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Monaguillos 2000

"La independencia es mejor musa que la protección". José de Espronceda.Los estados de opinión tienen casi siempre un origen difuso, apenas perceptible. Flotan primero sobre susurros, incompletas propuestas, comentarios argumentados en privado, acumulación de coincidencias provocadas que se convierten al cabo en convicciones, hasta que alguien, acaso el más ingenuo o menos cauto, se siente, no se sabe por qué, investido de la voz declarante y, seguro de sí por lo insuflado, formula la opinión o la hace pública. Son estos declarantes, en cierto modo, voces inspiradas. Su autoridad no suele ser propiamente la suya, sino la de los creadores presumibles de las vagas corrientes sumergidas en las que la opinión, de sólito, se funda.

En un medio como el nuestro, donde sería más necesario a todas luces el rigor estructurado de un pensamiento crítico que el pasmo momentáneo de un pensamiento débil, se ha ido consolidando en los últimos tiempos una corriente de opinión -sin duda alguna interesada- según la cual toda forma de pensar crítica sería una radical anacronía. Para esa corriente, el intelectual sospechoso de sospecha o de crítica se situaría no entre el mono y Platón, como quiso el poeta, sino entre el dinosaurio y la estantigua. Es fácil, de ese modo, desalojar del semidesarrendado espacio de la mente la antigualla inservible de la crítica. La crítica es, en efecto, a más de un mueble, un inquilino incómodo que pide mucho y paga renta antigua. Se trataría, pues, de hacer que prosperase una simple operación de desahucio.

Pensar que la anulación del margen crítico del pensar supondría la extinción de éste representa, claro está, una escandalosa inadaptación a los nuevos tiempos. Exigen éstos el paso de una supuesta desafección metódica a un natural consentimiento. Se produce esa corriente de opinión en apoyo, implícito y explícito, del poder político. Pero ¿es ése el tipo de servicio que el poder puede o debe esperar de la creación o del pensamiento?

La pregunta parece particularmente pertinente cuando los componentes del poder -Gobierno, partido- parecen adecuarse con convicción creciente a un contexto caracterizado por el estrechamiento progresivo de las posibilidades de expresión eficaz de la disconformidad, de la crítica o de la simple diferencia.

Aún le queda a uno en el espíritu, como residuo de la reciente crisis de los socialistas andaluces, la reiterada idea de las ejecutivas compactas, objetivo explícito de una de las facciones en liza. ¿Anulación de la diferencia? ¿Lenguaje involuntariamente totalitario? ¿Habríamos de dar nuestro consentimiento a tal vicio de forma?

En el socialismo español la crítica es anémica. ¿Asumiría la corporación intelectual, por solidaridad o por consentimiento o por contagio, ese estado de anemia o de carencia? ¿Confluiríamos todos de ese modo, para no molestarnos, en lo que el señor Mermaz, presidente del Grupo Socialista en la Asamblea francesa, acaba de llamar socialismo de "encefalograma anodino"?

Los intelectuales que se adelantan como valedores acríticos del poder parecen ignorar que la socialdemocracia reinante entre nosotros tiende a confundir -si no teórica sí prácticamente- el estado real de la sociedad con el estado ideal de ésta: de ahí la no aceptación de la disconformidad o de la crítica. La socialdemocracia, cosa que los acríticos olvidan, es lo que sucede -por razones, sin duda, analizables- cuando la política se retrae al lado de acá de lo posible y no franquea -ni siquiera con la imaginación- sus límites. Genera de ese modo sociedades esencialmente reproductoras, no creadoras. En cierto sentido, es así la negación radical de la cultura como animal viviente. Su símbolo, ciertamente, es el museo. Como lo fue el pantano -en un simple orden de equivalencias inocentes- para el antiguo régimen.

En nuestro contexto socialdemócrata, el estamento intelectual o parte de éste parece sentir una desmedrada debilidad por el museo o la academia. Ciertamente, no es el disentimiento en esos casos la forma de pensar que predomina. Por el contrario, da la impresión de que ciertos intelectuales quisieran tener, en su relación con el político, la posición de concelebrantes. Grave error: intelectual y político dicen misas distintas. Si la concelebración se fuerza, el intelectual queda siempre en el solo nivel del monaguillo, al que incumbe también, no ha de olvidarse, la indispensable función turiferaria.

Nos preguntamos si no corresponderán al ejercicio de esta última las declaraciones hechas en El Escorial por el novelista de la generación republicana Francisco Ayala (EL PAÍS, 20 de julio de 1988), quien considera sencillamente 11 sensacional" la transformación de este país y no ve en el estar "en contra" o ser oposición más que el simple "peso del franquismo" en la intelectualidad española. La desestimación de la oposición o de la crítica como producto anacrónico del estar recluido en un "círculo poblado de fantasmas del pasado" no puede ser ni menos analítica ni más sumaria.

Curiosamente, es ésa la misma tesis que sustancia Luis Goytisolo en su reciente artículo Resistencialismo 88 (EL PAÍS, 24 de agosto de 1988). Lamento disentir de Luis Goytisolo, con quien me une una vieja y fraternal relación. Pero, quizá por eso, mi disentimiento es en este caso más inmediato y acusado.

Lo que para el novelista republicano sería resultado de una especie de franquismo residual es aquí consecuencia de otra -o de la misma- actitud anacrónica: el neo-resistencialismo. Es curioso que ni el autor de estas líneas ni otras muchas personas netamente implicadas en los años sesenta en la lucha contra el antiguo régimen tengan noticia de la palabra resistencialista. Da la impresión de que el autor de Recuento ha creado, junto con el término, la figura del neo-resistencialista, como el predicador católico creaba la del arriano, con toda la previsible negatividad necesaria para mejor destruirla.

También parece pertenecer al mundo de la ficción el fenómeno de "concentración crítica" al que Goytisolo se refiere, siendo así que la función crítica parecería estar padeciendo entre nosotros un síndrome público de debilitamiento, anemia y extinción presumible. Contra esa supuesta concentración defiende el novelista no sólo a los principales ministros, a más del presidente y el vicepresidente, sino a los ministros bisoños, a los que protege de antemano contra la inminencia de fuegos grancados. De estar en el caso de estos últimos ministros, yo no sentiría particular agradecimiento por tan ingratos augurios.

Particularmente penosa es, por último, la mención acrítica que Goytisolo hace de la excelente imagen de España en círculos exteriores. ¿No ha percibido nunca en esa dorada imagen de la neonata España democrática la satisfecha y condescendiente contemplación del comportamiento adecuado y tranquilizador de lo que J. L. Aranguren ha llamado "un país satélite"? En nada ha de escandalizar este adjetivo ni en ninguna anacronía ha de permitir que se nos recluya, ya que -desafortunada y paradójicamente- la satelización es hoy un fenómeno planetario.

En todo caso, y aun a reserva del disentimiento aquí expresado, no podemos dejar de reconocer que los dos novelistas citados han hecho méritos abundantes para recibir sendas condecoraciones oficiales, que desde aquí se solicitan y cuyo nivel y rango habrán de ser, por supuesto, los que el ministro del ramo determine.

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