Apoteosis

Existen augurios terribles que anuncian el próximo fin del mundo. Algunos oráculos de mucho prestigio opinan que dentro de cinco años todos los seres humanos sin ninguna excepción estarán atrapados por esa peste genital de carácter mortífero que ahora nos visita. Para los habitantes de este planeta, entonces la fiesta va a consistir en ir cayendo como ratas masivamente en silencio por las esquinas, en el interior de los coches, en los pasos de cebra, en los pórticos de las catedrales o al pie de las computadoras. En realidad, según cuentan los cronistas del Nuevo Apocalipsis, el espectáculo ya ha comenzado, aunque de momento sólo mueren los teloneros. En una tierra sin microbios ni bacterias, el virus del SIDA cabalga en forma geométrica, de modo que está usted de enhorabuena: la suerte le ha deparado el privilegio de protagonizar el último capítulo de la Historia comiendo pipas de girasol, si bien la ceremonia final no será fastuosa. Por desgracias el mundo no va a terminar en punta.Estaba previsto que las postrimerías fueran anunciadas por ángeles con trompetas de plata y que una lluvia de fuego, abrasando primero a los pájaros, cayera sobre el gran aullido de los mortales mientras bailaban los astros. Sin duda, aquel profeta era un pirotécnico. Nos prometió demasiado. En cambio, ahora que la cosa va de veras, sabemos que el fin del mundo no tiene importancia. Será un lance mediocre. Un día de estos a toda la humanidad se le pondrá cara de albaricoque y en la radio seguirán sonando las mismas canciones, pero lentamente uno descubrirá que ciertos contertulios del café Gijón tienen telarañas en las orejas y no se mueven desde la semana pasada. Todos los vecinos se han ido de viaje y el silencio se apoderará de las escaleras, y de pronto se te hará de noche a las nueve de la mañana. ¿Por qué no celebramos la distinción de ser espectadores de la gran final? En este momento llega a casa el frutero, voy a comerme un par de brevas en honor de la divinidad que esté más a mano.
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