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Tribuna:VIAJEROS DE VERANOBERLIN, EL HUEVO DE LA SERPIENTE / 2
Tribuna
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Sueños geométricos

Julio Llamazares

Durante décadas, esta ciudad debió ser -y quizá toda vía siga siéndolo- el paraíso d los arquitectos. En pocos lugares del mundo y en pocas ocasiones a lo largo de la historia, en efecto, los arquitectos habrán podido disponer, como aquí, de una ciudad entera destruida y de la libertad y del dinero necesario para ponerla nuevamente en pieBasta con contemplar el panorama actual de Berlín desde el Europa Center, junto a la Buda pesterstrasse, o desde el restaurante de la Torre de la Radio, al suroeste del sector occidental, y contrastar más tarde esa visión con la de las fotografías que muestran el estado en que al final de la guerra había quedado la ciudad para entender las verdaderas dimensiones del milagro que en poco más de 30 años aquí se realizó. Como recuerdo y referencia, sólo un dato: sólo en la noche del 6 de febrero de 1945, y en el escaso espacio de una hora los aviones aliados habían destruido por completo 400 hectáreas del centro de Berlín.

Las colinas del Diablo

Cuando acabó la guerra, del mi llón y medio largo de viviendas que al comienzo existían en Berlín, sólo 800.000 (el 50%) eran más, o menos habitables. El resto había quedado totalmente arrasado.

Los aliados se repartieron lo poco que quedaba de la tarta y a los supervivientes no les quedó otra solución que comenzar a recoger los restos del naufragio Muerta o encarcelada la mayoría de los hombres, las berlinesas se organizaron en largas filas de trúmmerfrauen (mujeres desescombradoras) que se pasaban de mano en mano los cascotes y las piedras para despejar la ciudad y poder nuevamente comenzar a construir. Del trabajo sobrehumano de aquellas mujeres, realizado además durante un tiempo en el que la ciudad carecía de luz y agua potable, y en el que las enfermedades más comunes y ex tendidas eran el frío y el hambre ofrecen todavía testimonio esas colinas silenciosas que jalonan los bosques cercanos (también reconstruidos tras las llamas de la guerra) y que no son otra cosa que los escombros que las trümmerfrauen fueron amontonando día a día en las afueras de Berlín. La mayor de todas ellas, la célebre Teufelsberg (colina del Diablo), de 115 metros, en Grunewald, presta hoy su cumbre a una estación de radar norteamericana, y sus laderas, a los berlineses para que en el invierno, cuando las llanuras alemanas son toma das por la nieve, los hijos y los nietos de aquellas mujeres desescombradoras puedan esquiar.

Hoy, 43 años más tarde, es difícil, sin embargo, poder imaginar aquel Berlín, al menos en su parte occidental. Lo que desde el mirador del edificio Europa Center o desde el restaurante de la Torre de la Radio el viajero puede ahora contemplar es una sucesión inacabable de modernos edificios vanguardistas, de estructuras metálicas, y de majestuosos rascacielos de acero y de cristal que recorren las largas avenidas hasta el muro o hasta los horizontes fluviales del Havel y del Spree. Gropius, Alvar Aalto, Schüler, Scharoun o Mies van der Rohe, entre otros muchos nombres de arquitectos legendarios, han sembrado de sueños geométricos en todos estos años las calles del sector occidental de la ciudad. Sueños como el de la Galería Nacional y la Postdamerstrasse, ese cubo gigantesco de vidrio y hierro negro en el que duermen juntos los románticos paisajes de Caspar David Friedrich y las mujeres desgreñadas de Franz Gertsch. O como el de la Filarmónica, esa cúpula extraña y fabulosa que levanta sus líneas amarillas junto a las de la Galería Nacional, y cuya construcción se realizó según la más pura heterodoxia arquitectónica para lograr así la más pura ortodoxia musical: de dentro afuera y comenzando justamente por el escenario y el patio de butacas. O como, en fin, el de la enorme Biblioteca del Estado, también cerca del muro, diseñada a base de escaleras y múltiples niveles para facilitar a los lectores el acceso a los estantes; o el singular edificio que junto a Landwe1irkanal sirve de archivo y de museo al movimiento arquitectónico que, en los locos años treinta, junto con los dadaístas y el teatro de Piscator y de Brecht, revolucionó la vida de Berlín: la Bauhaus.

