Siempre es adviento
El mejor reportaje que leí sobre lo ocurrido en el inenarrable concierto madrileño de Bruce Springsteen fue escrito horas antes de que empezara la ceremonia del Vicente Calderón. Según mis cálculos, mientras Springsteen concelebraba con la chica el número del baile (Dancing in the dark, creo), el artículo, incluida la descripción del número del baile, ya estaba compuesto, corregido, ilustrado con fotos de otro recital similar, maquetado y con el OK del redactor jefe de cierre, listo para la imprenta. Las furgonetas con la edición de provincias salían de los talleres del, periódico mucho antes de que los fieles en estado de gracia abandonaran el templo del Manzanares. Es muy fácil estimarlo. El espectáculo -empezó a las nueve y pico de la noche y duró cuatro horas,- yo estoy separado de Madrid por unas seis horas de carretera -con suerte y sin paradas-, y a las ocho de la mañana, en una cafetería frente a la playa, leía la narración anticipada de lo sucedido hacía unos instantes en el Vicente Calderón. Los periódicos del día siguiente confirmaron la sospecha. Aquellas entusiastas crónicas a posteriori no añadían nada nuevo al reportaje avant la léttre del diario avispado, ni en el fondo ni en los adjetivos líricos. Esi taban cortadas por el mismo boss.
No hay la menor crítica o ironía en todo esto. Es más, yo hubiera hecho lo mismo. Aunque no para adelantarme a la competmcÍa y vender más periódicos, sólo por el placer de experimentar con el nuevo espíritu del tiempo. Tampoco importa demasiado que el simulacro periodístico fuera a costa de Bruce Springsteen. Se podría haber hecho el mismo panegírico anticipado con otro hito musical de similar estruendo, al margen de ritmos, razas, sexos, edades, lenguas o ideologías. Con Michael Jackson, claro. O con Sinatra, Madonna, Jagger, Prince, no importa qué otro ídolo decibélico de los muchos que ahora mismo son capaces de montar un cristo idéntico al de Springsteen. Incluso me servirla un viaje del Papa, una boda real, un funeral grandioso, un recibimiento triunfal, cualquiera de esas ceremonias de multitudes que, según dicen los periódicos, rompen la rutina. Se trata de aprovechar el auto calderoniano del boss para charlar un rato sobre esos ruidosos eventos que paran la circulación y en los medios reciben el codiciado título de históricos. Se trata del acontecimiento. O mejor, de la degradación de la categoría de acontecimiento.
Lo que proclama esa falsa crónica tan detallista sobre el concierto de Springsteen no sólo es la fabulosa capacidad del llamado jefe para repetirse a sí mismo, hasta en el menor gesto y con tantísimo exceso (es lo que aquí, en este periódico, escribió Nacho Sáenz de Tejada en su insólita crítica flemática). Es mucho más que eso. Es la nula incertidumbre del acontecimiento tal y como en la actualidad se produce, se difunde y se consume. Lo de Bruce fue una excelente ocasión para comprobar que eso que alegremente titulamos a toda pastilla de acontecimiento suele ser asunto de bajo riesgo y de alta redundancia. Da lo mismo estar allí que aquí, consumirlo en vivo o en diferido, escribirlo antes o después, ir hacia él o que venga hacia ti. Y debería ser todo lo contrario. Porque el acontecimiento, por definición, es justamente ese hecho imprevisible que suspende el discurso de la monotonía e introduce el elemento imprevisible en la rutina cotidiana, que atenta contra el equilibrio tribal. y aspira a dejar huella.
