El regreso de Mitteleuropa
De un tiempo aca vuelve a estar de moda una idea que como un fantasma recorre Europa desde hace varios siglos: la de un mecano eternamente compuesto y descompuesto por la vía militar. Vuelve a hablarse de Mitteleuropa, de esa Europa central de contornos no mal definidos, sino tan bien definidos que todos tienen su idea de los mismos, y ni unos ni otros coinciden con los del vecino.Durante siglos la obsesión de dominar ese tablero central del continente se resumía en el intento de crear una Europa a imagen y semejanza de sus conquistadores. Recientemente, sin embargo, un nuevo viento del Este comienza a plantear cautamente la cuestión, pero con tal tino de insinuaciones que cabe pensar que nos hallamos ante el futuro tema de nuestro tiempo.
Al comienzo de lo que se llama edad contemporánea, tras el largo cambio del siglo XVIII, es la aventura napoleónica la que trata de organizar una Europa para Francia. Los más de 350 Estados, estadillos y arzobispados alemanes, heredados de la impotencia católica o protestante por organizar el espacio germánico en una sola hegemonía, quedan reducidos a una treintena bajo el protectorado o la soberanía directa del I Imperio. Ese intento, sin embargo, fracasa por la desmesura peninsular y eslava de Napoleón.
El congreso de Viena, que dibujó el mapa de la Europa posnapoleónica en 1815, definió a su vez un equilibrio a cinco que reposaba en la existencia de cuatro poderes continentales, Francia, Austria, Prusia y Rusia, más uno excéntrico e insular, el Reino Unido, que compensaba con su dominio de los mares su relativa ausencia de la tierra firme europea. La parte continental de ese gran reparto cobraba sentido, por añadidura, con la existencia de dos potencias periféricas, Francia y Rusia, que encerraban a Prusia y Austria inevitablemente a la greña por el reparto de un espacio donde nación, Estado, dinastía y realidades económicas se entrecruzaban hasta hacer imposible un subsistema independiente. Ese espacio, que la política del equilibrio europeo llamaba a racionalizar, comenzó a conocerse en el siglo XIX como Mitteleuropa.
El acuerdo de Viena se mantuvo sin apreciables sobresaltos hasta el espasmo revolucionario de 1848, del que salió un imperio austríaco debilitado y una nueva idea de Alemania por construir. En el inútil juego de los futuribles cabría argumentar que si los liberales del Parlamento de Francfort hubieran podido dirigir la gran cita nacional de los pueblos germánicos en contra de la versión imperial de Berlín, quizá no habría sido necesario Hitler, pero Bismarck les ganó por la mano al inventar el II Reich, reduciendo a Austria a Estado dependiente y reordenando las fronteras de la Mitteleuropa de los alemanes.
La organización del gran cuadrilátero que con su centro en Bohemia dominó la escena europea entre la derrota de Napoleón III, en 1870, y el fin de la I Guerra Mundial, en 1918, confiaba a los alemanes de Berlín el sometimiento de una parte de la nación polaca al Norte, y a los austriacos y húngaros de Viena y de Budapest, el de una variedad de eslavos; al Sur, croatas y eslovenos, con la incómoda excepción de Serbia, y en el centro, bohemios, moravos y eslovacos. Se consagraba así la primera organización unificada de ese espacio político en los tiempos contemporáneos, aunque en su mismo pecado el arreglo de Berlín llevaba la penitencia.
La prueba del nueve del equilibrio europeo anterior a la unificación alemana era la de que cualquiera de los cuatro poderes continentales unido a Gran Bretaña fuese capaz de equilibrar a los restantes, y que tres de ellos serían siempre superiores a los otros dos. Esa ley fundamental, sin embargo, escoraba peligrosamente al convertirse en kaiser el rey Guillermo I en el Salón de los Espejos de Versalles en 1871. Alemania, como potencia hegemónica de la Europa central, era ya demasiado fuerte para que incluso la alianza de Rusia, Francia y el Reino Unido bastara para contener sus aspiraciones. En aquellos fines del XIX la noción de que Estados Unidos, pese a su premonitoria victoria contra España en 1898, pudiera interferir en el concierto europeo era todavía demasiado original.
La unificación, por tanto, de una Mitteleuropa, gobernada desde Berlín, es uno de los grandes factores de poder que arrastran a la I Guerra. Es irrelevante concluir que el acopio de potencia alemana inspiraba una política agresiva o que la entente franco-británica sustentada por el zar no podía consentir el crecimiento de esa protuberancia central. Cualquiera que fuese la principal responsabilidad por el inicio de la guerra, es evidente que la concentración de poder germánico desarreglaba la delicada relojería de la paz.
