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Apuesta por lo siniestro

Que soy un antiguo admirador de E. T. A. ya lo dije en el prólogo de una novela que casi nadie leyó y que se titulaba por mal nombre -digo que se titulaba porque me imagino que, de tan poco existir, habrá dejado incluso de titularse- El lugar del crimen, aunque mi pretensión fue que se titulara nada menos que Unheimlich. Naturalmente me refería en la ocasión a E. T. A. Hoffmann, el cual, por cierto, empezó llamándose más bien E. T. G., Ernesto Teodoro Guillermo, o, más propiamente, E. T. W., con el debido Wilhelin alemán. A su probada admiración por Mozart debemos, como se sabe, ese trueque de su Guillermo por un rutilante Amadeus, y que las iniciales de sus nombres quedaran en la forma en que generalmente se las recuerda. Rara avis entre nosotros, dicho sea de paso y sin mayores pretensiones críticas ésta del músico escritor o del escritor músico, especie que tan bien individualizada quedó en nuestro fantástico hombrecito, a quien la ópera y el ballet han rendido después más de un homenaje, tan merecidos.Ando ahora otra vez con Hoffmann a cuenta de que en estos cursos de la San Diego State University (California) estoy por plantear a los estudiantes, dentro del curso de teoría del drama, el tema de lo siniestro no sólo como un concepto interesante para la poética y la estética, sino incluso como un buen programa para un drama y una literatura del futuro... inmediato; porque tampoco se trata ahora de hablarle a la oscuridad sobre lo que ha de venir mucho después de que esta breve vida personal de uno se termine. El precioso relato de Hoffmann sobre El hombre de la arena y el no menos precioso ensayo de Freud, que lo tomó como base de sus reflexiones sobre lo unheimlich, estarán con nosotros en nuestra reflexión. Ahí es nada: lo unheimich, esa estancia de la realidad que es, a la vez, el aposento de lo íntimo y familiar y la oscura cueva de lo espantable y extraño. Es el hogar más confortable y, a la par, el confín más desconocido. Lo siempre y nunca visto. La vida cotidiana y la lejanísima aventura. La nítida claridad y las más abisales sombras. Nuestra casa acogedora y el castillo del conde Drácula. El lecho de nuestros más dulces sueños, y él mismo, la mesa de mármol en el frigorífico de la Morgue. Aquí, reconocimiento, identificación. Aquí mismo y ante el mismo objeto -¿pero será realmente el mismo?-, asombro, distanciación (aquellos que fueron famosos efectos V de Bertolt Brecht). Es también el asombro platónico ante la realidad de las cosas, como germen o principio de la filosofía. En cuanto a Freud, ¿no nos hallamos una vez más ante una gran explicación... reductora? Pues aquí está lo de siempre: el acontecimiento traumático en la vida familiar infantil, cuya imagen queda rechazada al inconsciente, de donde, en circunstancias semejantes a aquéllas, reviene a la consciencia con su siniestra estructura compuesta de extrañeza y familiaridad.

Leyendo ahora otra vez algunos relatos de E. T. A. Hoffmann confirmo mi presunción de que, si bien El hombre de la arena es un excelente modelo para una reflexión sobre la siniestrura (y Freud lo eligió con muy buen ojo, igual que la mayor parte de las citas de otros autores, como aquélla, quizá de Gadkow, que acredita lo privilegiado de este concepto -cito de memoria-: "Ustedes llaman unheimlich a lo que nosotros llamamos heimlích", que es como decir: "Ustedes llaman extraño a lo que nosotros llamamos familiar"), el conjunto de la obra de este prusiano oriental errático está trufado, digámoslo así, de elementos siniestros: de momentos en que se produce ese notable escalofrío propio del momento excepcional en que lo familiar se vive como extraño o al revés: algo que miramos como exótico nos estremece, de pronto, con su aire de familia: ese fantasma ... soy yo; o ese yo que veo ahí ... es un fantasma. Pero el clima más generalizado de su obra -con algún episodio naturalista, pero también muy bello y lleno de melancolía, como el relato que suele publicarse en castellano con los títulos La ventana o El observatorio y que parece una mezcla prefigurada de Berlin Alexanderplatz, de Döblin, y La ventana indiscreta, de Hitchcock-Stewart-, a no ser que otros relatos para mi desconocidos muestren lo contrario, presenta más bien los caracteres propios de lo fantástico-maravilloso, y digo bien así, pues que trascienden las fronteras de lo meramente fantástico tal como lo entendemos con Todorov: como una situación ambigua.