El acontecimiento es (o era) la única garantía de la incertidumbre y, por esa razón, el modelo de lo inenarrable. No hay manera de describir el acontecimiento antes de que ocurra, excepto por los profetas bíblicos 0 los pastorcitos de Fátima. Cierto que el acontecimiento se puede provocar de la misma manera que se provoca el accidente, la revolución o un caos (pues eso mismo es: accidente, revolución, caos, ruptura del equilibrio: ruido desordenante), pero no hay manera de contarlo de antemano. Si fuera posible, tal y como se hizo con lo ocurrido en el Vicente Calderón o con cualquiera de esas ceremonias de multitud que nos rodean, entonces dejaría de ser acontecimiento. Por eso el poder instituido y las religiones establecidas inventaron el conjuro. Porque la técnica del conjuro consiste en nombrar el evento perturbador antes de que ocurra y para que pase de largo; en tener prevista una explicación reductora contra lo inexplicable; en narrar de antemano lo inenarrable; en montar ritos para exorcizar el ruido perturbador.
El acontecimiento siempre fue hijo del ruido. Los tiempos han cambiado mucho porque hoy son los hijos del ruido los que lo ritualizan, lo trivializan y nos vacunan contra su antiguo poder subversivo. Esta perversión del acontecimiento tiene su lógica perversa. También en la era rnoderna le tenían horror al acontecimiento, le negaban cualquier estatuto científico, estaba excluido de la academia y muy especialmente de la historia académica, de la historiografía ilustrada, y lo trataban como si fliera una calamidad atmosférica e, la peste. Había que vacunarse contra su posibilidad. 0 en los tiempos primitivos encajaba en el conjuro dominante, o no era de buen gusto hablar de él en los tiempos modernos. o la palabra del brujo o eÍ silencio del, académico. Pero cuando la ciencia empezó a tomarse en serio la categoría de acontecimiento (vale decir, cuando los físicos, los matemáticos, los bioquímcos, Ios astrónomos y compañía empezaron a traficar con el desorden, el caos, la incertidumbre, el azar, el ruido y otros adversarios del equilibrio) ocurrió un radical cambio de conjuro. Ahora todo es acontecirniento. Y, además, todos los acontecimientos son apresuradamente etiquetados de históricos.
La revolución era un acontecirniento basado en la lucha de clases, si no recuerdo mal. Pues bien, los exorcistas de las tribus contemporáneas han puesto la fórmula del revés: conjuran la revolución por la lucha de acontecimientos. Lo extraordinario se ha transformado en el relato central de lo cotidiano. Los medios rebajan el acontecimiento a titular rutinario y así es como nos cuentan la realidad, reducida a un feroz duelo de hitos del mismo calibre ensordecedor: Bruce- contra Michael, el caso Nani contra el caso Amedo, la boda del año contra el divorcio
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Siempre es adviento
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del año, el viaje del Papa al mundo de la miseria contra el concierto rockero para acabar con la misma miseria, el accidente aéreo o nuclear contra el desastre ecológico o climático, el próximo éxito de Umberto Eco contra el próximo éxito de Milan Kundera, el. inminente estreno del último Spielberg contra el último Coppola, la gigantesca exposición del Beaubourg contra la no menos faraónica exposición del palazzo Grassi, la Olimpiada del 92 contra la Expo del 92. Lo grandioso o lo catastrófico como materia prima de la rutina informativa.
Sobre todo el acontecimiento político. Ahí está la fórmula dominante: el escándalo del político como núcleo central del discurso político. Como en la práctica ya no es posible diferenciar entre actitudes o filosofías radicales, entre medidas económicas de derechas o de izquierdas, entre proyectos revolucionarios o conservadores, entre programas a corto o largo plazo, entre pragmática y dogmática; como la sigla desnuda, químicamente pura, funciona como signo de distinción, como única marca que separa y singulariza los diversos territorios ideológicos; como la política anda tan desfronterizada, entonces la escala topográfica se transforma en escándalo tipográfico. Un truco como otro cualquiera para evitar la indiferencia y enmascarar la agonía de lo político, dicho así, en neutro neutralizante. La narración política huye hacia el ruido amarillo de esos seudoacontecimientos por la sencilla razón que ha dejado de garantizar o prometer cambios revolucionarios.
