Alto en L'Empordanet
Ayer anduvimos por el norte, como en los versos de Lorca. No sólo para visitar Es Plá, el templo de la caldereta de langosta, sino para saludar, la primera tramontana de agosto en ese paisaje más duro y sufrido, en esas comarcas que tienen el mal viento, el viento alpino por eterno y cotidiano enemigo. La caldereta resultó excelente aunque más bien costosa y el viento se quedó en moderado. El nieto Malcolm pudo explorar sus rocas sumergidas, esta vez más bien calvas y limadas por la resaca incesante. Unos aguerridos practicantes del windsurf viraban en redondo casi en el interior del restaurante. Por la tarde subimos a los impresionantes acantilados del cabo Cavallería, un Sunion menorquín si hubiera habido templo y fe en los dioses verdaderos. Los menorquines dicen que es como un deber subir hasta allí cuando vuelven a la isla tras largas ausencias. Es realmente un lugar conmovedor y sagrado, en el lejanísimo extremo de una teoría de parajes desiertos, de una naturaleza aspérrima incluso allá abajo en unas caletas como pozas. Dice n que hay que venir aquí, al majestuoso extremo septentrional, a tomar el viento en los pechos mirando el sol poniente derrumbado tras la isleta de Los Porros. Dicen que tiene efectos salutíferos. En lo alto se conservan vacíos unos emplazamientos de baterías de costa que deben datar de la guerra civil y que parecen señorear, contra quién, el mar de la Provenza. Tropezamos a la ¡da con unas familias de pinta ecologista, quizás excursionista s barceloneses, y al regreso con una recua de asnos salvajes, o sueltos, trotando alborotadamente por la orilla de los caminos. Seguramente se encontrarían.Pesca y navegación
El domingo estuvimos en Els Grau y navegamos con la excusa de pescar y sin mucha esperanza de conseguirlo desde la isla Colón hasta el faro de Favaritx, el territorio más extremo a Gregal que abandera la enseña española. Dicen que en estos fondos de oscuro cascajo se crían grandes tentones, pero yo dudo mucho de que los modernos tentones se dejen atrapar a la cuchara y se engañen con otra cosa que con el cebo vivo. El paisaje es hermosísimo y los acantilados permiten un baño templado al socaire del viento raso. Navegamos en un cómodo llagut encabinado del amigo Guerrero Mora que tiene muy buen arfar, el Estrella de S'Auba, con el alcalde Carreras y el delegado insular Sánchez Ramón, también amigos de siempre que suelen pasar aquí sus domingos. La amable compañía hace cortas las horas de travesía infructuosa. En las playas grises se ven algunas sombrillas y muy poca gente, pero los menorquines se quejan de exceso de concurrencia. Las playas con esas gentes frioleras y semivestidas tienen aire normando o de óleo apaisado de Boudin, de colores sólidos y apagados. Regresamos por la tarde.
Els Grau es un curioso ejemplo de la tradición balear de pasar el verano. Es un anárquico poblado de diminutas segundas residencias de mahoneses de la clase media ygentes de más modesta condición. Pero está tan sólo a una docena de kilómetros de la capital, está a la vuelta de la esquina y sin embargo permite un desarraigo total. Muchos mahoneses viven aquí su verano desnudo casi sin abandonar la capital, cambiando sólo de vecindades y de paisaje. En las tabernas a esta hora juegan relajadamente a los naipes los amigos del verano y parece que hayan venido aquí hoy mismo precisamente para eso, mientras los niños andan en escapada triscando por las rocas de las afueras de la urbanización geométricamente limitada por las ordenanzas y que sigue amontonándose de año en año. Aprovechan la presencia del alcalde -ésta debe ser pedanía de Mahón-para quejarse, pero con ironía, de la insuficiencia de los servicios. El alcalde es visitante habitual y fondea aquí su llagut de paseo como el amigo Guerrero. El llagut a Mitges es una institución del ocio menorquín como el hortal, el huerto de capricho. Los que no están en los naipes están en la calle a la que todo el mundo saca sillas. Algunos cenan al sereno, se ve que sin prisas. Se conversa de esquina a esquina mayormente acerca del tiempo. La paz civil parece muy consolidada. No hay forasteros. Quizás algún catalán pero más bien de paso, a ratos. Y uno tiene la impresión de que se quedaría, de que por qué se va a marchar. Pero no le dejarían, seguramente no hay en dónde.
La discusión sobre el futuro del turismo parece ser una pasión intelectual de los isleños. Saben que el crecimiento de esta industria tiene límites de razón si no se quiere crear una demanda de mano de obra temporera y subsidial que las industrias tradicionales no absorberían en las temporadas bajas, pero saben que su cultura y el medio son frágiles y miran con horror tanto ejemplos muy cercanos como las destituciones del paisaje y de su memoria que no se han podido evitar y que no se sabe si se podrán limitar. Casi todos piensan que la población extraña y estacional no debería rebasar el doble de la población nativa y residente, pero ya están en ese límite las puntas de temporada y contemplan con desconfianza el progreso de los negocios de ocupación territorial y muchos, la mayoría, la descascación y las fealdades que comportan. El 50% de lo visitantes extranjeros son británicos, seguramente por mimada nostalgia colonial, pero ya sólo una parte de ellos son los residentes del verano pacíficos, jubilados o semijubilados que se retiran pronto, respetan la noche pública y se integran con una sonrisa cómplice en esa urbanidad de ventanas de guillotina a la inglesa entornadas que aún se llama boinders, de gin y de jans. Ahora llegan hordas de violentos que rompen lunas y arrancan arbolitos u orinan en los obeliscos, el que se erige a los masacrados héroes contra el turco en Ciutadella o al último almojarife traidor Abu Omar en los altos de Mahón. El turismo peninsular crece poco, pero los automóviles con matrícula barcelonesa colapsan las estrechas calles y los caminos trazados para cabalgar o para las carretas, o para los esforzados ciclistas y los asnos. Pero el carácter de la isla parece inmortal tanto como pueda ser frágil y delicado. Lo ha soportado ya casi todo desde los lestregonios.
