El paseo nocturno
Aparte de ir a ver lo que es obligado ir a ver y nunca se acaba, Venecia no ofrece en agosto más diversión que la de pasear, mirar, volver a pasear y volver a mirar. No es que en invierno haya mucho más que hacer, pero de cuando en cuando se inaugura alguna exposición rosácea bajo los auspicios de Agnelli o se acude a algún concierto. Sólo en su afición por la música coinciden los venecianos con sus antiguos invasores, los austriacos: las salas de conciertos son las únicas para las que se puede no encontrar entradas, y entre los pocos acontecimientos que los habitantes de la ciudad tienen fijos en su niveladora memoria está, por ejemplo, la noche en que el pianista Sviatoslav Richter estuvo el tiempo (aún más) con el segundo movimiento de una sonata de Haynd en La Fenice. Pero en agosto todo se para, y los ciudadanos o turistas que no deseen ir a la película que cada día se proyecta al aire libre en la gigantesca pantalla instalada en Campo San Polo ni estén demasiado efectados por las caminatas diurnas, el calor y el síndrome de Stendhal, que aquí se cobra tantas víctimas, no tendrán más remedio que salir a eso, a pasear y mirar.La ciudad cambia totalmente de noche. Una de las más animadas que conozco durante el día, al ponerse el sol todo desaparece o se cierra, y a medida que avanzan las horas, Venecia se va quedando cada vez más desierta y más poseída por los sonidos individuales. El ruido de los pasos; se cruza con el batir del agua, y la apariencia de decorado de cualquier rincón se acentúa, ya que ningún decorado lo parece tanto como cuando está sin acción y vacío. Pero lo que verdaderamente hace cambiar a Venecia es la propia oscuridad. De noche -es la queja de muchos turistas bíblicos- apenas está iluminada: alguna que otra iglesia, algún que otro palacio del Canal Grande, basta. En los canales y calles menores y secundarios, los que principalmente son la ciudad, sólo un farol aquí, una linterna allá, una cicatera rendija de luz entre las contraventanas verde sandía. Hay puntos en los que la oscuridad es casi absoluta, y uno puede detenerse en lo alto de un puente durante horas tratando de discernir en vano algo más que el mero perfil de los edificios y el adivinado discurrir del agua. El agua es el elemento fundamental de la ciudad, lo que de día devuelve y potencia la luz y el color (rojo sanguina, amarillo, blanco) de las casas y los palacios. De noche, en cambio, apenas devuelve nada. Absorbe. En las noches sin luna -como la de ayer- es tinta, y por eso parece mucho más estancada de lo que en realidad está. La única iluminación verdadera es, en esas noches, la que viene de los edificios construidos con la blanquísima piedra de Istria, ya mencionada: Santa María, della Salute o el Pallazo Mocenigo Casa Nova; San Giorgio o Il Redentore, desde el paseo conocido como Le Zattere.
El paseante que no desee perderse en tinieblas por los recovecos de la ciudad y quiera andar largo rato por un lugar espacioso junto a las aguas tiene dos opciones: la Riva degli Schiavoni y Le Zattere. El primer paseo, que se inicia desde San Marcos, será el elegido por aquellas personas que precisen un mínimo grado de semejanza entre los sitios del mundo. Allí, en los Schiavoni, encontrarán todavía gente, y aun demasiada: vendedores, bullicio, masas de jóvenes al pie de los obeliscos, japoneses, españoles, restaurantes, bares. Aunque pocos seguirán abiertos pasada la medianoche: el bronceadísimo camarero del bar Do Leoni, que se afilaba las uñas a media tarde preparándose para recibir a sus clientes, rendidos por la fatiga y el éxtasis, estará ya poniendo las sillas vueltas sobre las mesas. Un poco más hacia el Este, las hileras interminables de motoscafi amarrados son mecidos por el vaivén de las aguas de la laguna, produciendo, al rozarse, un descomunal concierto de chirridos metálicos y falsos abordajes, que probablemente constituirá el tormento de los ancianos de un asilo que está justo enfrente. En la Riva degli Schiavoni hay aún mucha gente, pero está ya rendida. Sólo el Harry's Bar, a poca distancia en dirección contraria, seguirá animado y ufano, con su galería de personajes vistosos y sus familias americanas seguidoras del beato Hemingway: sin duda, el mejor restaurante de la ciudad, ese pequeño y mítico comedor mantenido intacto desde 1931 por la familia Cipriani, es algo que deben permitirse incluso aquellos que no pueden permitírselo en modo alguno.
Pero la otra larga fondamenta o andén por el que puede pasearse junto a las amplias aguas (en el Canal Grande no hay más que breves trechos transitables) son las llamadas zattere (balsas, literalmente). Son el extremo, el borde sur de la ciudad, desde el que se contempla la isla de la Guidecca, separada por el ancho canal del mismo nombre, tan ancho y profundo que por él se ven navegar los barcos. La Fondamenta delle Zattere es bien conocida, pero queda algo oculta, y sólo aquellos que -por ejemplo- tras ir a ver la iglesia de Santa Maria della Salute avancen hasta la punta de la vieja Dogana y le den la vuelta, se encontrarán con ese andén extraordinario. A diferencia de la Riva degli Schiavoni, es callado y razonablemente solitario. De cuando en cuando se encuentra uno con una terraza en la que algunos habitantes de la ciudad y unos pocos visitantes avisados toman copas o helados sin hacer ruido. Pero lo que predomina son los largos tramos de piedra, en los que a un lado hay muro y al otro el agua, o bien, de tanto en tanto, la interrupción de ese muro por un puente bajo el que corre un río o canal menor, señalando el camino hacia el interior de Venecia.