Ahí estamos. Vacunados contra las amenazas de la complejidad por la simplificación y degeneración del acontecimiento. Insisto: para que en estos tiempos algo pueda tener existencia, o simplemente presencia, es necesario que se disfrace de acontecimiento mayúsculo, sea grandioso o escandaloso. Cada información tiene que ser de infarto, cada concierto es un hito histórico inenarrable, cada hecho cultural es una erupción volcánica, cada rumor político es una crisis, cada vez que algo para la circulación de la Castellana es como si se paralizara el mundo, cada nueva moda se titula como si fuera cambio de paradigma, cada juicio se vive como un remake del jucio final, cada noticia de agua de borrajas es un watergate.
La tiranía del (falso) acontecimiento, de eso se trata. De una cultura en la que lo importante es la capacidad del sujeto o del objeto para ser amplificado, al margen de cualquier otro criterio. Se trata de la creación de identidades momentáneas, provisionales, parciales, sucesivas, generalmente banales, pero que se venden, se viven y se narran como citas con la historia. Se trata de la nueva ley de la selección natural: no sólo se autoeliminan aquellos hechos que por su propia naturaleza son incapaces de transformarse en hechos grandiosos o de competir con los demás, sino que se fomenta mecánicamente el sensacionalismo y se genera, sobre todo, un tipo de ofertas políticas, informativas, religiosas o culturales diseñadas a escala del estruendo mediático.
Y el modelo de esos monstruosos acontecimientos rutinarios, previstos hasta en los menores detalles, que vacunan a la tribu contra lo imprevisible y consolidan el equilibrio, son estos advientos musicales. Ahí están los recortes del día después del espectáculo de Springsteen (aunque servirían otros) para ilustrar lo que digo. Titulares que van de Memorable e Inenarrable para arriba, hasta llegar a un fantástico... y Bruce dijo: "Hágase el rock". Pero ahí está, sobre tcdo, ese no menos lírico y trascendente panegírico periodístico escrito con todo detalle antes del concierto para evidenciar lo muy narrables y escasamente memorables que resultan esta clase de historias, donde lo único imprevisíble es la catástrofe propiamente dicha. De ahí proceden esas Impresionarítes maquinarias de seguridad que despliega. el acontecimiento contemporáneo, sea concierto, viaje papal, centenario oficial o irecibimiento triunfal. No, o no sólo, para evitar desgracias personales, sino para conjurar la gran desgracia: que un maldito accidente mate la espléndida redundancia del acto. Evitar a toda costa, con un ejército de gorilas privados y un despliegue de unifórmes públicos sólo comparable al que movilizan los desfiles y las procesiones, que el acontecimiento llegue a ser justamente lo que promete su nombre y su tradición: inenarrable.
Por eso pronuncié hace unas cuantas líneas la palabra adviento, porque, en rigor, de eso mismo se trata, y lo único que aún nos queda, y no es poco, es llamar a las cosas por su nombre. Ni acontecimientos, ni media events, ni mitomanías, ni leches. Advientos, y nada más. Porque los advenlus de la antlgüedad romana, y hasta bien entrada la Edad Media, eran aquellas multilitudinarias ceremonias de llegada a la ciudad en honor de los emperadores, los héroes o las reliquias sagradas. También en la ceremonia del adventus los panegírico tenían una función muy, principal: era la tropa de escribas y oradores encargados de narrar de antemano, y con todo por menor, las virtudes extraordinarias de lo que iba a ocurrir, y, claro, de subrayar ante las masas peregrinas el carácter histórico del acto que los muy privilegiados estaban a punto de vivir en directo.
Sencillamente eso, siglos después. Tipos más o menos sagrados que llegan a la ciudad haciendo mucho ruido, paran la circulación y simulan suspender la rutina. Tiempos de adviento maquillado de acontecimiento.
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