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El nuevo cisma de Occidente

En este nuevo pequeño cisma de Occidente hallamos características diferentes a las del pasado. El gran cisma de Occidente discutía sobre quién era el verdadero papa entre los varios elegidos para tal título; este nuevo, sin embargo, discute sobre un asunto más bien extraño en la historia: sobre un papa acusado de herejía.Parece sorprendente que en una cultura secularizada renazca una problemática tan antigua. Pero, lo cierto es que la secularización ni ha eliminado, ni siquiera marginado, el factor religioso. Le ha restado, a lo sumo, bases de credibilidad racional que hacen dificil pensar la figura de Dios con las estructuras tradicionales de la idea de Dios. Ha eliminado la inmortalidad y la vida eterna del horizonte común, pero no del sentimiento individual. Y al mismo tiempo ha potenciado, precisamente por su incapacidad para suministrar motivaciones globales, una fuerte presencia de las formas religiosas con estructura tradicional. O mejor dicho, de alguna manera las ha impulsado en esa dirección. El intento conciliar de la Iglesia católica, que buscaba el diálogo con la cultura secular, ha encontrado su lugar sólo en los márgenes de la Iglesia católica. Por eso el conflicto en la Iglesia se centra ahora en una confrontación entre liturgia preconciliar y liturgia conciliar, entre la misa en latín o en las lenguas vivas. Parece como si una lengua desconocida asumiera la forma de una lengua mística: el lenguaje reservado para hablar con Dios.

El conflicto intraeclesial ya no tiene, como en los siglos modernos, la forma de un conflicto entre teólogos: volvemos a las formas medievales, es decir, al contraste entre un papa y un antipapa. Lefebvre rechaza el título papal, pero lo cierto es que lo ejerce con suma vehemencia cuando critica y se opone a la ortodoxia de Juan Pablo II: rechazar la ortodoxia del Papa es lo mismo que decir que ese Papa ya no es tal. Lefebvre, al asumir la tarea de preservar la fe ortodoxa de la Iglesia católica, está asumiendo sobre sí el título papal.

La cuestión es compleja, porque Lefebvre acepta como único modelo la Iglesia de Pío X y de Pío XII y nada más. ¿Se puede condenar como cismático a quien habla el lenguaje de siempre, el lenguaje que hace de la Iglesia católica la única vía de salvación, la única fuente de verdad?

Roma ha aceptado las vías de libertad propuestas por el Vaticano II, entre ellas el valor de la libertad religiosa y el ecumenismo. Esta aceptación debe llevar aparejada la superación de una Iglesia católica como única comunidad salvadora, y así se enseñaba en el concilio. Se proponían allí, además, otros nuevos principios, como son el valor del hombre como imagen de Dios, lo que supone un nuevo lenguaje sobre las relaciones entre naturaleza y gracia. No obstante, la Iglesia no se ha atrevido a afirmar tales verdades como verdades doctrinales, como un nuevo paso adelante en la comprensión del Evangelio; todo lo ha dejado relegado al terreno de la práctica. La libertad religiosa se convierte en el fundamento para la defensa de los derechos humanos, el ecumenismo se transforma en una serie de reuniones entre obispos y teólogos de las diversas iglesias. Se tiene la impresión de que existen dos modelos de Iglesia: uno que mantiene el antiguo modelo de Iglesia basada en una doctrina inmutable, y otro como una Iglesia de la práctica social y política. Lefebvre recalca la imagen del papa infalible, y a sus ojos, el papa Wojtyla aparece como un líder religioso y cultural, pero no como un papa.

El conflicto es, pues, más profundo de lo que sus dimensiones exteriores dejan entrever: la Iglesia católica está dividida respecto a la cuestión del modelo de Iglesia que debe proponer. ¿Vale el modelo de una Iglesia basada en la doctrina o es una Iglesia que busca la unidad de la práctica y de la disciplina, especialmente sensible a la función que debe desempeñar en la sociedad? La imagen del pasado está con Lefebvre. Roma no ha desarrollado las implicaciones doctrinales del Vaticano II y aparece como una Iglesia en la que la doctrina sirve sólo como instrumento de disciplina y de unidad en la práctica.

Por eso tenemos hoy un Papa y un antipapa. El debate que el asunto suscita va más allá de la clásica división entre tradicionalistas y conciliares. Si el Concilio Vaticano II es un hecho doctrinal, entonces la libertad en la Iglesia debe tener un lugar diferente y no quedar ceñida por las exigencias de una unidad de disciplina. Nos hallamos, en suma, ante una nueva fase de la transición posconciliar de la Iglesia. Sin embargo, ninguna de las dos formas hoy en oposición representa la riqueza de las demandas humanas de nuestro tiempo y, en consecuencia, el verdadero sentimiento del pueblo de Dios.

Traducción de José Manuel Revuelta.

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