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Tribuna:VIAJEROS DE VERANONUDA AESTES / y 5
Tribuna
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La siesta el Ebro

En realidad aquí el verano es muy largo. El verano sestea y ha perdido la cuenta de las horas a iguales. Quizá tamb¡én de los días sucesivos. Aquí perdura y probablemente perdurará una cultura de las cuatro estaciones, establecida sobre un costumario marinero y agrícola que no puede cambiar, que no ,puede ser removido por la ficción del progreso ni. destituido por ningún tipo de colonización estival de urbanitas nacionales o extranjeros o por las nerviosas víctimas de la soledad industrial. Vendrán aquí cada vez en mayor número y serán bien acoagodos, pero tendrán que adaptarse a las liturgias bien establecidas del verano inmortal, del Verano con mayúsculas que no sabe de meses y quincenas y, que aquí sestea tras una comilona de marisco, eso sí, coronado de espigas. Aestes antigua y excesiva. Antes, hace mucho tiempo, a estas playas de Alcanar, que desde el mar parecen al pie mismo del hosco Montsiá y a las rocas de la desembocadura del Senia, bajo los oteros de Sol de Riu, bajaban en los días altos de la canícula y de las zizigías del verano, es decir, por consejo de la. luna, caravanas de carros y tartanas de las masonerías del interior y del monte, payeses ricos con criados y perros y animales para sacrificar, y también vecinos del llano menos opulentos con viandas para un par de días. Se proveían de abundantísimo marisco y acampaban a la sombra, al borde de las playas o a la orilla de las fincas, que por supuesto aún no estaban cercadas hasta el límite mismo del dominio. Las tartanas de labrados arreos y rica tapicería encarnaban la misma figura que sus contemporáneos Hispano Suiza de las fotografías en sepia, varados en las playas del Maresme junto a un chiringuito de refrescos, pero representaban otra civilización, sobre todo del verano. Las señoras se bañaban con las mismas batas a topos, tras una digestión peligrosa, y los caballeros o los payeses caminaban arriba y abajo con las mismas camisetas imperio y distintos tocados, pero no tenían ningún parecido. Aquí, como en las playas de Sant Carles y de l'Ampolla, esas costumbres balnearias relacionadas con la comilona y las formas completas, de bienestar han persistido, porque ha persistido también la ocupación vecinal. De jornadas o de meses, porque en este mundo da igual y el verano sigue siendo continuo y desbordado por los dos cabos, según capricho de la luna. La comilona, el tiberi -ese nombre que perpetúa una tradición hedonística bimilenaria- es obligación cotidiana más importante que cualquier otra forma de culto a los cuerpos y a sus posibilidades felicitarias. Porque el aprovechamiento del país y de su clima, la ocupación del verano, se sigue rigiendo por legalidades agrícolas y de parentesco y vecindad. Desde cerca o desde más lejos todas estas comarcas pasan el verano asomadas a sus playas calientes y aventadas. El viajero solía llegar por la mar a Les Cases d'Alcanar, que entonces no tenía puerto y donde le recibían como a un vecino unos pescadores antiguos, en la más pura tradición de la marinería catalana precisamente, quizá, porque eran de la frontera. Y se sentía uno más allí, mientras duraba la escala. Comía y bebía con ellos y se incorporaba a la cadencia morosa y empeñada de sus vidas. Ahora hay puerto, holgado y bien defendido, y hemos atracado en él. Hay muchos pescadores con lonja boyante, muchos bares y refinados restaurantes en la playa, algunos hoteles y quizá unos miles de forasteros. Pero la cordialidad y la amabilidad es la misma, las leyes de la hospitalidad que parecen practicar todos, no sólo los viejos que seguramente nos recuerdan. Los forasteros parecen, como por toda esta parte, vecinos no muy lejanos, gentes de la región y del valle del Ebro, que seguramente honran códigos de costumbre muy parecidos y se adaptan con tanta facilidad, que puede dar la impresión de que el verano sólo multiplica la población nativa y de que sestea en la buena compañía de todos.Todo enorme

