus habitantes, que pudre el agua, aniquila la tierra y envenena el aire y el alma, está en violenta contradicción con culturas que creen que la tierra es sagrada porque sagrados somos nosotros, sus hijos: esas culturas, despreciadas, ninguneadas, tratan a la tierra como madre y no como insumo de producción y fuente de renta. A la ley capitalista de la ganancia oponen la vida compartida, la reciprocidad, la ayuda mutua, que ayer inspiraron a Tomás Moro para crear su utopía y hoy nos ayudan a descubrir la imagen americana del socialismo que hunde en la tradición comunitaria su más honda raíz.

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A mediados del siglo pasado, un jefe indio, llamado Seattle, advirtió a los funcionarios del Gobierno de Estados Unidos: "Al cabo de varios días, el moribundo no siente el hedor de su propio cuerpo. Continúen ustedes contaminando su cama y una noche morirán sofocados por sus propios desperdicios". El jefe Seattle también dijo: "Lo que ocurre a la tierra ocurre a los hijos de la tierra". Yo acabo de escuchar esta misma frase, exactamente la misma, de boca de uno de los indios mayas-quichés, en una película documental recientemente filmada en las montañas de Ixcán, en Guatemala. En este testimonio, los indios mayas, perseguidos por el Ejército, explican así la cacería que su pueblo padece: "Nos matan porque trabajamos juntos, comemos juntos, vivimos juntos, soñamos juntos".

¿Qué oscura amenaza irradian los indios de las Américas, qué amenaza porfiadamente viva, a pesar de los siglos del crimen y el desprecio? ¿Qué fantasmas exorcizan los verdugos? ¿Qué pánicos?

A fines del siglo pasado, para justificar la usurpación de las tierras de los indios sioux, el Congreso de Estados Unidos declaró que "la propiedad comunitaria resulta peligrosa para el desarrollo del sistema de libre empresa". Y en marzo de 1979 se promulgó en Chile una ley que obliga a los indios mapuches a parcelar sus tierras y a convertirse en pequeños propietarios desvinculados entre sí: entonces, el dictador Pinochet explicó que las comunidades son incompatibles con el progreso de la economía nacional. El Congreso norteamericano no se equivocó. Tampoco se equivocó el general Pinochet. Desde el punto de vista capitalista, las culturas comunitarias, que no divorcian al hombre de los demás hombres ni de la naturaleza, son culturas enemigas. Pero el punto de vista capitalista no es el único punto de vista posible.

Desde el punto de vista del proyecto de una sociedad centrada en la solidaridad y no en el dinero, estas tradiciones, tan antiguas y tan futuras, son una parte esencial de la más genuina identidad americana: una energía dinámica, no un peso muerto. Somos ladrillos de una casa por hacer: esa identidad, memoria colectiva y tarea compartida, viene de la historia, y a la historia vuelve sin cesar, transfigurada por los desafíos y las necesidades de la realidad. Nuestra identidad está en la historia, no en la biología, y la hacen las culturas, no las razas; pero está en la historia viva. El tiempo presente no repite el pasado: lo contiene. Pero ¿de qué huellas arrancan nuestros pasos? ¿Cuáles son las huellas más hondamente marcadas en las tierras de América?

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