La bien 'pagá'
¿Tendrá que cantar la Iglesia a este Gobierno aquella copla de los años treinta: "Bien pagá, / me llaman la bien pagá / porque mis besos cobré, / y a ti me supe entregar / por un puñao de parné..."? Ya sea por el sistema anterior de dotación estatal, ya por el nuevo de asignación tributaria, se habla de 12.000 a 13.000 millones de pesetas. ¡Un pastán, oiga! Y eso para alimentar a curas y obispos, ¡con los cuartos que tienen! ¿Por qué no pagan los que van a misa, y que dejen en paz a los demás? Ya no estamos en la Edad Media, ni siquiera en los tiempos de Franco, sino en una sociedad democrática, pluralista y no confesional. No es constitucional tener que declarar sobre las propias creencias religiosas... Y así. O sea, que a ver.Pues vayamos por partes. Los curas y obispos españoles cobramos cada mes entre 50.000 y 100.000 pesetas; unos pocos, un poco menos; unos pocos, un poco más, según los casos. Compárese con otros sueldos de una responsabilidad equivalente. El ritmo de trabajo de la mayoría de los obispos es realmente agotador, y el área de su actividad abarca varios cientos de parroquias; en algún caso, por ejemplo el de Orense, más de 1.000, aunque algunas sean muy pequeñas. Tanto los obispos como la mayor parte de los presbíteros tienen que dedicarse a tiempo pleno a la tarea pastoral, y no sería compatible con un trabajo civil para poder subvenir a sus necesidades.
La Iglesia católica española necesita muy poco para incienso y velas, pero sí necesita mucho para sostener 2.622 establecimientos de carácter asistencial, como hospitales, residencias de ancianos, guarderías y orfanatos, dispensarios, etcétera, además del mantenimiento de tantos miles de edificios y locales dedicados a la celebración litúrgica; catequesis de niños, jóvenes y adultos; encuentros; cursillos, etcétera, además de 120 seminarios, 70 centros de formación teológica, una universidad y varias facultades.
Los católicos aportan ya bastante, aunque no sea suficiente. Piénsese, por ejemplo, que solamente Cáritas Española invirtió en 1987 más de 5.000 millones de pesetas en actividades de ayuda y promoción entre los más pobres y que Manos Unidas envió al Tercer Mundo más de 2.000 millones. Pero, aun así, todavía no ha calado suficientemente en la conciencia de los católicos españoles la necesidad de responsabilizarse plenamente de los gastos de su comunidad de fe, como sería lo ideal. Esto podría tener cierta explicación en razón de situaciones históricas ya pasadas, cuando la Iglesia tenía grandes propiedades de carácter lucrativo, pero que ahora, después de las diversas desamortizaciones, ya no tienen vigencia. Es frecuente, por ejemplo, como síntoma de esta actitud de inhibición, el que familias que van a gastarse varios cientos de miles de pesetas en atender a sus invitados con ocasión de una boda o una primera comunión, den como donativo a la parroquia -ya que hace varios años que los sacramentos no se cobran- 1.000 o 2.000 pesetas; a veces, menos, y a veces, nada. ¿Cuánto cuesta tener esos locales en condiciones, iluminarlos, calentarlos, limpiarlos, repararlos de cuando en cuando? ¿Y cuánto costaría en estos tiempos alquilar un salón de dimensiones y condiciones equivalentes?
Se podría decir que cada palo aguante su vela, y que si los cristianos quieren Iglesia, que la paguen. En principio tienen razón: aunque nada más fuera por orgullo o por testimonio, como católico preferiría que tuviéramos corazón y generosidad suficientes como para llevar la Iglesia entre nosotros, los de casa. En cambio, como ciudadano español, aunque por hipótesis no fuera creyente, creo que preferiría que el Estado colaborase con la Iglesia católica, en cuanto que se trata de un colectivo amplio con evidente peso específico, en la sociedad española. ¿Por qué?