En Sant Carles de la Rápita las cosas no son muy diferentes. Pero en Sant Carles todo parece muy grande, incluso enorme: el golfo de Los Alfaques, el puerto, el tamaño de las barcas amarradas y, sobre todo, los cascos a punto de calafatear en las anguilas de los astilleros. También la ciudad, neoclásica y carolina, con un trazado no casualmente amplio. Y las raciones de marisco de los restaurantes y el contenido de los peroles y hasta la profundidad de las botellas. Todo y abundante, como las mismas playas y la llanura fértil del traspaís del delta que hasta La Cava es jardín rapitense, sobre todo desde que está protegido como parque natural. Todo parece enorme y en peligro de ser invadido, pero la cultura del verano lo protegerá. El verano aquí, como antes, como siempre, obliga al respeto de las cuatro estaciones, que es lo que quieren los astros y los dioses verdaderos. Empieza a haber una importante colonia estival, pero uno tiene la impresión que de gente no muy forastera, sino muy ligada a la región y a sus costumbres. Por la calle, o en el aparthotel en el que el viajero ha recalado, se tropiezan muchos extranjeros, sobre todo italianos, pero se diría que, como los franceses de la Cala de l'Ametlla, no son muy diferentes a la gente del país, y quién sabe si han escogido estas costas por simpatía de culturas. Los italianos podrían ser ribereños del bajo Adriático. La marina, los pescadores, no son sólo el motor más importante de las economías e industrias rapitenses, son también los que hacen la costumbre y la ley, y sin duda La Rápita es, ya que no el puerto de Aragón, como quiso Carlos III, la primera o segunda capital pesquera de los catalanes. Todo el delta es una capital pesquera y desde hace poco del marisqueo y los cultivos marinos. Sant Carles, L'Ampolla y las orillas del río hasta la isla de La Cava, así como las lagunas del parque natural, son en muchos aspectos el mismo puerto, pese a las rivalidades parroquiales que aquí son muy activas e importantes. Son un puerto enfrentado por la tradición y la geografía al de la Cala de l'Ametlla, y en este puerto la población pescadora de La Rápita es la más importante. Sin embargo, en la mar a los marineros de esta parte no se les llama rapitenses, sino caveros, incluso a los de Tortosa y Amposta. Quizá porque los caveros fueron siempre diferentes y famosos, hasta hace poco con claras singularidades étnicas, y tienen. crédito de violentos y arrechados aquí y en los siete mares.

Dos cosas tendrá que hacer e viajero, todos los viajeros que aquí recalen por mucho o por poco tiempo: cruzar el delta y asomarse a todas y cada una de las larguísimas playas que cierran por fuera y por dentro los golfos de Los Alfaques y del Fangar sujetos a la tierra firme como por una cuerda de ballesta.

Programa de vacaciones

Cruzar el delta no es la costumbre del viajero. Suele entrar en el Ebro por la Gola de Mitjorn, remontar el río y amarrar en las orillas de la Cava o en cualquier punto del camino de sirga de la ribera derecha del río. Pero eso es todo un programa de vacaciones. Se puede recorrer el delta en unas horas por los caminillos que cruzan las dos vías transversales. Bordear las lagunas, acercarse a las zonas reservadas de nidificación o de cría, practicar la observación ornitológica o del entrenamiento de perros de caza y almorzar espléndidamente en cualquiera de los restaurantes de Els Montells o de las mismas riberas con arroces de pescado, chapadillo de anguila, angulas o exquisiteces estrictamente locales. Se puede, a condición de ir preguntando en cada encrucijada de senderos al campesino más próximo que os orientará dándoos señas por el color de las ventanas o de los techos de las barracas, tan parecidas entre sí. Por aquí no pasan turistas, salvo de playa a playa y por las vías conocidas. Desde hace muy poco hacen como el viajero pequeños grupos de verdes y ecologistas que se encaraman a las torres de observación zoológica armados de cámara japonesa o de prismáticos alemanes. Pero los adriáticos y los provenzales no vienen por aquí. Es mejor que sea así, pero esta visita del delta pisando su tela de araña es verdaderamente imprescindible. Habrá que pasar el coche en barca y arrancarlo del fango en cada decisión equivocada.

Las larguísimas playas, las de la Banya y el Trabucador; de los Eucaliptus y el Serrallo, al sur del río; del Galatxo, la Marquesa y el Fangar, al norte; o la del Arenal, en el continente, son también en verano solitarias, como siempre, y guardan los precios de embarcaciones embarrancadas o abandonadas. Sólo los alrededores de una urbanización marítimo-fluvial concentran alguna gente y unas cuantas instalaciones. Pero gentes y cosas parecen perdidas en el desierto. En algunos puntos se sitúan acampadas completamente improvisadas y salvajes, y se tropieza con gente instalada que camina desde la orilla del mar a las de las casi albuferas, portando baldes e instrumentos de supervivencia. En las orillas marinas, grupos de muchachos y muchachas desnudos posan para una imposible tela de Sorolla, y unas señoras grandes y desfondadas tejen bajo los paraguas. De pronto, pasa alguien que parece poeta, meditabundo, y detrás una figura que me es extrañamente familiar. Es un personaje que anda lentamente y muestra la cara desdibujada de alguien que ha perdido el pasado y a quien el porvenir importa poco. Podría parecerse a Alfred Hitchcok, pero no es la suya esa expresión estólida. Y lo conozco. De pronto crece ante mí, y se oscurece, y se vuelve de bronce, y parece que a sus pies, en la arena, se lea la firma de Pablo Serrano. He visto esa estatua por última vez en Alcañiz. He visto ese espíritu más que sexagenario hace un año en Alcañiz y no me sorprende nada que haya llegado andando hasta aquí. Era su destino natural, geográfico e histórico.

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