La reforma de la justicia penal / y 2
Adóptese la solución legislativa que se quiera en la ejecución de la sentencia del Tribunal Constitucional de 12 de julio de 1988, lo cierto es que los juzgados de instrucción (y también los demás tribunales con el problema de los aforamientos) tendrán ocasión de realizar determinados actos sumariales que, si no provocan la abstención del juez decisor, provocarán la amenaza de que sus sentencias puedan ser recurridas en amparo por infracción del derecho al juez legal o imparcial.La ejecución, pues, de la referida declaración de inconstitucionalidad pone en evidencia la necesidad de promulgar urgentemente un nuevo Código Procesal Penal, que, en consonancia con nuestra Constitución y el derecho comparado, consagre definitivamente el principio acusatorio e instaure una justicia más rápida, eficaz y humana.
No obstante la importancia doctrina del Tribunal Constitucional en torno a la presunción de inocencia, puede afirmarse que nuestro sistema procesal penal tan sólo formalmente mantiene vigente el principio acusatorio.
Para corroborar esta afirmación, y con independencia del problema del juez instructordecisor, no hay nada más que presenciar alguno de los múltiples juicios orales, en los que, salvo algún caso espectacular, los minutos de juicio oral suelen transformarse para el acusado (quien ha podido permanecer muchos meses en prisión provisional) en años de privación de libertad.Si se quiere dar efectivo cumplimiento a ese derecho fundamental a un proceso con todas las garantías se hace preciso invertir el sistema: dotar de rapidez y agilidad a la instrucción y reproducir la totalidad de la verdad histórica en el juicio oral. Para el logro de tal objetivo, y a fin de que el tribunal fundamente exclusivamente su sentencia en el juicio oral, debiera atribuirse, de un lado, la instrucción al Ministerio Fiscal, y el juicio oral, de otro, al Tribunal del jurado. Si el Ministerio Fiscal conociera de los actos de investigación, no sólo el atestado policial, sino ningún acto sumarial podría gozar de valor probatorio alguno, y la prueba habría de ejecutarse totalmente ante el jurado, que nada ha podido conocer de la fase instructora.
Aceleración
La instrucción clásica debiera, pues, permanecer limitada a aquellos escasos supuestos en los que el acusador particular reclamara su asunción por el juez de instrucción. Pero en la inmensa mayoría de los casos en los que no hay querellante o mantiene intereses coincidentes con el Ministerio Fiscal se ganaría en rapidez, si se otorgara la investigación oficial a este imparcial defensor de la legalidad.
En efecto, en el momento actual, un factor psicológico (el de que la Audiencia no le revoque el sumario) influye en el comportamiento del juez en orden a realizar una exhaustiva y en ocasiones inútil actividad instructora.
La actitud del Ministerio Fiscal ha de ser mucho más pragmática: su función consistiría, frente a una denuncia, en realizar los actos imprescindibles para determinar si puede abrirse el juicio oral o resulta procedente la petición de sobreseimiento. La canalización, por otra parte, de todas las denuncias a través de la fiscalía permitiría el archivo de todas aquellas que no tienen autor conocido y que provocan no poco papel inútil en el juzgado.Si a todas estas facultades se le confiriera también al Ministerio Fiscal la de solicitar, en las infracciones leves, la sustitución de la aplicación de una pena privativa de libertad por otra no privativa (verbigracia: la multa o la privación de derechos) y a recabar, al inicio del proceso, la conformidad riel imputado, se evitarían no pocos estériles procedimientos (en Europa el proceso monitorio ha producido una economía del 60%) y las molestias que ocasionan al ciudadano sus idas y venidas al juzgado para llegar a una sentencia con remisión condicional.
Humanización
La humanización del proceso penal debiera ser, finalmente, el objetivo primordial de la reforma. Y es que, en la actualidad, parece como si la única función de la justicia penal haya de consistir en la aplicación indiscriminada de la ley al caso concreto (apreciación un tanto hipócrita, pues en el año 1985 tan sólo el 9% de las denuncias llegaron a juicio oral).
Nadie se ocupa, sin embargo, de la puntual reparación a la víctima, ni mucho menos de la resocialización del imputado.
La instauración en tal sentido de los sobreseimientos bajo condición podría contribuir al logro de ambas finalidades. Si se le confiriera al imputado no reincidente la posibilidad de eludir la cárcel, previa la inmediata reparación a la víctima, el pago de la pertinente multa y el voluntario cumplimiento de determinadas prestaciones sociales (verbigracia: la realización de determinados trabajos comunitarios) o individuales (por ejemplo, el sometímiento del drogadicto a un proceso de desintoxicación), podría el perjudicado obtener una pronta satisfacción y evitar al joven aprendiz de delincuente el contagio criminógeno y para su salud que la prisión provisional siempre supone.
A la actual dialéctica prisiónlibertad habría que oponer, por consiguiente, otras alternativas materiales (verbigracia: los sistemas de probation) y procesales (las medidas de control judicial), que reserven la privación de libertad a las modalidades de delincuencia más violenta o más grave. De no hacerlo así, habrá que ir ejecutando, y sin demagogias, la vigente política de expansión carcelaria.
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