_
_
_
_
Tribuna:MITROPA / 2
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Los baños

En el imperio austro- húngaro los caballos tuvieron gran importancia. Tanta importancia tenían que bien se puede afirmar que la suerte del imperio dependía no tanto de la caballería cuanto de los caballos. Las otras grandes potencias europeas —el zar de Rusia, la corte de St. James, la república francesa (muy de a pie), los príncipes alemanes— fiaron menos en los caballos, y quién sabe si gracias a eso han subsistido con mayor apariencia de poderío. Pero las patrias de la Europa Central se forjaron a caballo y a caballo tenían que jugar su suerte; en sus reinos y provincias los príncipes y altos dignatarios estaban siempre a caballo, a juzgar por los testimonios que nos han llegado, un caballo siempre almohazado y enjaezado, a pocos pasos de la cama. El motor de combustión interna fue fatal para el imperio, nunca se recuperó de tal golpe y por ahí le vinieron casi todos sus males. De haber prevalecido el caballo, incluso sólo el caballo de tiro, otra hubiera sido su suerte. En esos países, ya que sus héroes y guerreros deben estar siempre a caballo, la posición pedestre se reserva a sabios, astrónomos y predicadores; la sentada a poetas civiles y pedagogos, pintores y hombres de letras, como ese admirable Anonimus, cronista del rey Bela III, que, encapuchado y recostado sobre el respaldo de su banco, deja caer indolente la mano que sostiene la péndola.

No es de extrañar, por consiguiente, que en Budapest haya tal proliferación de estatuas ecuestres —por lo general muy tardías, contemporáneas del despertar nacionalista que por primera vez reconoce sin ambages cuánto la patria magiar debe a sus caballos—,altorrelieves y monumentos conmemorativos —al Segundo Regimiento de húsares de Transilvania, por ejemplo— de entre los cuales quiero destacar el del elegante húsar (una de las pocas palabras magiares incorporada a todas las lenguas) que de una galopada recobró Berlín para el cetro de María Teresa, o la gallarda del príncipe Eugenio de Saboya, el más grande estratega de la Edad Moderna, según la mayoría de los historiadores bélicos, conquistador de Budapest y que, al decir de Montesquieu, abandonó la carrera de las armas cuando supo la muerte de Villars, su rival a lo largo de 20 años de campañas y único capitán que podía medirse con él.

En todo el barrio de la Ciudadela se siente la ausencia del caballo, y cuando a la caída del sol queda desierto y del fondo invisible de una calle curva llega el ruido de unos cascos, de pronto se tiene la impresión —muy acorde con los sentimientos del señor Rezeda— de que a la retirada de los turistas, los perennes moradores del barrio regresan a él para la cena, tras su diurno desalojo obligado por el equilibrio de la balanza comercial. Pero no: es el último de los coches de punto —con postillón tocado con bombín— que con paso cansino arrastra su última ronda en busca de un mejor equilibrio de la balanza comercial. (Nadie debe extrañarse de que el gran salón Vladislav, en el castillo de Praga —el salón medieval más espacioso al norte de los Alpes—, donde tenían lugar famosas ceremonias, justas y fiestas, cuente con una rampa para el acceso a caballo.)

Si los caballos tenían tanta importancia, no le debían ir a la zaga los baños públicos y los balnearios, otra de las herencias del turco. Sobre todo en su período agónico, los hombres del imperio, cuando no estaban a caballo, se metían en el baño, envueltos en vapor. A la vista tengo una fotografía que cuanto más la contemplo, menos me la creo. El emperador Francisco José, viudo y setentón, se dirige al baño desnudo y a pie; el tronco de su cuerpo semeja la cabeza de un mastín, sus fláccidos antebrazos son las orejas, las tetillas los ojos y su tripa prominente el hocico cuya boca oculta púdicamente con algo parecido a. un plumero. Pero Francisco José ni siquiera en el baño puede desprenderse de sus atributos imperiales, por lo que su desnudez se adorna con un casco wilhemino con morrión de plumas de medio metro de altura, al pecho una condecoración y un crucifijo, mientras, más sorprendente todavía, con su mano izquierda sostiene el sable, que cuelga de un cinto de raso. En su camino al baño es saludado militarmente por un edecán igualmente desnudo, pero tocado con casco, sable y botas.

