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Tribuna
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La estafa

Nada produce mayor desánimo que el descubrimiento de un impostor. Imaginen que el Papa no fuera en realidad polaco, sino ruso, o que bajo el sombrero de la reina de Inglaterra habitara una humilde modistilla, o que Alfonso Guerra fuera sordo, con lo que nunca habría podido escuchar a Mahler, pulverizando así uno de los más sólidos pilares en que se asienta nuestra cultura gubernamental.Aún peor que el repentino hallazgo de una impostura es que el desengaño se produzca inmediatamente después de la fascinación, sobre todo si ésta ha tenido carácter de ceremonia colectiva, de comunión intensa. Ese clamor universal vía satélite que acompañó la proeza de Ben Johnson corriendo los 100 metros con espectacular potencia, la tensa atención con que observamos, boquiabiertos, la belleza del nuevo Superman llegando a la meta, y la mueca de dolor en. el rostro de sus inmediatos seguidores, otorgando a la imagen la cualidad de drama que convierte una retransmisión deportiva en una experiencia humana imprescindible. Esa especie de profunda satisfacción que siguió al ver que un hombre triunfaba más que nadie y en el tiempo más corto.

Toda esa energía, esa fe, esa inconsciente alegría que proporciona la aparición de un nuevo ídolo, se convirtieron en una burbuja rota cuando supimos que los músculos del nuevo dios procedían directamente de un laboratorio. Y luego, la indignación ante la estafa: "Así, cualquiera".

Johnson no es un cualquiera: sólo el más loco, hasta. el punto de haber creído que valía la pena, por una medalla, por un momento, parecer otro. Otros muchos van por la vida manteniendo la ficción de lo que quieren ser a cambio de que los demás no les vean tal como se saben ser. Las drogas que utilizan son múltiples, van desde el traje hasta el puesto que ocupan, pasan por el manejo de sus emociones.

A menudo no sabemos detectar el virus de la falsificación. Pero los impostores no pueden engañarse. Y ese, menos brutal pero más venenoso que el de Johnson, es su castigo.

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