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México: cambio en la continuidad

Dentro de unos días los mexicanos acudirán a las urnas para elegir un nuevo presidente de la República. Sin duda, el candidato del PRI, Carlos Salinas de Gortari, joven político con tradición familiar política y buen economista, ganará las elecciones. Consecuentemente, durante el sexenio que comienza, Salinas dirigirá un gran país que se está aproximando a los 100 millones de habitantes, de los cuales la mitad es menor de 30 años, con una situación geográfica peculiar ("lejos de Dios y muy cerca de Estados Unidos") y con unos retos políticos, sociales y económicos difíciles y urgentes: contestación política interna, endeudamiento exterior, conflictividad social. Por su evolución histórica (independencia, reforma, revolución) y por su proceso de asentamiento efectivo, excepción notable en América Latina, en donde domina la inestabilidad y el caudillismo militar; por un consensus social mayoritario y complejo, aunque ya con disidencias o críticas importantes y modificadas; por unas reglas políticas no escritas, que combinan los distintos sectores de la sociedad política. Por todo ello, en México, el problema sucesorio presidencial, resuelta la designación, ha tendido a plantearse no en términos de quién ganará las elecciones, sino en cómo gobernará. el nuevo presidente el aparato estatal.Sin embargo, en los últimos años, por factores externos, que la deuda protagoniza, e internos, con sus consecuencias sociales, la sociedad civil mexicana y el propio sistema político acusan o protagonizan algo nuevo: la conciencia de la necesidad de un cambio. Cambio, moderado o radical, hacia la derecha o hacia la izquierda, que afecta o puede afectar a la globalidad del sistema o a alguno de estos tres grandes sectores: ideológico, institucional, socioeconómico. Desde el propio PRI o en el ámbito de su proximidad, aunque hoy coyunturalmente están distanciadas (Cárdenas-Muñoz Ledo), desde la derecha conservadora y proamericana (PAN), o desde una izquierda histórica testimonial, todos coinciden en la idea general del cambio.

Ahora bien, ¿qué contenido tiene esta palabra mágica, que es capaz, desde la diversidad ideológica, de aunar voluntades casi unánimes? ¿Y quién puede realizar este cambio? Las respuestas no son fáciles: la complejidad histórica del sistema político mexicano excluye cualquier simplificación. Es complejo su soporte doctrinal: hay un sincretismo doctrinal, que tan bien estudió y practicó Reyes Heroles; un nacionalismo militante, base de una. identidad cultural y política de convergencia racial, y un intervencionismo económico estatal, fundamento de sus orígenes populares y revolucionarios. Hay también complejidad en los hábitos y prácticas políticas institucionales: un presidencialismo fuerte, pero limitado por la no-reelección, que, aunque tiende gradualmente a desmitificarse, ejerce un poder hegemónico y carismático, hegemonía personal que se complementa a través de un partido dominante, sin que esto signifique la no existencia de un pluralismo político ejecutivo y de una diversidad de medios de comunicación. Complejidad en el entramado social mexicano: no sólo por el papel especial que juegan los sindicatos, pieza clave del sistema, sino también porque la modernización, con todas las contradicciones, pasados los tiempos radicales, se ha viabilizado por caminos divergentes: reafirmación de la solidaridad social (intervencionismo, capitalismo de Estado) y nuevos rumbos tecnocráticos-liberales. Complejidad, en fin, en el papel singular de México en la política exterior y, muy fundamentalmente, en su constante posicionamiento progresista en América Latina y en su tradicional apoyo a las salidas de pacificación y de no-intervención: el nacionalismo y el antimperialismo no son pretextos retóricos: son apoyaturas necesarias para reafirmar al mismo tiempo su propia independencia nacional y su desarrollo.

Desde esta perspectiva, muy sumariamente expuesta, el cambio necesario tiene que ser también un cambio razonable. Racionalidad, aquí, remite a una reforma profunda y a una transparencia efectiva. Ni por el contexto en que está situado México, ni por los supuestos sociales y económicos dominantes, es posible, a mi juicio, un cambio total del sistema. La clarificación global es válida como ejercicio intelectual, en cuanto revulsivo crítico que resulta del conocimiento, pero la complejidad exige gradualización estratégica; en otro caso, el riesgo de una involución o de una autodestrucción social, el aumento de la, dependencia y la inviabilidad de un desarrollo, podría producirse. La continuidad, en principio, es garantía de estabilidad, pero, por otra parte, una continuidad acrítica deslizaría el sistema hacia posiciones límites: la frustración podría ocasionar un salto cualitativo con consecuencias impredecibles. Así pues, la continuidad autogratificante es ya inviable: estas elecciones marcan ya un nuevo punto de partida -concienciación crítica, ruptura de esquemas, frontalidades estimulantes- que se manifiesta tanto en el poder como en la oposición. La opinión pública percibe el cambio y presiona por el cambio. El cambio como modernización y reactualización es una demanda imposible de desvirtuar: conseguir una democracia avanzada, solidaria e independiente.

Articular la complejidad de este cambio, reelaborando un nuevo pacto social, fomentando un real pluralismo participativo, reafirmando la identidad progresista nacional y latinoamericana, compartiendo y ampliando, con sectores próximos, una política abierta, es el gran desafilo de estos seis años para la sociedad civil y para la sociedad política mexicana.

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