Sin duda, de todos los baños de Budapest, el más famoso y concurrido es el Gellert, en el edificio del gran hotel del mismo nombre, una joya de la belle epoque maltratada por la modernización. En los baños del Gellert no es fácil entrar y poco menos que imposible bañarse, a menos de conseguir el inevitable pase extendido por las autoridades sanitarias (tampoco es sencillo conseguir un billete de tranvía, pero nada más fácil que viajar en él. No vi a lo largo de dos trayectos que viajero alguno depositara su billete en el cajetín, pero me consta que todos viajaban con su correspondiente abono). Todos los húngaros se bañan con gorro, por lo general de plástico transparente, como los de las duchas de los hoteles, sin duda a causa de una norma de obligado cumplimiento cursada por las autoridades sanitarias, que, con el pretexto de la salud pública, han decidido perseverar en las costumbres de su antiguo emperador y conceder al ciudadano, en el rebajado orden socialista, los mismos gustos que él se dispensaba; de la misma manera que ha abierto para su uso dominical los parques y jardines de sus antiguos dominios privados.

Matías Horányi, el director del departamento de castellano de la universidad de Budapest, es un hombre notable; no sólo por haber fundado la primera cátedra de hispanismo de Hungría, no sólo por ser uno de los especialistas más prestigiosos de Europa, no sólo por ser una de las mayores autoridades en Antonio Machado y el Modernismo (a tanto le lleva su pasión que en su casa veranea este año el modernito). "Un albañil del Este", dice de sí mismo. Matías Horányi se ha construido él solo su casa, en Tordas, un pueblo a unos 30 kilómetros de Budapest en la-dirección del Balatón, por cierto, un lago somero, de unos tres metros de profundidad media, que cumple allí función parecida a la del pantano de San Juan en Madrid. No sólo ha levantado su segunda casa de dos plantas, sino también una cripta subterránea, revestida de sillería caliza —cuyos sillares ha colocado uno a uno con sus manos— que en su día piensa forrar con botellas de ese borgoña magiar que allí tanto gusta. Por unos pocos miles de forints, una excavadora le hizo las zanjas, la fosa y el posterior relleno; por otro tanto, un camión le vertió en un día el hormigón de los cimientos; los marcos de puertas y ventanas los adquirió de segunda mano en un derribo; la tabla de pino machihembrado para los pisos, en una serrería vecina; la mano de obra la puso él (con ayuda de su mujer y su hijo de ocho años, que le sirven de auxiliares) a lo largo de seis meses; tan sólo faltan la escalera y la estufa; y la luz eléctrica, que espera tener la próxima década. También ha plantado el huerto, los frutales y las vides, en los 7.000 metros cuadrados de tierra que el Gobierno concede a todo ciudadano por un precio simbólico.

Le pregunté a Matías si aquello era la puszta, si no había por allí grandes manadas de caballos. Buena parte de la crianza de caballos ha desaparecido de Hungría y solamente en el noroeste del país, en el valle alto del Tisza, al sur de los Cárpatos, se pueden todavía con templar grandes manadas de caballos destinados en su mayoría a la industria de la carne. Consecuencias del motor de explosión. Aquello era la puszta, una puszta tímida, poco a poco puesta al servicio de la metrópolis; para mi sorpresa, supe también que el basin de Budapest goza de un clima seco, con una precipitación anual media que no sobrepasa los 700 milímetros, algo más que Madrid, un dato que abona la afición del turco al lugar.

No lejos de Tordas se encuentra Martonvasar, "en aquel paisaje húngaro todo encantado de música y velado de la malinconia". Allí tenían una importante hacienda los condes Brunswick de Korompa, devastada por los turcos en su penúltima incursión. En el palacio residió varias veces Beethoven entre 1804 y 1806, como preceptor musical de las hijas del conde; se sabe que allí terminó la Appasionata, y estimulado por la idea de contraer matrimonio con Teresa vivió uno de los períodos más fértiles de su vida, su akmé, según Herriot, cuando concibió entre otras piezas el Concierto para violín y orquesta y los tres Cuartetos de cuerda, opus 59, que luego dedicó al príncipe Razumowski. En sus memorias cuenta Teresa que los condes tenían por costumbre titular los tilos de un soto cercano al palacio con los nombres de los amigos que lo visitaban, y Beethoven tuvo su árbol, en cuya corteza estuvo grabado su nombre, hasta que fue talado en 1919 para convertirlo en leña durante la revolución bolchevique de Bela Kuhn. Nada supo o quiso decirme Matías sobre el estado actual del palacio; quizá haya sido restaurado y tenga un aspecto más hermoso y hasta más antiguo que antes de la guerra; quizá haya un tilo, cuidadosamente envejecido, con el nombre de Beethoven grabado en su corteza. El culto a los viejos tiempos a la larga se impone a las ínfulas revolucionarias. El famoso restaurante Hungaria, en Pest, cuyo edificio, antiguo casino, se halla en proceso de restauración, se acompaña ya (con caracteres menores y un preservativo paréntesis) de su antiguo nombre: New York. Todo parece indicar que dentro de poco recuperará su antigua titularidad, con un evocativo paréntesis, para llamarse: New York (Hungaria).

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_