El otro lado
Al otro lado del canal de la Giudecca se ve el frente de esta isla, con la iglesia palladiana del Redentore iluminada, y también, en escorzo, se alcanza a ver la de San Giorgio Maggiore en su isla, más hacia Oriente, también de Palladio. El paseante le da la espalda y la deja atrás y va atravesando puentes: Ponte dell'Umiltà, Ponte Ca'Balà, Ponte agli Incurabifi. Lo más multitudinario que encuentra a su paso es una pareja que ¡la llegado hasta Le Zattere por casualidad o capricho y se ha quedado suspendida en un puente, sin saber si seguir hacia un lado u otro, o tal vez contemplando el paso de un barco de gran tonelaje, que, de pronto, se ha convertido en parte móvil de la Giudecca. Pues en Venecia, al surgir de las mismísimas aguas los edificios (de dos o tres o cuatro pisos a lo sumo), cualquier embarcación elevada los oculta completamente, y así hay momentos en los que un buque ruso u holandés o griego suplanta a la iglesia del Redentore o a la delle Zitelle, como en un escenario de Hitchcock, borrándolas de nuestra visión durante unos segundos. También se cruza uno con niños: pescan sepias y platijas con redes desde la orilla. "Una seppia e sette passarini", dicen dos de ellos, con gafas, a los que pregunto por lo que ya contiene su bolsa de plástico. Mientras, por el muro de mi derecha, escapa hacia arriba la lagartija. Tras el siguiente puente, della Calcina, hay una placa que rememora a John Ruskin, "sacerdote dell' arte", al cual, según la inscripción, "cada mármol, cada bronce, cada lienzo, cada cosa le gritó...". Que todo le gritara tan desconsideradamente puede que explique más de una incontrolada página de aquel sacerdote sumo en sus Stones of Venice.
Pero es más allá, pasado el Ponte Lungo y hacia el Oeste, al acercarse ya uno a la Stazione Marittima y al final de Le Zattere y del paseo, donde se encuentra lo más sobrecogedor: al fondo, a Poniente, se ven de día las industrias de la vecina Marghera. Pero lo que ¡importa está enfrente, donde la Giudecca acaba. Dos edificios de aspecto nórdico o hanseático, cuadrados, altos, colosal uno de ellos, de siete pisos, como nunca se verá en Venecia, se alzan sombríos al otro lado. El mayor de los dos es una mole que en la noche se ve sin ningún color. Poco antes de llegar frente a ellos las aguas de la Giudecca han devuelto el brillo de los alegres faroles del Harry's Dolci, otro de los establecimientos del imperio Cipriani. Allí, en cambio, bajo las moles nórdicas -como un pedazo de Hamburgo o de Copenhague-, el agua es más negra que en ningún otro punto, pues ni siquiera se ve la bombilla de un insomne en su piso, ni la linterna de un vigilante. Allí no hay ventanas góticas ni almohadillado renacentista, no hay blanca piedra de Istria ni la sombra de un color bermejo; sólo una construcción incolora y decimonónica, oscura, lúgubre, derrelicta: son los edificios de Mulino Stucky, la enorme fábrica de harina, levantada en 1844 pese a las muchas protestas y que ahora lleva abandonada desde la posguerra. Todavía no se le ha hallado una nueva función posible que pueda justificar el gasto de su restauración, de su vuelta a la vida. El camarero del restaurante que hay enfrente de Mulino Stucky mira con desdén esos edificios del progreso y me dice que allí no hay nada, está todo vacío, sólo "pantegane come gatti" ("ratas como gatos"), en su dialecto, tan parecido al castellano. Esa masa de hierro, ladrillo y pizarra, que nada tiene que ver con el resto de la ciudad, se erige, decaída y adusta, como un trofeo de la propia Venecia, lugar de lo desinteresado y lo inútil que se venga -la espalda vuelta- de la única fábrica que fue construida dentro de sus confines. Todo lo desinteresado y lo inútil, todo lo que no permite otra cosa que pasearlo y mirarlo, se mantiene vivo, a veces salvándose por un milímetro de la ruina. En lo desinteresado e inútil hay siempre una luz, aunque sea mínima, aunque su misión no consista más que en iluminar el entenebrecido resto, como dijo Faulkner del fugor de una cerilla en la noche. Mulino Stucky, por el contrario, está siempre apagado, y el paseante, desde Le Zattere, al otro lado de las aguas, se esfuerza por adivinar el pasado, mucho menos lejano, pero más indescifrable que el de cualquier palacio, de su torre emblemática y de su pináculo, de sus relegados muros y sus ventanas ciegas.
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