En el conjunto de algunos cuentos de Hoffmann no hay ambigUedad que valga: así en Cascanueces y el rey de los ratones o en El puchero de oro, pues se trata ni más ni menos que del reino de la maravilla, a no ser que la ambigUedad residiera en que todos los sucesos pudieran ser originados o no en las facultades fantásticas de la niña María en Cascanueces y quizá en la locura del estudiante Anselmo en El puchero de oro. El académico francés Jean Mistler, a quien debemos una buena biografía de Hoffmann y una atención editorial muy de agradecer a materiales sobre la vejez y la muerte de otro ilustre ciudadano de Koenigsberg, Emmanuel Kant, pareció inclinarse, según una referencia de Rosa María Phillis, por la hipótesis de que lo fantástico en Hoffmann es una representación de ciertas patologías de la personalidad. El estudiante Anselmo podría ser, pues, una especie de loco swedenborgiano (de hecho, Hoffmann cita en su texto el mundo de Swedenborg y sus espíritus) en lugar de pura y simplemente un poeta incapaz de soportar la mediocridad de la vida y fabulador de un mundo al que nadie, quizá ni siquiera el archivero Lindhorst, que aparece como su colega en tan extrañas fantasías, le acompaña. Mientras tanto, nuestra niña María cambia, sin más problemas, de dimensiones y se sube, con un cascanueces que es todo un hombrecito, por la manga de un traje. Los muñecos se animan y borran todas las fronteras sin pasar ni siquiera por el trámite de haber sido construidos como autómatas. Dejan de ser muñecos y vuelven a serlo sin necesidad de explicaciones narrativas: como lo más natural del mundo. De un tintero sale un gato. El archivero Lindhorst, que es una salamandra, se sube y se mete en la copa llameante que está bebiendo el escritor de El puchero de oro.

Aquí salió el alcohol: un asunto importante en la poética de Hoffinann, como lo fue en la de Edgar Allan Poe. Bachelard nos lo contó muy bien, no recuerdo ahora en cuál de sus fibros. Habría dos especies de alcohol a los efectos de la poesía: el alcohol que es agua y el alcohol que es fuego. Alcohol acuático y pantanoso (Poe). Alcohol ardiente y llameante (Hoffmann). Ello hace, creo yo, que Poe aparezca como más convencionalmente siniestro. Parece como si a lo siniestro le sentara bien la humedad y la oscuridad, mientras que el alcohol ardiente es una negación de ambas calamidades. Contra esta reclusión de lo siniestro en las oscuridades M castillo de Drácula o de la casa Usher habrá que recordar con qué pureza se da lo siniestro en situaciones diurnas e iluminadas, desde Otra vuelta de tuerca, de Henry James, al filme de Kubrick El resplandor.

Sin embargo, por mucho que las degradaciones fílmicas de la novela gótica -el llamado cine de terror en su mediocre generalidad- hayan puesto difícil hacer un trabajo verdaderamente siniestro en caserones sombríos azotados por oscuras tormentas, ello no es todavía completamente imposible. Por mi parte, y con las dosis de humor que me han parecido convenientes, lo he intentado más de una vez, y tengo mi galería de espectros sangrientos y sombras atormentadas. Pero ha sido más reciente mi tentativa (todavía sólo sobre el papel) de realizar un experimento en forma. El sombrío caserón es la casa de Emmanuel Kant, durante los últimos días de su vida, en Koenigsberg; y es su paisano Hoffmann quien, años después de la muerte del filósofo, nos cuenta cómo creció, dentro de Kant, la planta monstruosa de la vejez. Parece seguro que Hoffmann nunca se encontró personalmente con Kant -según Mistler, es probable que él estuviera ocasionalmente en la ciudad el día del entierro del filósofo, como se induce de una referencia que hace en una carta en la que ni siquiera cita a Kant por su nombre-, pero he aquí los fueros de la imaginación, que es capaz de invadir los territorios de la seriedad más documentaria. Así como cuando Peter Weiss nos cuenta una preciosa entrevista entre Hólderlin y el joven Marx.

No es fácil, no, dar con el toque siniestro en la literatura. Autores tan diferentes como Kafka, Borges y Rulfo son maestros de ese peculiar escalofrío. Autores muy notables, como Gabriel García Márquez, están muy lejos de poseer ese talento.

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