De azúcar
Dicen que el imperio español se vino abajo porque tenía los pies de barro. Cada cual es muy libre de interpretar la historia a su capricho, pero yo les digo a ustedes con fundamento que el imperio español era de azúcar, algo así como la casita de chocolate de Hansel y Gretel. Para darse cuenta basta con viajar al corazón de ese imperio que es Castilla y reparar en los restos del naufragio.¿Qué es lo que queda en pie de aquella grandeza, aparte de algún palacio o catedral, que son en sí mismos monumentales artificios de repostería a la piedra? Pues apenas otra cosa que los imperiales de La Bañeza, las yemas de Santa Teresa, los huesos de santo y las tartas de teta de monja -de geografía plural-, los mazapanes de Toledo, los nicanores de Boñar, las paciencias de Soria, las tortas de Alcázar, un puñado de almendras garrapiñadas de Alcalá de Henares y las mantecadas de Astorga.
Unos cuantos montones de azúcar repartidos aquí y allá constituyen las ruinas de lo que fuera la más ardorosa nación de la cristiandad.
Ignoro si se ha llegado a establecer con claridad el nexo que existe entre las golosinas y la salvación de las almas, pero es indudable que la repostería florece con la fe. No sé si es que la fe decae o que el negocio se ha secularizado, pero los dulces imperiales están perdiendo y las nuevas religiones ya no rinden culto al hidrato de carbono. Ahí tenemos las criadillas de Perico Delgado al maillot amarillo, el último tributo de la meseta a los nuevos dioses, disputándoles la gloria a las yemas de la santa.
Astorga fue famosa por sus mantecadas y sus canónigos. Su esplendor llegaba en las mañanas de mercado, con su atmósfera densa de dulces y melindres, hortalizas y excrementos de mulo. El progreso ha aventado a los mulos, ha diezmado a los canónigos, y desde que Marlon Brando profanó en aquel filme innombrable el inocente uso de la mantequilla, me parece a mí que las mantecadas ya no saben como antes. Esto sí que es el final del imperio.
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