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Tribuna:VIAJEROS DE VERANOTÚNEZ, LUNA MENGUANTE / 3
Tribuna
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Entre dos aguas

Desde Túnez no se ve el mar, o no es nada fácil verlo. Le ocurre como a otras muchas ciudades marítimas castigadas por sus propios fundadores agrarios. De modo que hay que salir en busca de ese mar al que -por cierto- no eran muy aficionados los beréberes. Una especie de ferrobús cruza El Bahira, el lago de Túnez, por un istmo artificial y recala en el puerto llamado de La Goulette. Entre Túnez y la orilla del lago se extiende un vasto, casi inaudito, arenal, algo así como un tramo ilusorio del desierto que pretendiera devorar, y con razón los mostrencos ensanches urbanos. Por las pocas aguas de lo que, más que lago, es bahía faenan algunas metódicas bandadas de flamencos. Una panorámica que, a saber por qué, no coincidía con ninguna de las previstas.El puerto de La Goulette -como su nombre indica- tiene poco de árabe, y casi lo taponan las potentes fortificaciones construidas por los arquitectos militares de Carlos V. Un murallón excesivo separa el puerto de la playa, que es hermosa y se abre frente a una hilera de chalés y otra de restaurantes con el pescado expuesto en vitrinas. Para eso, igual me quedo en Sanlúcar. Así que subí al primer taxi y fui inmediatamente devuelto a la Bab al-Jazira, una de las puertas de la medina de Túnez, justo frente a un café moro donde servían té de muchas aromáticas maneras y kif en unas innobles pipas de vidrio y plástico. Algo similar a un despacho sedicente se fusiona con la general sensación de impersonalidad. Habrá que probar suerte por otras parcelas geográficas e históricas del país. Habrá que internarse, como primera medida, por los caminos que conducen a Roma, que no son todos. Cuando el futuro es suprimido, el origen ocupa su lugar, decía un novelista al que aprecio a ratos.

La princesa Didon

Desde que la casi mítica princesa fenicia Didon -que debió de ser suave- fundara Cartago, han dejado por aquí sus más o menos soberbias huellas muchos ocupantes: púnicos, romanos, vándalos, bizantinos, árabes, turcos, amén de otras soldadescas cristianas ávidamente abastecidas de castellanos y franceses. Digamos en términos sinópticos que se han disputado Túnez muy variadas especies de aves rapaces y aves de paso, desde conquistadores y piratas a mercenarios y depredadores, o desde exiliados y catequistas a mentecatos y viajantes de comercio. Por supuesto que voy a abstenerme de perpetrar ninguna clase de inventario privado en tal sentido, cosa por demás anodina. Lo único que me permitiré es recurrir, cuando así lo precise, a la muy acreditada práctica pedagógica de disponer de maestro propio.

Ya había avisado de mi viaje a un profesor de la facultad tunecina de Ciencias Humanas, que se dedica a la investigación de la historia política del islam y a escaparse a Granada cada vez que puede. Este profesor, Hamed Benzuari de nombre, fue el guía perfecto para salir de Túnez con rumbo a Cartago y Sidi Bu Said, es decir, en busca de la memoria arqueológica de cartagineses, romanos y bizantinos y, por otro lado, del más vivo retrato de beréberes, árabes, turcos y demás parientes. Un programa nada sospechoso de parcialidad. Sobre todo sabiendo que Hamed Benzuari es persona de mucha solvencia y muy aficionada a los noctambulismos inmotivados. Así que más a mi favor.

Salimos en coche por la carretera que bordea parte de la costa septentrional de Túnez. El primer objetivo era, naturalmente, Cartago. Eso de llegar a Cartago tiene sus bemoles. No sé, es como si el eco escandaloso de las guerras púnicas se entrara por la parte de mi oído más profesionalmente deformada. Los consecutivos vestigios cartagineses, romanos, vándalos, bizantinos, son espléndidos, pero no sobrecogedores. Aparecen repartidos entre villas opulentas, todas sospechosas de contar con un mosaico paleocristiano en el fondo de sus piscinas. Curiosear entre restos de pasadas grandezas no es asunto que me depare por lo común mayores apasionamientos. Puede ser hasta más cómodo visitar el Museo del Bardo, en Túnez, donde se exhibe una colección arqueológica de veras espectacular.