Si bien se mira, primero hay que decir que no es propiamente el Estado el que ayuda a la Iglesia, sino la misma sociedad a través del Estado. Precisamente en una sociedad pluralista y democrática, pero también solidaria y fraternal, parece coherente fomentar un espíritu de comunión y de comunicación en el que todos ayudemos al bien de todos, sin miras egoístas ni corporativistas. Ocurre así entre nosotros en muchos casos, no exactamente iguales, pero tampoco del todo diferentes. Hay muchas actividades de carácter social y cultural que no tienen finalidad lucrativa y que no disponen de suficientes medios económicos, como ciertos deportes, las artes plásticas, la música, la ópera, etcétera, que necesitan ayuda de la sociedad, sea a través del Gobierno central, las autonomías, los ayuntamientos, etcétera, y eso aunque no todos compartan ni disfruten esas aficiones. Piénsese, por poner dos ejemplos recientes, en los casi 6.000 millones de pesetas que se invertirán en reacondicionar el Teatro Real como teatro de la ópera o los 20.000 que costará traer a España la colección Thyssen. Esto lo hacen todos los países desarrollados de Oriente y Occidente.
No veo, por tanto, que sea antidemocrático en sí mismo el hecho de que la sociedad,, a través del Estado, ayude a la Iglesia. Máxime cuando sabemos que de una manera o de otra se viene haciendo hace mucho tiempo en países de nuestro entorno geopolítico, y que son tan democráticos por lo menos como nosotros, y, además, hace mucho más tiempo. En la República Federal de Alemania y Austria existe un verdadero impuesto religioso obligatorio, y en Suiza hay cantones en los que el porcentaje de este impuesto va del 8% al 12%. En Bélgica, Holanda o Luxemburgo, el Estado asigna una cantidad anual a las Iglesias, como ocurría hasta ahora en España, y en Italia van a seguir nuestro procedimiento, pero en una proporción mayor: el 0,8%, en lugar del 0,5% que tenemos aquí.
Respecto a los escrúpulos de conciencia por la posible confesión-de-confesionalidad que supone nuestro sistema, habría que decir que una cosa es que uno piense que puede ayudar a ciertas actividades de un colectivo que de hecho tiene una incidencia social, y otra bastante diferente el que uno mismo profese los ideales y principios de dicho colectivo. Muchos españoles no creyentes colaboran con campañas de Cáritas o de Manos Unidas que tienen una finalidad asistencial. También periódicos como EL PAÍS y otros insertan en sus páginas generosamente, sin ánimo de lucro, anuncios promoviendo actividades humanitarias de Amnistía Internacional, Comisión Pro Derechos Humanos o Cáritas Española, sin que por ello vayamos a suponer que eso equivale a una expresión de confesionalidad del periódico. ¡Porfa, please ... !
En contra del socorrido tópico, los curas y obispos actuales no somos peseteros. Más bien creo que tenemos cierto empacho de tratar de cosas de dinero, y puede que esta sea la causa principal de la poca formación y escasa sensibilidad que hasta ahora han tenido nuestros fieles en este campo. En general, la Iglesia católica española no es una Iglesia rica en medios económicos reales e invertibles, dejando aparte el inmenso tesoro recibido de la historia, que ni es rentable por sí mismo ni es enajenable.
Aun en el caso -que yo mismo sugerí en mi último libro, publicado en diciembre del año pasado, y que Juan Pablo II ha aconsejado posteriormente en su gran encíclica Sollicitudo rei socialis- de que se enajenaran ciertos objetos u obras de arte que no tuvieran un uso pastoral ni un valor histórico, no sería digno, aparte de que tampoco sería una solución suficiente, dedicar su importe al sostenimiento de la misma Iglesia, sino que debería aplicarse a la atención de los más necesitados de la sociedad.
Para aquellos que profesamos un concepto de la vida donde el ser es más importante que el tener y donde el ideal es más necesario que lo material, siempre es incómodo tratar de temas que parecen tan prosaicos. Sin embargo, también es necesario que cuando se presente un debate público que a todos nos afecta, nos confesemos y nos retratemos, sin esconder el pico bajo el ala para no perder imagen.
Por otra parte, yo siempre he dicho en mi predicación que, según el espíritu del Evangelio, no es condenable el dinero, sino las riquezas, en cuanto acumulación notable de bienes materiales, por el peligro de idolatría y dependencia que encierran, la falta de confianza en la providencia de Dios que suponen y la injusticia que cometen al guardar lo superfluo mientras a tantos hombres les falta hasta lo necesario.
El, dinero en sí mismo, ese dinero que se gana honradamente para ir viviendo modestamente y para compartir con los demás, no solamente no es pecaminoso, sino que es sano y santo; es como un sacramento, una expresión del esfuerzo humano y un medio de comunión y de comunicación en la solidaridad y en la fraternidad.
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