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Retórica de la redundancia

Como dice la teoría de la comunicación, y como seguramente sabe cualquier estudiante de bachillerato, en toda transmisión de mensajes siempre se produce algún fenómeno de ruido, extraño al contenido de la comunicación. y que enturbia la claridad del contenido. Por aquello de los posibles ruidos, por si se diera el caso de que, cuando estamos tratando de comunicar algo importante, haya llegado a producirse sólo ruido y no propiamente mensaje, en las comunicaciones importantes conviene asegurarse contra el ruido, confirmando los mensajes con la cautela de repetirlos al menos una segunda vez. La redundancia es esencial a la comunicación, si queremos que ésta llegue entera a su destinatario. Y la garantía de la redundancia es algún género de repetición. Justo ahora, por si los ruidos, acabo de decir lo mismo dos veces, aunque con palabras diferentes.Entre los estereotipos profesorales malos, propiamente pésimos, está el de la repetición mecánica, el de los profesores con el latiguillo de repetir el final de cada frase, el final de cada frase (según el ejemplo de esta frase misma). Los profesores menos malos, y los pocos buenos que hay, igual que los buenos parlamentarios, publicitarios o, en general, profesionales de la comunicación, reiteran también los mensajes y contenidos de comunicación dos y mas veces, pero no de la misma manera, no en mimética repetición de lo anteriormente dicho, sino en forma de variaciones verbales y expresivas sobre un determinado tema. En esto consiste la retórica, sin matiz peyorativo alguno, como arte de la persuasión; y en eso también, en buena parte, consiste la didáctica, como arte de la transmisión de conocimientos y de habilidades. La excesiva densidad, en lo hablado o en lo escrito, en el discurso o en el texto, contraviene a la regla de la repetición y, de la redundancia, y es, por eso, propiamente inasimilable. Tratar de encerrar más de dos o tres ideas en una conferencia, en una lección o en un artículo, es ya excederse, decir de más, y, desde luego, es exponerse a que los destinatarios tomen el rábano por las hojas y se queden bastante ayunos de la sustancia de la comunicación. Ahora bien, para asegurar la comunicativa y persuasiva redundancia, para poder repetir dos o más veces, hace falta tener algún poder. Para empezar, los excluidos de las distintas clases de poder (lo que comprende también exclusión del saber) difícilmente pueden llegar a salir del silencio: son gente silenciada (y no tanto multitud silenciosa), a la que rara vez se le da la oportunidad de expresarse, de manifestarse, de poder decir algo, aunque sólo sea una única e irrepetible vez. Si por fortuna alguna vez llegan a la toma de la palabra, no es para disponer de ella durante mucho tiempo. Su espacio se reduce a la fugaz y ya no escuchada intervención en el coloquio o la asamblea, cuando han intervenido todas las personas importantes, cuando el moderador está dispuesto a conceder palabras breves nada más y la concurrencia ha empezado a esbozar el gesto de levantarse. O es el espacio de las 30 líneas, como máximo, en la sección de Cartas al Director. Otras personas, en cambio, y otros textos -como este mismo, si es que llega a publicarse-, disponen de más espacio y se ven concedido el poder de permitirse el necesario lujo de la redundancia, de la repetición.

Releo ahora un trabajo, de: hace pocos años, de una investigadora americana en psicología. social, Marian Schwartz, sobre: la influencia que el puro y crudo hecho de la repetición ejerce so-bre el valor de verdad que las, personas atribuyen a cualquier enunciado. Con la repetición, las afirmaciones meramente verosímiles, afirmaciones relativas a conocimiento general de la vida diaria, son juzgadas más. y más verdaderas, crecientemente probables y, en definitiva, ciertas. No importa cómo se: haga la repetida presentación. de las afirmaciones: repetición. oral o escrita; en listas sin mezclar y en listas mezcladas de: afirmaciones verdaderas y falsas. En todas las variedades de presentación experimentalmente estudiadas, la mera repetición ejerce un efecto de incremento de la creencia en la verdad de las correspondientes afirmaciones.

Si el poder de repetir, de: transmitir mensajes redundantes, aunque sean falsos, está. asociado al poder puro y simple, y si la repetición constituye en importantes ámbitos de las, representaciones sociales cotidianas, un factor poderosamente determinante de las creencias, se hace escandalosamente: manifiesta la facilidad con la. que desde el poder, desde la redundante retórica y didáctica. del poder, resulta posible moldear adhesiones a cualesquiera. proposiciones o propuestas que: no sean, del todo y a las claras., inverosímiles. "Repite y vencerás", puede ser la consigna de quien tiene efectivo poder, de quien dispone de espacio, de tiempo y de medios suficientes para decir y martillar en el mismo clavo muchas veces.

De que la repetición es la. madre de la persuasión, ni siquiera somos del todo conscientes. A poco que bajemos la guardia crítica, nos tragamos persuadidos los mensajes, los, productos que nos son reiteradamente presentados. Parece ser, sin embargo -aunque ignoro que se halle tan experimentalmente comprobado como lo anterior-, que algunas. personas, pese a todo, no se dejan vencer ni convencer por el. martilleo de las repeticiones, emitidas desde las distintas sedes de poder. Al hostigamiento de la retórica de la repetición, cabe siempre oponer: "Vencerás, pero no convencerás". En todo caso, la creencia vencida por la reiteración no merece en absoluto calificarse de creencia convencida.

Hay también, por otro lado, otra noción de poder, antagonista de la anterior. Si poder, hasta aquí, en el anterior análisis, era poder de repetir, de conservar por tanto, frente a tal figura es posible concebir, contraponer y ejercer el poder como poder de cambiar, de modificar. Claro está que si también la modificación es buscada por la vía de la insistencia una y otra vez, sólo se consigue el precario fruto de seguir venciendo, pero sin convencer. Modificar convenciendo, cambiar sin rebajar las convicciones en adhesiones, constituye la suprema finura y arte del poder, el genial gesto en que llega a hacerse tan delgado, tan exento de violencia, que se confunde con la autoridad moral de la razón, dejando a la vez entonces de ser patrimonio de unos pocos para pasar a atributo de todas las personas razonables.

Sólo falta que a la razón se añada la palabra y que las personas razonables dispongan de la oportunidad de hablar en la extensión suficiente que permita una discreta redundancia, y ello en los espacios apropiados, espacios no de publicidad, de púlpito, cátedra y mitin, o de mensaje unidireccional, espacios como el Parlamento o la tertulia, donde todos tengan iguales oportunidades de repetir, de redundancia, donde la palabra circule en todas las direcciones y no sólo desde el poder, el podio, hacia el súbdito, la audiencia. O sea, falta nada más, nada menos, que se produzca el acontecimiento de la palabra, de palabras hasta ahora no dichas, en gentes razonables, silenciosas, silenciadas, y que ello acontezca en el lugar abierto, en el ágora, donde se cruzan todas las direcciones de los discursos pronunciados por diferentes emisores. Con ese acontecimiento no podría sostenerse ya la mecánica, ni la retórica del desnudo poder, y a la obscenidad de éste se opondría a las claras la elemental decencia de estar cargado de razón.

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