El tratado de Versalles, tras la contienda de 1914-1918, intenta rehacer el mapa para que nunca más haya una Mitteleuropa unificable desde ningún centro de poder. No sólo Francia vigila a Alemania desde el Oeste, sino que se forma un cordón sanitario al Este de naciones recreadas o inventadas -Hungría, Checoslovaquia y Polonia- entre la república de Weimar y Viena, para alejar la tentación del Anschluss, y como reaseguro contra la dudosa fiabilidad de Rusia, convertida desde 1917 en república soviética. Alemania quedaba muy debilitada, pero un respeto por ese mismo orden histórico que Berlín había pretendido vulnerar dejaba al régimen de Weimar la oportunidad de suicidarse -o morir asesinado- para que el nazismo acometiera la aventura de una nueva reunificación. Versalles había sido lo bastante duro con Alemania como para hacer inolvidable la revancha, pero no lo bastante para hacerla imposible.
Como el Habsburgo español, Carlos V, como los Habsburgo vieneses, como Napoleón, Adolf Hitler quiere reinventarse la Europa central; en los años treinta lo hace con la amenaza y el bluff estratégico, y en 1940-1941, con la guerra generalizada. Nuevamente las potencias aliadas combaten para impedir la destrucción de un antiguo equilibrio, con la diferencia de que en esta ocasión se revela en toda su vastedad la potencia del amigo americano, y la Unión Soviética, lejos de derrumbarse como el zarismo, gana en la guerra el derecho a llamarse segunda potencia mundial. Como consecuencia de ello, la victoria aliada de 1945 no puede parecerse a la de 1918. Alemam a queda dividida en dos, Austria se encamina a una neutralización que se suscribe en 1955, y, sobre todo, dos ejércitos periféricos se instalan en sus partes respectivas de Europa: el de Estados Unidos, al lado de acá del Elba, y el soviético, de su Alemania para el Este.
Ya no es posible recomponer el equilibrio histórico entre unas potencias europeas agotadas por sus guerras civiles, y, aún más, ante la demostrada capacidad de recuperación de Alemania, se erige una doble ocupación del continente europeo que equivale a la negación de la existencia de la Mittel-
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El regreso de Mitteleuropa
Viene de la página anterioreuropa. Nunca más ha de ser posible la reunificación de ese espacio político, desde el momento en que las dos superpotencias acuerdan repartirse el campo de batalla.
La nueva política soviética introduce, sin embargo, un elemento desestabilizador en medio de esa situación aparentemente fijada a gusto de todos. Para la Europa del Este, perestroika y glasnost, reconstrucción y transparencia política, implican a medio plazo, si no la independencia total, sí una nueva forma de relación que establezca unos lazos con una mayor o menor dependencia de Moscú, pero en función de unos intereses comunes, que venga a sustituir a la tosca y lineal dominación de los últimos 40 años.
Esa nueva situación, aún apenas intuida, implica también a Alemania. No es posible aflojar o cambiar los lazos que vinculan esos Estados centroeuropeos con la Unión Soviética sin plantear la gran cuestión alemana. En la misma medida en que un día las fronteras del enfrentamiento político comiencen a difuminarse perderá razón de ser la división del corazón germánico de la Mitteleuropa, y podrá volver a negociarse las condiciones de una posible reunificación. Es muy pronto para que la cuestión se enuncie en términos tan directos, pero parece claro que el diálogo entre Moscú y Bonn está cambiando cualitativamente, y que el punto final de esa recuperación de la idea de Mitteleuropa debe incorporar un nuevo acomodo para Alemania.
El fin definitivo de la guerra fría sólo se producirá cuando las potencias acuerden el restablecimiento del concepto de Centroeuropa, y con ello acepten un nuevo orden que en el mejor de los mundos debería ser el de la convergencia entre las dos mitades del Viejo Continente. Nos encontraríamos así de vuelta a la casilla cero del problema, como cuando, al término de la segunda guerra, el conflicto soviético-norteamericano no tenía por qué ser inevitable. La idea de la neutralización de una Alemania unida, entonces tanto como en un eventual futuro, era y es la gran cuestión a discutir.
La historia de los últimos cuatro siglos en Europa es en parte la de la pugna por hallar un equilibrio de fuerzas en ese vasto cuadrilátero central del continente; a mediados del siglo XVI la revuelta política del protestantismo lo transforma en gran campo de batalla, lo que con intermitencias enlaza con la guerra de los 30 años, hasta mitad del XVII; la atomización de fuerzas que consagra la situación de tablas entre las potencias dura hasta mediados del XIX, con el ascenso del poder prusiano; y dos guerras iniciadas como europeas, pero que el vértigo natural de las armas acabó graduando de mundiales, se libran para dominar o destruir esa idea central de Europa; finalmente, en 1945, el concepto se proclama desaparecido como mejor vía para resolver el problema. Parece claro que la Europa-empresa colectiva no es concebible sin una solución centroeuropea. Los hechos incipientes de este fin de siglo apuntan a la resurrección de la idea, de ese fantasma antaño apocalíptico que tantas veces ha recorrido Europa. Pero esta vez cabe pensarlo en un contexto diferente. Un continente en convergencia, si no unido, es lo único que puede permitir la vuelta de la Mitteleuropa, para que ésta una en lugar de separar por primera vez en toda la historia del Sacro Imperio Romano Germánico.
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