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Tribuna:VIAJEROS DE VERANOFARSA Y TRAGEDIA DE LA CIUDAD DE MÚNICH / 1
Tribuna
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Presentación

Félix de Azúa

Alemania. No hay en toda Europa un país que mejor merezca nuestra simpatía: los vicios nacionales germánicos, a saber, la embriaguez, el suicidio y la locura, son, con mucho, más interesantes que otros vicios nacionales, como la hipocresía, la crueldad y la usura de los ingleses; la petulancia, frivolidad y charlatanería de los franceses; la trapacería, el clientelismo y la cursilería de los italianos; o la barbarie, el servilismo y la chulería de los españoles. Ahora bien, por desdicha, Alemania no existe ni ha existido nunca, excepto durante el breve reinado de otro tirano loco, uno más de los cientos de tiranos locos que ha dado esta extraña cultura, un demente que se empeñó en construir autopistas y cementerios entre 1933 y 1945. Puestos a elegir entre las múltiples falsas Alemanias que se atribuyen la autenticidad alemana -Austria era, hasta hace un siglo, la auténtica Alemania; vino luego Prusia, que en realidad es polaca; más tarde, la Alemania planetaria iba a tener su capital en París-, en la actualidad, nadie sabe dónde está Alemania-, yo me quedo, sin lugar a dudas, con Baviera. Pero tampoco Baviera me satisface plenamente; lo que en verdad admiro es Múnich, capital del disimulo, de la ocultación y del disfraz. Debo explicarme despacio. Debo comenzar con una identidad alto tópica: Múnich es Wagner, como Wagner es Múnich-, ambos son lo contrario de lo que aparentan; ambos son ejercicios puros de ocultación, máscara y disimulo; ambos representan en grado superlativo los múltiples disfraces de la técnica y del nihilismo, el espectáculo y la escenografía de la nada. Yo nunca había acabado de comprender el violento ataque de Nietzsche contra Wagner, hasta mi última visita a Múnich. ¿Por qué le acusaba, entre otras cosas, de ser un genio del detalle y de lo minúsculo? ¿No fue Wagner, más bien, todo lo contrario; no fue el titán que movía caracteres sobrehumanos con una potencia hercúlea? La respuesta está en Múnich, ciudad que es transposición en piedra de la música de Wagner. Ya Thomas Mann, con infinita malicia, nos había advertido de que Wagner era un artista emparentado con Maurice Barrés, un simulador bajo cuya feroz apariencia se ocultaba un voluptuoso pequeño burgués, ávido de experiencias minúsculas pero embriagadoras; un racimo de nervios alterados, cuya sed de lujo, exotismo, primitivismo y estremecimientos estéticos denunciaba un espíritu agotado y un cuerpo exánime. Wagner no es el sobrehumano teutón de la propaganda nazi, es más bien el frágil, perverso y afectado fariseo, cuyo nihilismo sólo se consuela mediante altas dosis de artisticidad.También en Múnich todo está en función del estremecimiento estético, de la fruición privada, del pequeño ataque de voluptuosidad. Múnich es pura escenografía, y lo ha sido desde su origen. Es una ciudad de ningún lugar y de ninguna historia. Es una bagatela de tamaño descomunal, como las óperas de Wagner. Ningún monumento representa su propia edad, ningún palacio es de su propia época; todo Múnich es un esfuerzo monstruoso por escapar, disimular y ocultar la historia... mediante el historicismo. En compensación ofrece ese frisson, ese pinchazo estético superficial y exquisito.