Hay dos sueños geométricos que destacan, sin embargo, sobre todos los demás en el inmenso sueño arquitectónico en el que ya se ha convertido el horizonte de Berlín Occidental. Uno lo constituyen los dos cubos grisáceos, trufados de vidrieras y cemento, que franquean a ambos lados, como si de guardaespaldas se tratara, las ruinas de la torre reventada de la Gedáchtniskirche, en la explanada central de la Breitschesidplatze, en un símbolo inequívoco de la ciudad que resurgió de sus cenizas tras la guerra. El otro es la estructura futurista del Centro de Congresos Internacionales (ICC), en la Masurenallee. El edificio, construido en 1979 por Ralf Schüler, junto a la Torre de la Radio -a la que se halla unido por un puente de tres plantas-, alberga en su interior cerca de un centenar de salas de reuniones y despachos y un inmenso salón de conferencias capaz de albergar a 5.000 personas plácidamente acomodadas. Pero ése no es, no obstante, su aspecto más audaz: basta con apretar un pequeñísimo botón para que en tan sólo unos minutos el gigantesco salón de conferencias desaparezca lentamente por el techo y en su lugar aparezca un comedor con capacidad para tantos comensales como conferenciantes.

El sueño del Oeste

Pero no sólo el paisaje de Berlín ya no es el mismo. También quienes lo habitan han cambiado. Aquella ciudad muerta, envejecida, habitada solamente por ancianos y mujeres enlutadas que las fotografias de posguerra le recuerdan al viajero por las calles, es hoy, al cabo de los años, la ciudad más viva y joven de Alemania.

Durante las décadas de los cincuenta y los sesenta, Berlín Occidental se convirtió en un nuevo sueño del Oeste en versión contemporánea y alemana. Sueño de libertad para quienes habían quedado aprisionados al otro lado de las alambradas y para quienes, procedentes de Alemania Occidental, venían huyendo de un servicio militar obligatorio, que a los vecinos de Berlín les era perdonado. Sueño de vida para quienes, al amparo de la ayuda económica aliada, aquí hallaban un puesto de trabajo y para quienes simplemente buscaban la leyenda de un lugar en el que, según habían oído, la sangre latía a más velocidad que en cualquier otra parte de Alemania.

En los años sesenta comenzaron a llegar también a la ciudad los primeros extranjeros, fuera de los soldados aliados. La construcción del muro había dejado aislados a los 60.000 berlineses orientales que cruzaban cada día la frontera para trabajar en el sector occidental, y sus puestos vacíos fueron ocupados por inmensos contingentes de inmigrantes procedentes, sobre todo, de Turquía. Hoy, aquella inicial colonia turca ocupa todo un barrio en torno a Prinzenstrasse -barrio que comparte con los últimos squatters- y, con sus 250.000 representantes, convierte a Berlín en la tercera ciudad de Turquía por número de habitantes.

Por fin, tras los pasos de los turcos, llegaron los jóvenes airados. En los setenta, Berlín era una fiesta, y muchachos con mochilas y sandalias llegaban desde todos los puntos de Europa a la Balinhof Zoo, la nueva estación central, atraídos por el sueño de un (Deste rodeado de alambradas, en el que, sin embargo, la libertad todavía era posible, y por la nueva épica de una ciudad esquizofrénica que tenía el corazón partido en dos mitades. Muchos de aquellos jóvenes airados se acabaron instalando en la ciudad y, al paso de los años, devinieron en grises y aburridos ciudadanos al volante de sus potentes BMW o ante las pantallas de los televisores, mientras sus hijos, mezclados con los hijos de los turcos y con los hijos de los hijos de aquellas legendarias trümmerfrauen que levantaron en torno a la ciudad las colinas del Diablo, se rapaban al cero la cabeza, se embutían el pecho en fieros correajes y se lanzaban a las calles para resucitar una vez más el viejo sueño del Oeste de una ciudad perdida en las llanuras orientales alemanas y rodeada de leyendas y alambradas.

Sentado en la Ku'damm

Sentado en la terraza de un café de la Ku'damm, el viajero los ve ahora recorrer de un lado a otro la ciudad como si también formaran parte del decorado de la calle. Como si el viajero fuera ahora el único asistente al espectáculo que, bajo los neones de Berlín, se está representando.

Cientos, miles de automóviles atraviesan en la noche la Ku'damm entre el destello intermitente de los bosques de semáforos y los aullidos estridentes de las sirenas policiales. Cientos, miles de berlineses recorren las aceras, se agolpan en las tiendas y ante los escaparates y se dispersan finalmente por los cafés y las terrazas a un lado y otro de la calle. Caminan todos juntos, mezclados, indiferentes a los ojos del viajero y ajenos a su propia condición de personajes de este inmenso decorado: los jóvenes rockeros cuyas motos han rasgado la ciudad hacia el en cuentro de la noche y las ancianas cuyos ojos recuerdan todavía el resplandor de noches más vio lentas y lejanas, la adolescente punk de párpados y labios funerarios y el padre de familia que pasea de la mano niños rubios y sobrealimentados.

Viéndolos así, nadie podría imaginar que, a sólo dos kilómetros de aquí, un muro les separa del resto de la Tierra.

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