Piensa en ello el viajero asomado por última vez al espejeo del puerto bullicioso desde la terraza del hotel silencioso de silueta georgina y rosada con blancos pilares. De pronto huele y suena el mar por todo alrededor hasta muy lejos y está de verdad muy avanzada la amplia noche marina.
Peregrinación ritual
Para el viajero, la visita al Empordá en el corazón del verano es peregrinación ritual desde hace muchos años. Generalmente la hacía a la vela, demoradamente, fondeando en sitios insólitos, más bien solitarios y que parecían. siempre recien descubiertos o renovadamente amables y siempre más pretéritos y antiguos. Desde su litoral tarraconense, tan apartado de éste por la mar en calma, venía a estas costas impertinentemente tildadas de bravas -por los coleccionistas de postales, no por los marineros- hacía puerto unos días en el áspero norte, en la costa del Cabo, donde sus parientes tenían aposento y luego ponía proa al Sur, de cala en cala o de puerto en puerto si ya no eran bonanzas, asaltando aquí y allá la soledad de los amigos, convencido de que viniendo de la mar húmedo y salitroso esas violaciones de la intimidad ajena parecen más justificadas y aceptables. Y tal vez lo sean. Así llegaba hasta Blanes, para zarpar de allí en las condiciones más favorables y, rumbo a la Cruz, devorar las millas que lo separan de sus pagos meridionales, abandonando por el apartado sotavento los litorales destituidos, balnearios y suburbanos. Así hasta los puertos del Ebro, si podía ser de un tirón. Era el imprescindible periplo del verano, una costumbre que el viajero ha ido transfiriendo a sus personajes.
Pero el viajero conserva en memoria de aquellos hábitos una parte del ritual y viene todos los agostos al Ampurdán a pasar unos días, alrededor de las fechas de la fiesta del senador Portabella, en los días peores, los más habitados y atosigantes en las riberas románicas y martirizadas en las que reside. Martirizadas como los viejos santos en latín, descuartizadas. Si viene en barca, la deja en Palamós, preparada para huir, al cabo de su placentera estancia, rumbo a la Rápita o a Peñíscola huir y regresar desde el Sur a la cruda realidad del verano y a esas arenas que aprecia tanto lejos de esta estación que las disfraza y corrompe y en las que por unas cuantas semanas la fealdad cubre de ignorancia los desnudos cueros de la persona del verano y ahuyenta a los filósofos y a los marineros.
Se ha instalado en Púbol, en un hermoso caserón que una vez más le prestan unos generosos amigos ausentes, en Púbol, frente al clausurado castillo, es un decir, en que Dalí enterró a Gala y en, el que vegetaba hasta hace poco. Desde esta casa acastellada en la que otros años meditaba poemas, se insertará esta vez en las renacidas formas de colonización veraniega, de noble y antiguo pasar el verano en este condado, principalmente en esta parte del Bajo Ampurdán, del Empordanet en dialecto familiar, con capital en La Bisbal y una orilla marina que va desde el cabo Begur hasta S'Alver y la Punta del Castell. La mar dels Caps la llaman los marineros de mi matrícula naval.
Aquí han resucitado unas formas de residencia del ocio y de conmemoración de la Nuda Aestes de legalidad antigua y costumbres señoriales. Quizá todo empezó, como casi siempre, por una mutación de la presencia eclesiástica. El caso es que, a principios de los años sesenta, numerosos intelectuales, profesionales acreditados, famosos y barceloneses en general de niveles más bien altos de civilización comenzaron a comprar casas rectorales recién abandonadas por extinción de párrocos y a echar raíces junto a las iglesias cerradas de los hermosos pagos medievales. Comenzaron a hundir esqueletos en las obras de restauración de los caserones resucitados, y empezaron a quedarse. Este original sistema de replobación acabó de monocolonial, en una red territorial de residencias únicas que se entreveró en la de las dispersas masías y mansiones de los más poderosos instalados antes y que se asomaba al mar por ese frente aristocrático y por los barrios mejor conservados de los pueblos litorales, con Calella en un extremo y L'Estartir en otro, ya protegidos por las raíces de gente culta y refinada, y un cantón in partibus infidelium hacia el cabo de Creus, en el corazón de otras ideologías morales.
Esta sociedad neoampurdanesa y neocolonial de gentes ligeramente excepcionales -la que se reúne en la fiesta capital de Pere Portabella y se repite, en parte, en alguna otra menos liberal- constituye un mundo de amigos salpicados en la geografía que no se visitan sin previo aviso, se encuentran casualmente en los más atinados restaurantes de cocina local, a veces para mayor verosimilitud antiguas casas de postas, y que algún día acabaran comunicándose en filbury en tartana de lujo o en carretto siciliano, y verán añadidos a sus apellidos durante el verano los topónimos de su residencia, Llofriu, Ultramort, Púbol, Fontanilles, Torrent, Mond-ras, Unllpellac.
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