Está escrito que por aquí pueden cotejarse algunos datos grandilocuentes, amén de imposibles. Se trata -que ya es mérito- de esas quiméricas marcas que, según expertos en idealismos, nos dejaron los colonizadores históricos. Yo no vi más que unos profusos vestigios de lo que fue un emporio. También amagan por estas trochas, a juzgar por algún solapado indicio, las señas andalusíes de beréberes y árabes. Pero la única escolar remembranza al respecto es que un general romano derrotó a un general cartaginés, y que aquél fue derrotado por otro vándalo, y éste por un bizantino, y así sucesivamente. Casi todos ellos, además, estuvieron jugando al toma y daca con las colonias de la Península. Ya andábamos en esas alternancias castrenses. La cal de la civilización y la arena de la barbarie. Todo es cuestión de sustituciones. También el Baal de los fenicios fue reemplazado por el Júpiter romano, y éste a su vez por el dios de los cristianos, para prevalecer aquí, por último -o por los pelos- el Alá de los musulmanes. O sea, la vida.

A poco andar de Cartago por la contraria orilla de lo que fue puerto púnico, queda Sidi Bu Said, con fama de ser uno de los pueblos árabes más hermosos de¡ Mediterráneo. Al menos es un exiguo y seductor laberinto al borde de un acantilado. En Sidi Bu Said suelen aposentarse artistas en activo y artistas en potencia, sin que se sepa muy bien qué pintan. Pasear por estos rincones -si es que dejan sitio las endémicas riadas turísticas- es como vagar por un teatro inmóvil y venerable. En el repecho de un callejón dos muchachos árabes se encuentran y se besan; otros dos caminan cogidos de la mano. Tal vez sean de los últimos musulmanes que viven aquí, naturalmente que al servicio de los trasiegos foráneos. Poseen una mirada antigua y como macerada en el caldo del hedonismo. La escena tiene mucho de alegoría de una sensibilidad árabe-mediterránea que se diferencia de la europea en que nunca ha dejado de escaparse del tiempo a partir de sus propias ataduras temporales.

Hamed Benzuari me llevó a una especie de casona convertida en restaurante, una agradable terraza blanca y añil asomada al mar de Ulises, donde comimos y hablamos con simultánea largueza. Lo que no pudimos es brindar por nada, pues el dueño del restaurante -que debía de ser el único observante islámico local- tenía proscritas las bebidas alcohólicas. Vaya. De lo que no me privé fue de conocer un poco la situación tunecina, a través precisamente de quien estaba seguro que era un testigo de lo más ponderado. ¿Qué ocurre hoy aquí?

El anciano Habib Burguiba -el padre inflexible de la independencia- agoniza entre los lujos carcelarios de su palacio de Mornag. Debe de haber cumplido ya los 85 años, y, como se sabe, fue consecuente mente destituido por flagrante delito de senilidad, una figura jurídica que nos habría venido muy bien airear en su día. El sucesor de Burguiba, Zin el Abi din Ben Alí, parece dispuesto a ordenar todo lo que desordenó, con una soberbia francamente vitalicia, el anciano presidente. En el último congreso de la Agrupación Constitucional Democrática, Ben Alí ha fijado un programa político ciertamente renovador. En primer lugar, el del avance hacía un sistema pluralista, no fácil en un país de hábitos tan singulares como los que impuso el burguibismo. De eso también hablaba esta mañana La Presse de Tunisie, quizá el periódico -en francés, claro- más leído aquí. En todo caso, los últimos acuerdos tendentes a la consolidación democrática son sin duda los únicos viables para la modernización social y el remozamiento económico del país. Pero junto a lo mucho que supone todo eso, hay algo que parece adicional y Hamed Benzuari considera decisivo: el freno impuesto por el nuevo Gobierno al fundamentalismo islámico. Es notorio que los movimientos ligados a la línea pur et dur del integrismo también han sido aquí muy intransigentes.

Rémora doctrinaria

Tenía la sospecha de que ningún ciudadano culto del mundo árabe contemporáneo podía considerar al islam como regulador de la política dentro de lo que se entiende por Estado moderno. Me dice Hamed Benzuari que un 57% de los actuales siete millones de tunecinos tiene menos de 20 años. Y que una gran mayoría de esos jóvenes crecerá al margen de cualquier rémora doctrinaria; yo añadiría que abonando de paso su cuota de afrancesamiento. La religión no parece preocuparles si no es desde un convencional trámite folclórico. Deben pensar que si en los movimientos nacionalistas islámicos siempre alentó la ejemplaridad coránica, la modernización del Estado incluye ahora la renuncia a esas arcaicas interferencias religiosas. Pero ¿no supondrá todo ello la paulatina asfixia de una tradición adherida al más noble rango cultural de estas gentes?

Salimos de Sidi Bu Said con la noche encima. Los autocares de turistas invaden el istmo que parte en dos la bahía. A estas deshoras, y por los bellos tilos de la entrada de Túnez, ensaya un estentóreo orfeón de pájaros. Al fondo de la avenida, entre la iglesia católica y la Embajada de Francia, se perfila el monumento a lbn Jaldun, el gran filósofo medieval de la historia, tunecino residente en Al-Andalus. Pero ésa es ya otra luna.

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