Correos
Regreso tras dos semanas de vacaciones, presididas por las más perentorias urgencias de la carne, y me doy de frente con la estupenda realidad. Un lector ateniense llamado Apostolis, un encanto de hombre que podría ser 12, en cierta ocasión me envió una postal que ahora preside el montón de correspondencia acumulada: cómo será el funcionamiento de Correos que el Partenón aparece tal como estaba antes de que lo desvalijaran los ingleses, incluidos los frisos que se encuentran en el Museo Británico.Esto me da pie a hablar de mi amiga Margarita. Empezó el año enrollándose con un viajante de comercio que le prometió no sólo amor eterno, sino misivas regulares. Harta de no recibir ni facturas ni comunicaciones de la comunidad autónoma, Margarita se arr ojó desde un octavo piso, pretendiendo convertir su honda pena en una ruda interrupción de las baldosas. Cayó sobre el cartero, que en ese mismo instante se dirigía a su buzón después de haber consultado un mapa y consumido unas cuantas píldoras antianinésicas. Como resultado, Margarita se ha líado con el probo funcionario y los dos están aprendiendo a manejar un aparato de radioaficionados, que es más rápido y hasta te puede salir el Rey de viva voz, lo cual resulta mucho más emocionante que verle de refilón en los sellos.
Si Abelardo y Eloísa, en vez de mandarse mensajes mediante un propio, hubieran tenido que confiar en el servicio de Correos, ahora serían más anónimos que el ginecólogo de Gertrude Stein, aunque también es cierto que a lo mejor habrían sido más felices. La felicidad es una fruta vulgar que sólo disfrutan quienes no se preguntan qué es lo que contiene.
De cualquier modo, Correos nos hubiera privado de piezas eximias de la correspondencia intelectual, tales como: Henry Miller y Lawrence Durrell, García Lorca y Dalí, Alfonse Daudet y su molino y Luis II de Baviera y López Ibor. Pérdida inenarrable que no me atrevo a narrar, para no cansarles. ¡Ay, Apostolis!, tú no sabes lo que da de sí una tarjeta.
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