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Limpieza de sangre

Andrés Trapiello

Si Homero tuviera que escribir de nuevo la Iliada, sin duda haría que Aquiles fuese negro, canadiense y adicto a los estimulantes. Nadie que haya visto esa carrera en la que Ben Johnson pulveriza el récord del mundo (la imagen está a la altura del mismo Homero) la olvidará mientras viva. Desde Aquiles, ningún hombre había sido tan veloz. Sin embargo, una ley injusta le ha privado, de momento, de la gloria y del triunfo. La noticia no es nueva. La conocemos todos: Johnson se dopaba.Dejemos por el momento el deporte. Pensemos en la literatura. La lista de poetas y novelistas que realizaron su obra gracias a la droga y a los estimulantes, o ayudados por ellos, es larga y conocida. En muchos casos, el escritor utiliza el alcohol, la morfina o cualquier otro específico como único modo de expresar una realidad más dolorosa que la droga y sus efectos.

Ésa es la meta de un escritor. En cierto modo parece la misma que la de un atleta. Ambos luchan por llegar. Unos, a una meta, no por cercana menos inaccesible. Otros a un final que se encuentra, en ocasiones, más allá de la noche. En cualquier caso, su propia moral, estricta y espartana, les conduce a utilizar todos los medios a su alcance. Sólo llegar nos puede proporcionar algún alivio al hecho de haber nacido. Y no por el hecho de llegar, sino de saber qué se encuentra al otro lado de la meta. "Ojalá", confiesa Pierre en Guerra y paz, refiriéndose al príncipe Andrei, "que al morir haya llegado al secreto de su vida".

A lo largo de la historia ha habido muchos hombres que intentaron e intentarán escribir el Quijote. Sólo uno lo logró y a él le estamos agradecidos. Nos hemos olvidado de todos los demás, aunque comprendamos su tragedia, ese sinfín de causas que les hizo fracasar. Lo importante nunca ha sido participar. Sólo un cínico puede afirmar esto. Hace 50 años, un hombre escribía en su buhardilla unos versos que trataban de todos los poetas que en ese mismo momento escribían en una buhardilla parecida a la suya creyéndose genios. Ha pasado medio siglo, y de todos aquellos seres desgraciados sólo conocemos el nombre del único que lo fue en realidad, tal vez porque no pensó ni en su sufrimiento ni en su genialidad. El autor de aquellos versos se llamaba Fernando Pessoa, hombre al que muchos en Chiado y la Baixa creían un vulgar borrachín.

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No sería de extrañar que los mismos que han condenado a Johnson quisieran, tarde o temprano, dividir la literatura por el modo en, que fue escrita. De esa manera habría que rebajar la importancia de La comedia humana, posible únicamente por el café que mantenía despierto a Balzac. Un título como el de Las flores del mal lo dice todo acerca de los excesos de su autor, que murió idiotizado por el vicio, y Verlaine, que no tuvo mejor muerte, escribió al dictado del ajenjo, que él inmortalizó.

Seguramente, si se pidiera la limpieza de sangre de las obras literarias, el mundo se llevaría la misma sorpresa que se llevó ante el hallazgo de no sé qué en la orina de Johnson. Los escritores llevan su delación en la sangre, que tienen envenenada. Los atletas, en la orina.

Quienes siguen creyendo que sólo son peligrosos los estimulantes químicos es que han decidido no comprender la condición humana. Algunas de las más hermosas y depuradas obras de arte han sido arrancadas a verdaderos infiernos morales; nacieron de la depravación y la tortura, haciendo que nuestro corazón olvide justamente la depravación y la tortura al leerlas más tarde.

En el asunto Johnson, como en el affaire Dreyffus, se ha hablado de la honorabilidad. La vida de un escritor nunca es honorable. Cuando describe a un traidor siente como un traidor, y piensa como el criminal cada vez que su pluma cae en el papel con la determinación del puñal. Su único honor está en reconocerse tal como es. Esa verdad, esa humildad, es la única dignidad que le queda al hombre. Tampoco un deportista es un ser honorable. Desde luego, no es honorable una vida en la que se somete al cuerpo a una burocracia totalitaria con el único objeto mezquino de romper una cinta magnética. Pensar que una centésima de segundo, en un segundo único, irrepetible, y perdido en la secuencia infinita del tiempo, justifica toda la serie de actos que privan a la vida de su único don, la libertad, es de locos o de soberbios. Y como se sabe, la soberbia es el único pecado que no se perdona y la locura el único mal que no tiene curación. Pero sabemos que ni el escritor se da por satisfecho cuando pone fin a una obra ni el atleta cuando pisa una meta. Si así fuera, tendríamos la certeza de hallarnos delante de un escritor o de un atleta que no merecen tal nombre.

Hasta hace unos años había, al menos en España, dos historias de la literatura. A una se la conocía con el nombre de Índice de Libros Prohibidos. La otra la formaban todos los volúmenes que no figuraban en aquélla. El que quería saber qué cosa era el hombre y para qué había venido a esta vida probaba con ésta última. No siempre lo conseguía. Los que buscaban asegurarse el cielo se conformaban con el Índice. Tampoco sabemos que lo consiguieran.

Un amigo me ha dado la idea para resolver el conflicto que la audacia de Johnson ha traído. Dos Olimpiadas. Una para los que quieren participar. Otra para los que quieren ganar. Una de aficionados. La otra de profesionales. Una, contraria a los estimulantes. La otra, sin cortapisa para su uso. En literatura, desde luego, si nos garantizaran que adictándonos al opio llegaríamos a escribir las Confesiones de De Quincey, no lo dudábamos ni una centésima de segundo. Antes mancos y presos, como Cervantes, que libres y enteros, porque el Quijote bien vale una mano y una pipa de kif La pipa de kif.

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