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Los intelectuales, Jávea y el compromiso

Camino de Jávea, donde voy a participar en el encuentro sobre Socialismo y cultura, organizado por la Fundación Sistema (y, por tanto, por su presidente, y vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra), leo las declaraciones de Eugenio Trias a Diario 16 (23 de septiembre): "Que un intelectual entre en un partido político es como condenarse a muerte".En Jávea coincidiré con muchos intelectuales inscritos en un partido (el PSOE en concreto), y en Italia conozco y estimo a muchos (algunos del Partido Comunista Italiano -PCI- y a menos del Partido Socialista Italiano -PSI-). ¿Debería despreciarlos? ¿Debería considerarlos condenados a muerte desde un punto de vista cultural? Yo mismo fui miembro del PCI hace un cuarto de siglo (salí sólo porque me expulsaron), y durante un período no muy largo estuve muy ligado con el PSI de Bettino Craxi. Y, a decir verdad, no me arrepiento de ninguna de estas opciones.

Sería un error, no obstante, responder con un encogimiento de hombros o utilizando una ironía nada dificil a las afirmaciones de Trias, pese a su tono maniqueo. Vale más tratar de entender y de aceptar el fragmento de verdad que su preocupación encierra. Porque un intelectual comprometido en la política corre constantemente el riesgo, por grandes que sean su buena fe y su cautela, de transformarse en un intelectual orgánico, en un compagnon de route. Y en este caso la fidelidad a una política (y a los hombres que la encarnan) será más importante que la fidelidad a una actitud crítica.

En Jávea se hablará cabalmente de este riesgo. Y partiendo de la ponencia de un experto en el tema, Jorge Semprún, un intelectual que durante años llevó el compromiso tan lejos que eligió la política como profesión principal (y la política dura y arriesgada de la clandestinidad) y que hoy no predica en absoluto la vuelta a la vida privada y sí la disponibilidad para el compromiso civil, aunque sin las ataduras del aparato. El intelectual, en suma, ha de ser ante todo crítico, pero esta actitud no significa en sí mera negación, sino también, y a veces, contribución reformadora y constructiva.

Cierto que la frontera que pasa entre el consejero del principe y el intelectual libre y crítico que elige provisionalmente un concreto papel político reformador es siempre incierta y borrosa. Pero tal circunstancia no justifica la idea de Trias, que en el poder político ve siempre y en cualquier caso al enemigo (al menos según el texto de la entrevista citada). Es verdad, en efecto, como recuerda Trias, que el sistema político democrático contiene también zonas y modalidades de convivencia sustraídas a la lógica democrática, zonas y modalidades en las que las relaciones entre los hombres son enormemente asimétricas y están reguladas por la dominación.

Ello no puede, sin embargo, hacer olvidar dos cosas (y la doble responsabilidad específica que se deriva para el intelectual): el sistema democrático, incluso cuando está en crisis y burocratizado, admite aperturas y márgenes de maniobra desconocidos en las dictaduras. En la democracia, en resumen, el poder nunca es compactamente el enemigo. Y en segundo lugar, considerar al poder político, siempre y en cualquier caso, como un enemigo, desemboca en la paradoja de que el intelectual (o más en general el individuo de la sociedad civil) despreciando el compromiso político como contaminación de ese mal que es siempre el poder-, regala por entero la esfera de la política a los profesionales de la misma; esto es, a los hombres de los aparatos, reforzando así el mal que denuncia.

Estos apuntes nos llevan al tema que constituyó el meollo del encuentro de Jávea. Ya la ponencia inicial, de Machuca y Quintanilla, remachó que la po lítica debe ser actividad normal de todo ciudadano, y no sólo de los aparatos, que hoy controlan de hecho los poderes. La ponencia llegó incluso más lejos, apuntando casi una teoría liberal-libertaria de la explotación (lástima que esos indicios no hayan sido desarrollados); explotación sería, en efecto, toda asimetría respecto de la capacidad de decisión, en cualquier esfera del poder. La libertad vendría a coincidir con la concreta posibilidad de decidir (autonomía como poder).

Tal versión neokantiana de la libertad tendría, si se razonaran sus consecuencias, un alcance crítico nada indiferente en relación con lo existente, con la democracia occidental como efectivamente: realizada (esto es, escasamente realizada). Es cierto, en efecto, que decir socialismo coincidiría con decir democracia (aunque en su versión rigurosamente radical), y eso podría considerarse un retroceso a posiciones burguesas y en cualquier caso individualistas. Pero también es verdad que la democracia entendida en este comprometido y exigente sentido implicaría redistribución permanente del poder (tanto político como económico y cultural) entre todos los ciudadanos, conforme a un ideal de igualdad que la práctica de Occidente parece rechazar hoy.

Que quede claro. En Jávea no se pasó de apuntar esta idea liberal-libertaria (que a mí me parece muy superior a las tradiciones y teorizaciones clásicas de la socialdemocracia). El intento de articularla en un proyecto político, en concretas medidas institucionales y legislativas, ni siquiera se esbozó. Mientras que es evidente que para encaminar al reformismo por la senda liberal-libertaria no hay que redimensionar el Estado del bienestar (operación meramente liberal-conservadora, y, por tanto, de signo opuesto, antirreformista y antilibertario), sino hacerlo más eficiente y al mismo tiempo restituirlo al control y a la iniciativa ciudadanos.

Lo cual implicafantasía reformadora. Se puso algún ejemplo, referido al sistema escolar. Pero de forma esporádica (y por invitados extranjeros). Mientras que un proyecto liberal-libertario, si aspira a dejar su impronta en la fase futura, possocialdemócrata, del socialismo, implica concretas subversiones no sólo de la escuela sino de todos los servicios, y de las reglas de acceso a la vida política, y de la libertad de información (que fragmente el monopolio radiotelevísivo sin acabar en el oligopolio o duopolio de cuño italiano, que aumenta sólo en apariencia la libertad de expresión) y en la redistribución de la riqueza (¿qué sentido tiene hablar de la liberal igualdad de oportunidades si por vía hereditaria no se puede transmitir el poder político -Alfonso Guerra no puede transmitir su vicepresidencia a sus descendientes-, pero poderes económicos cada vez más fuertes siguen transmitiéndose de un heredero a otro?).

Pueden parecer propuestas ingenuas. Sin tómarlas en serio, no obstante, el toque liberal-Iibertario de Jávea acabaría traduciéndose en una mera crítica al Estado social. No más allá de la socialdemocracia, sino al lado de los conservadores continentales, insulares, americanos.

En Jávea, en fin, se ha hablado demasiado poco de política. Hay nombres de magistrados y de policías que no se pronunciaron nunca, confiriendo abstracción y hasta un poco de hipocresía a muchos razonamientos sobre el Estado de derecho. Tiene razón, pues, Elías Díaz, quien recordó que ál margen de los contenidos concretos, que deben ser muy distintos, el socialismo sólo se distingue de las derechas si no hay distancia entre sus dichos y sus hechos. Y que éste, probablemente, es el más urgente punctum dolens.

Traducción: Esther Benítez.

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