Madrid, por fin capital de España
Para la generación del 98 España era un dolor, para la del 14 Madrid fue un sufrimiento. Embarullado y sin norte, sin coherencia ni densidad, edén de mendigos y carente de fuerza propia, Azaña lo definía como una capital frustrada, incapaz de elaborar la cultura radiante que por entonces se tenía como símbolo de capitalidad. Ortega, por su lado, no era más complaciente: se le antojaba una bobería pensar que Madrid hubiera podido nunca irradiar su espíritu más allá de seis kilómetros a la redonda, límite en el que comenzaba ya, "sin transición ni zona pelúdica, el labriego absoluto".Las causas de tal frustración eran evidentes para los intelectuales del 14: corte aristocrática y ruralizante, Madrid rebosaba de burócratas y tenderos. Era, pues, más que una capital pletórica de energías, una ciudad perezosa, dejada llevar de la incuria. Sin haber poseído jamás una cultura creadora, Madrid había sucumbido ante un océano de ruralismo en lugar de transformarlo desde el centro. Esta ciudad no pasaba de ser un poblachón mal construido en la que -concluía un desolado Azaña- no había nada que hacer.
Las cosas cambiaron de forma repentina cuando aquel pueblo de Madrid se echó a la calle un día de abril de 1931. Al dejar de ser corte, Madrid pudo convertirse en verdadera capital política de la nueva forma de Estado que se dio el pueblo español por aquellas fechas. Todos reconocieron que, por vez primera, un acontecimiento que cambiaba el rumbo de la nación había tenido como centro la propia capital. A partir de entonces, Madrid no fue ya pensada como villa y corte sino como capital de la República. Había que idear un destino a la altura de su nuevo rango.
Se elaboraron así numerosos proyectos para dar a la ciudad el empaque exigido por la nueva capitalidad. Planes de expansión, ejes simbólicos, grandes edificios, amplias av6idas: nadie pensó entonces que sin constituirse en centro del mercado nacional, de su industria y de sus finanzas, difícilmente podría llevar la capital la pesada carga simbólica que urbanistas e intelectuales echaban sobre sus más bien míseras espaldas. Y fue, en efecto, la irredenta miseria que se había amontonado sobre su extrarradio la que se rebeló contra el centro, lo ocupó con manifestaciones y huelgas y despertó de nuevo contra la ciudad las intactas energías de lo que Ortega llamaría "omnímodo ruralismo de España" y las de sus valedores militares. La España rural, guiada por un ejército africano, cercó esta vez por las armas a la capital, y cuando, después de tres años, se dispuso a entrar en ella, pretendió anegarla de nuevo en el arcaico discurso de la capital imperial y de un organicismo fascistón y ruralizante. Madrid sería la capital imperial de una mísera nación rural.
Chabolas
Bien lejos de cualquier delirio imperial, la renovada ruralidad encontró su expresión suprema en los campamentos de chabolas que los hijos de los campesinos vencidos en la guerra civil comenzaron a levantar en sus afueras. De la nada y del detritus -se dice en Tiempo de silencio-, armoniosas ciudades de chabolas surgían a impulsos de un soplo vivificador que testimoniaba la "patente capacidad para la improvisación y la original fuerza constructiva del hombre ibero". .Pero, más lejos aún, Martín Santos había dibujado también chabolas avinagradas y emprecariantes, marginales y sucias, que se resignaban a su naturaleza de agujero maloliente sin pretensión de dignidad. A la espera de penetrar hasta el corazón de la propia ciudad, esa enorme masa rural se había asentado amenazante en sus afueras.
Los fascistas no supieron qué hacer con aquella masa humana excepto llamar la atención sobre el peligro que su desmedido crecimiento representaba para la ciudad y denunciar en el cinturón suburbano el "medio natural de incubación del marxismo y de toda clase de odios regresivos". Pretendieron limitar la llegada de nuevos pobladores, impedir su asentamiento, aislarlos en unidades de absorción. Todo inútil: los vallizuelos cubiertos de aquella "materia gárrula de vida" no paraban de crecer.
Hasta que una nueva generación de administradores del Estado encontró la fórmula ideal: si el fracaso histórico de Madrid se debía a la permanente invasión de ruralidad, el éxito tendría que radicar en que la capital comenzara a engullir a los rurales. Respaldados por el mando militar, los burócratas del desarrollismo definieron polígorios, fomentaron espectaculares operaciones inmobiliarias, hicieron construir barrios tan grandes como ciudades. La ruralidad marginal, potencialmente subversiva, quedó atrapada en la compra a plazos de la vivienda. Madrid, por fin, había vencido al ruralismo. En sus calles más céntricas se podía respirar aún el tradicional olor provinciano, y en sus barrios externos podían no oírse más que dejes extremeños, acentos andaluces o expresiones manchegas, pero la nueva orgía constructora de los sesenta acabó con la frustración rural de Madrid. Al integrar a la masa rural por medio de una masiva venta de pisos, Madrid se constituyó por fin en capital de la nación española.
Tal es el origen de Madrid capital de España y tal es también su destino, pues, a lo que se ve, los forasteros no han perdido las ganas o la necesidad de venir cargados, ya que no de hambre como antes, sí de protestas o de enseres, a Madrid. Sólo que la protesta es ahora una pancarta al frente de una multitud que ocupa las calles de la ciudad, y los enseres no son ya el borrico, el cerdo y la gallina de los años veinte y cincuenta, sino grandes camiones capaces de arrastrar hasta el mismo centro de la capital varias decenas de toneladas de tomates, naranjas, patatas o cualquier otro producto de la tierra. Los del 14 podrían exultar ahora de satisfacción, pues la transformación de las calles de su ciudad en escenario de la protesta nacional no es sino reconocimiento explícito de su rango como capital de España.
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