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Tribuna:VIAJEROS DE VERANOVENECIA, UN INTERIOR / 2
Tribuna
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El archipiélago

Javier Marías

Ni los venecianos, ni los que no son de Venecia pero viven aquí, ni los visitantes que se atreven a permanecer más tiempo del estipulado por una biografía convencional, acaban teniendo deseo ni fuerzas para salir de la ciudad. De la razón sería para esta extraña fijeza, para este envolvimiento sin intersticios de quienes se entretienen demasiado en Venecia, para esta mezcla de contentamiento y resignación, se hablará después. Pero lo cierto es que, sobre todo, los primeros, los venecianos, rara vez abandonan su ciudad, y si lo hacen es para trasladarse a lo que desde siempre les perteneció.La isla mayor del Lido, cuyas playas Visconti hizo celebérrimas con aquella colección de cromos para estetas marítimos que se tituló Muerte en Venecia, es hoy, en contra de lo que mostraban aquellas estampas, un lugar totalmente doméstico, en absoluto internacional. Es una playa familiar a la que los venecianos se llegan a diario durante el mes de julio tras una travesía de 20 minutos por las grisáceas aguas de la laguna. Allí los aguarda una caseta de baño, cuyo alquiler para la temporada les habrá costado cinco millones de liras y, que sólo utilizarán durante ese mes y la primera semana de septiembre, pues en agosto se desplazan a sus montañas, los Dolomitas. Ésas son seguramente las mayores distancias que alcanzan en su retraída existencia. Su talante huidizo les hace evitar hasta la playa del Hôtel des Bains, allí donde se demoraban interminablemente los ojos soporizados de Dirk Bogarde: no sólo puede esa playa atraer a algún turista maquillado de Aschenbach o peinado a lo Tadzio, sino que, además, la consideran de medio pelo. La buena, dicen, es la del hotel Excelsior.

La playa del Lido, por lo demás, es un trasunto estival del patio de butacas de La Fenice. La sociedad veneciana es tan endogámica que, así como sus miembros desprecian a cualquier extranjero (no digamos a cualquier compatriota, y más si es meridional, terrone, gente de Roma para abajo), se admiran unos a otros inconmensurablemente y allí donde saben que van a encontrarse procuran despertar la admiración inconmensurable de sus propios espejos. Por eso las señoras se llegan hasta la misma arena con vestidos de seda y marca, zapatos de tacón dorados y todos los brillantes, esmeraldas, zafiros, perlas y aguamarinas que tengan a su disposición. La cara caseta se quedará con las sedas y con el calzado, pero las gemas y el oro ni siquiera desaparecerán cuando la señora decida interrumpir un momento la charla social y darse un baño en las aguas de su mar caldeado y pálido.

Cada isla del pequeño archipiélago en que se inscribe Venecia parece tener o. haber tenido una función específica. La propia ciudad está firmada por islas, las que antiguamente, antes de que la urbe tuviera entidad de tal, se llamaban del Rialto. En la actualidad, y a vista de pájaro, éstas parecen sólo dos, separadas por el Canal Grande como por unas minuciosas y pacientes tijeras curvas. Ensambladas, casi encajadas la una en la otra, tienen un poco forma de paleta de pintor. No son éstas islas para servir a nadie, sino para ser servidas por las demás. Venecia, resuelta a que su inmutable superficie o figura coincida sólo con lo principal, extiende por la laguna todo aquello demasiado especializado o demasiado vergonzoso, lo subsidiario, lo horrendo, lo funcional, lo enfermo, lo que no ha de verse, lo que no debe tener cabida en su cuerpo administrativo, eclesiástico, palaciego, naviero, comercial.

Así, por ejemplo, la isla de Sant'Erasmo es el huerto de la ciudad. De ella y de las de le Vignole y Mazzorbo proceden casi todas las verduras y frutas que abastecen Venecia. Atravesar en barca los canales de le Vignole supone adentrarse en un paisaje selvático. El verde que no se ve en Venecia (lo hay, pero oculto) está en esas islas-huerto, en esas islas-almacén. San Clemente y San Servolo, por su parte, albergaron, respectivamente, los manicomios para mujeres y hombres, hasta que esas instituciones fueron abolidas por el Estado italiano hace 10 o 15 años. San Lazzaro degli Armeni fue la leprosería hasta el siglo XVIII, en que, como indica su nombre, fue entregada a la importante y culta comunidad armenia, del mismo modo que la Giudecca fue la isla elegida por los judíos (el gueto era otra cosa) para habitarla. A Sacca Sessola iban los tuberculosos, mientras que en San Francesco del Deserto hay sólo un convento (franciscano, obviamente), con cuidadísimos jardines cruzados por pavos reales. Burano también tiene su especialización: los famosos merletti o encajes, aunque la mayoría de los que allí se venden en la actualidad están confeccionados en Hong Kong y Taiwan, como casi todo lo que se vende en el universo mundo. Y Murano, que cuenta con el asombroso ábside de Santa María e Donato, de finales del siglo XI, es, por lo demás, una sucesión de tiendas y fábricas de vidrio soplado, negocio del que la isla vive. Allí se idean las delicadísimas frutas de Barovier, los floreros de Venini, las copas de Moretti. Toda la isla tiene mirada de vidrio.