Disimulo

Su capacidad de disimulo es tan admirablemente rigurosa que ha logrado eludir el asalto de los estetizantes, quienes, por un error comprensible, siempre han preferido morir en Venecia. Pero Venecia es el producto de un impulso intelectual severo y fundado, de una necesidad histórica insoslayable y de una cohesión social completa, como lo son las catedrales góticas o los templos griegos. Por el contrario, Múnich es hija del capricho, de la originalidad personal, de la artisticidad patológica. Es cierto; todo artista es un farsante y disimula incluso cuando se retuerce presa de sus propias verdades; esto es algo fácil de concebir en alguien como Wagner, pero... ¿toda una ciudad? ¿Puede una ciudad construirse con la única finalidad de satisfacer la sensualidad de un esteta blasé? Quizá es pedirle demasiado a la imaginación, pero ¿no es cierto que la noble walkiria y el titánico Sigfrido poseen, en realidad, la encarnadura lunar de Pelleas y Melisande? ¿No es cierto que todo, en la pareja, es pasión doméstica, conflicto burgués, concebido para estremecer a las damas adúlteras en su tocador y a los caballeros cornudos en la sala de fumadores? ¿No es, paradójicamente, Wagner un discípulo de Debussy? Y Parsifal, el héroe cristiano cuya coraza protege su cuerpo del asalto sexual, ¿no pertenece a la estirpe de los mozos de cadera herida que Gustave Moreau pintaba con un pincel impregnado en Eau de Rochas? El primitivismo de las hijas del Rin, ¿no es, visto con cuidado, el mero efecto sensual del Sacre du printemps; no es puro Diaghilev; no es una simulación para franceses opulentos que tiritan ante los cuerpos desnudos en anticipación de Josephine Baker? ¿No es Wagner ese hombre a quien, una vez más, Thomas Mann retrata, horrorizado, con el birrete de terciopelo, la bata de seda y el atomizador de perfume? ¿El viejo equívoco? ¿El artista tocado del ala? Así, también, Múnich. Aun cuando la primera impresión, el vistazo apresurado, puede dar la idea de una capital histórica como Florencia o Amsterdam, lo cierto es que casi de inmediato a Múnich se le ve el encaje de bolillos. Desde luego, así como en Londres sorprende el permanente olor, a cordero, o en París la omnipresencia de ambulancias y camionetas de policía, en Múnich lo que asusta es el color. Porque la paleta parece diseñada por una casa de alta cosmética: verde reineta, cereza, amarillo limón, síena pálido, verde guisante, rosa, azafrán... Es algo estremecedor. Sobre todo porque el ordenamiento municipal obliga a que, sea cual fuere el pigmento elegido, su tonalidad ha de ser apastelada.

Invierno muniqués

Ninguna fotografía podrá jamás dar juenta del vértigo retinal que procura el mero pasear por las calles centrales de Múnich. Es como sumirse en un torrente de pintura derramada de la paletade Boucher.

Y debe añadirse una curiosa peculiaridad. El invierno muniqués no es únicamente frío; es húmedo, nevoso, brumario y plomizo. Del Isar alcanzan a la ciudad espesas evaporaciones; la acumulación de nieve es una de las mayores de la República Federal; jamás asoma el sol de entre las masas nubosas aplastadas contra la muralla alpina. Quiere esto decir que el derroche tecnicolor sólo tiene sentido en los meses de julio y agosto, de tal manera que el dispendioso proceso de diseño, restauración y conservación pictórica de las fachadas posee un rendimiento anual de un 16%.

En los dos meses de verano, sin embargo, la ciudad no sólo enloquece, como es habitual en lugares de clima continental, sino que estalla en una inmensa terraza al aire libre. Cientos de ellas, en el más pulcro encuadre urbano, celebran con un civilizado silencio la llegada del color. Los parroquianos beben sus inmensas jarras de cerveza extasiados frente a -pongamos por caso- la iglesia de San Miguel: fachada azul acero, porta les crema pálido y hornacinas magenta. Los cuerpos bávaros, generalmente robustos, de anchos huesos agrarios, se estremecen con delicados cosquilleos del más refinado goce sensual, como amenazados por una eyaculación involuntaria. Evidentemente. Pero ésta es, además, la única capital europea que ha vivido una revolución y una república soviética, en 1919. Hay que leer la emo cionante autobiografía de Ernst Toller (Una juventud en Alemania, Muchnik editor) para hacerse idea de lo que ha conocido esta ciudad. Y también, claro está, Múnich fue, en 1935, pre miada por el führer con el galar dón de Capital del Movimiento Nacional socialista. Ésta es la ciudad que construyó el primer campo de concentración, en Dachau, a 17 kilómetros del centro urbano, modelo de todos los campos posteriores y escuela de altos dirigentes, con Himmler a la cabeza. Así es. ¿Capital cultural de Alemania? ¿Cómo se conjuga lo uno con lo otro? ¿Cómo poner en relación las exaltaciones estéticas de Wagner, el preciosismo y la seducción de la arquitectura muniquesa, la rebelión proletaria, la enajenación nazi..., todo en menos de 100 años? ¿Son frutos del mismo tronco Wagner, Múnich y Hitler? ¿Será Hitler, como escribe Syberberg, "el verdadero artista del siglo XX"? ¿El nihilista que precisa emociones fuertes, el amanerado diseñador de uniformes, el arquitecto frustrado, el pintor de acuarelas? Ciertamente, Wagner proyecta un drama budista (Die Sieger), pero de la noche a la mañana abandona el proyecto y compone Parsifal. ¿Es lo mismo el budismo, el nirvana, la nada absoluta y la santidad del Graal? ¿Da todo lo mismo? A la ciudad de Múnich le da todo lo mismo. O mejor dicho, su voluntad es conseguir que todo sea lo mismo, que nada pueda diferenciarse substancialmente, que no aparezca ni un solo elemento en el tejido urbano del cual pueda decirse: tú eres verdadero. Porque todo, absolutamente todo, es falso. O quizá sería más exacto decir que es... artístico.

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Sobre la firma

Félix de Azúa
Nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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