Pero la más emocionante es Torcello. Torcello tiene apenas nada: dos iglesias, tres restaurantes y la Locanda Cipriani, en la que - según cuenta la voz amiga de Giovanna Cipriani, nieta del fundador de esta exquisita cadena de hoteles y restaurantes- se alojaba el patrono de los turistas, san Hemingway, alimentándose durante días y días a base de sandwiches y vino que en grandes cantidades (el vino) le llevaban a su habitación. El resto de la isla está apenas poblada, dominada por una ordenada vegetación.

Pero es en Torcello donde en buena medida se originó Venecia, la primera primera isla que tuvo visos de ser habitada permanentemente por los refugiados de Aquileia, Altino, Concordia y Padua que huían a la laguna temporalmente y erigían palafitos en el estuario ante las invasiones bárbaras del siglo V. Torcello fue la isla más importante de los primeros tiempos, y hoy sólo quedan en pie dos iglesias, precisamente de aquellos primeros tiempos. Es un lugar, por tanto, que ha vuelto a su ser. La catedral de Santa María Assunta y la pequeña iglesia de Santa Fosca son dos restos inverosímiles del estilo véneto-bizantino de los siglos XI y XII (aunque en la primera se conserven elementos del siglo VII) y de una población que, a diferencia de Venecia misma (que creció y se detuvo), creció y decayó hasta el punto de que su suelo se tragara los palacios y las demás iglesias, los monasterios y los edificios civiles y su floreciente industria lanar. Venecia no es verdadera ruina, Torcello sí, víctima de sus aguas progresivamente palúdicas y de la malaria. En uno de los mosaicos del interior de la catedral (el que muestra el Juicio Universal) hay una extraordinaria figura de Lucifer. A su derecha, unos ángeles con lanzas arrojan a las llamas del infierno a los soberbios -testas coronadas, mitradas, cuellos de armiño, orejas ornamentadas- Esas testas son de inmediato aprehendidas por diminutos ángeles verdes, los ángeles caídos. Lucifer, sentado en un trono cuyos brazos son dos cabezas de dragón que devoran cuerpos humanos, tiene la cara y el gesto de Dios Padre: la barba y el pelo abundantes y blancos, el aspecto venerable, la mano derecha en ademán de saludo o de serena orden; sobre sus rodillas, un niño de bonito rostro vestido de blanco: parece un Niño Redentor, un Dios Hijo. Pero la cara y el cuerpo de Lucifer son de color verde oscuro: es un Dios Padre invertido, o, mejor dicho, en negativo, y quien se sienta sobre su regazo es el Anticristo, que también saluda con su mano derecha -el mismo gesto-, como un pequeño príncipe que invitara con suavidad a acercarse a los muertos.

Los muertos de Venecia están también en una isla, ocupan enteramente la de San Michele, que desde el vaporetto se ve amurallada -la única que se ve así- Por encima de sus ladrillos sobresalen cipreses que advierten al visitante de lo que guardan. Sólo desde el agua puede contemplarse con la perspectiva adecuada la fachada de la iglesia renacentista, debida al excelente arquitecto Codussi y edificada, como tantas otras venecianas, con la blanquísima piedra de Istria, uno de los colores de la ciudad.

Cementerio impersonal

Ese cementerio de San Michele, sin embargo, es impersonal. No ofrece, como el de Hamburgo o Lisboa o los de Escocia, monumentales grupos escultóricos ni inscripciones inspiradas, sino meramente descriptivas, unidas en exceso a la vida, sin tendencia hacia el más allá: "Elisabetta Ranzato Zenon, donna di forte ternpra", como atestigua el relieve de su busto gruñón; "Pietro Giove Fu Antonio, negoziante integerrimo"; "Giuseppe Antonio Leiss di Laimbourg, avvocato dottore esperto disinteressato cuore aureo". Una de las tumbas más elegantes parece contener los restos de un personaje apócrifo de Emily Brontë: "Gambirasi Heathcliff". La pleitesía al turista aparece en las flechas que ocupan tres nombres: "Stravinsky, Diaghilev, Pound". Los dos primeros están en el recinto griego, el músico al lado de su mujer, Vera, en dos tumbas iguales con tan sólo sus nombres, inscritos con letras de mosaico negro y azul. Son unas tumbas envidiables, muy distinguidas, de mármol blanco y granito rojo. Sobre cada una, tres claveles marchitos, lo cual me hace recordar la quizá falsa tumba del desdichado Schubert en Viena, tapizada por un jardín- Por Venecia han pasado demasiados ilustres, y la tumba de Pound es un túmulo verde con su mero nombre, perdido en medio del recinto evangélico que nadie visita, el más descuidado, con pedazos torcidos de cruces caídas que se han clavado sobre las mismas lápidas. Nadie encuentra la tumba de Pound entre la maleza. Nadie pone remedio a los estragos de una tormenta. A esos muertos de San Michele los visitan en verano las lagartijas, nadie más. ¿Quién puede ocuparse en Venecia de los muertos de fuera, de la vida acabada de los que vinieron? Los extranjeros mueren aquí más definitivamente. Quizá por eso vienen tanto, a tentar la suerte.

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