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Esnobismo hispano-esnobismo vaticano

De España se han dicho muchas cosas grandilocuentes y melodramáticas: que si el honor o la sangre, que si la mística o el fanatismo, la tradición o los celos. No se ha insistido tanto, en cambio, en que desde hace algunos siglos es el país más esnob de Occidente.El éxito de la temprana unificación ideológica y administrativa de Castilla marca en adelante su proclividad a convertirse al último mensaje que se le presenta; su irrefrenable fe en las ideas modernas. El nacionalismo en el siglo XVI, la ilustración en el siglo XVIII, el liberalismo en el siglo XIX... Es lógico, pues, que hoy tienda a creerse allí en la democracia o en Europa como ayer se creía en la revolución y anteayer en la Virgen de Fátima.

Convertirse y caer del caballo una vez puede ser una muestra de radicalidad; convertirse cada vez sólo puede serlo de frivolidad -o de barbaridad-. "Lo esencial acerca del bárbaro", decía Pessoa, "es que es totalmente moderno: el negro viste siempre a la última moda; el caníbal ,si estuvieras aquí , pediría siempre los platos más recientes".

Hoy quiero insistir en un aspecto de esta barbarie que no hay que ilustrar con los ejemplos racistas de Pessoa. Me refiero a la manera expeditiva y fulminante con que la sociedad española parece haberse descristianizado. Algunos ven en ello el testimonio de la rápida adaptación del país a un mundo moderno y secularizado. A mí me parece una muestra de todo lo contrario: de lo que nos separa aún de los países donde la modernidad no se ha venido tanto decretando como decantando.

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Más que la aparición de nuevas tecnologías, lo que me sorprende cuando viajo por Europa es la persistencia de viejas convicciones. Mientras que la mayoría de mis amigos franceses o suizos es practicante -y varios, creyentes fervorosos-, me cuesta encontrar en España un amigo para el que la religión sea tema, no digamos ya problema. Muchos dejaron de ser cristianos con la misma rapidez con que dejaron luego de ser marxistas para pasar a creer en eso que de un modo tan cursi llaman aún la transgresión o lo lúdico. Una rapidez que no parece tanto producto del dinamismo como de esa "perezosa adecuación al orden de las cosas" descrita y analizada por Jaume Lorés. Incluso los adolescentes y jóvenes de las clases medias, que en otros países siguen espontáneamente la práctica familiar o participan en asociaciones religiosas, parecen aquí haberlo superado todo con asombrosa facilidad. Y no sé si será por conservador o por hombre de poca fe, pero la verdad es que yo creo menos aún en las superaciones fulminantes que en las curaciones milagrosas.

Toyubee lo predijo hace más de 20 años. Hoy las ideas religiosas recuperan en los países pobres la fuerza de movilización que por un corto espacio de tiempo fue usurpada por una ideología importada de Europa. En el país más poderoso, estas ideas recuperan su rentabilidad económica y política hasta el punto de fundar televisiones o universidades carismáticas e intervenir decisivamente en la carrera presidencial. En España no ocurre ni una cosa ni otra. Preparados siempre para "ganar la batalla... anterior", aquí no hay quien vuelva a engañarnos con esas cosas. Y por más de un motivo.

Por un lado, y esto es normal, porque aquí, justo al revés de Polonia, aprendimos a no ser católicos precisamente porque estaba mandado. Por otro, y esto ya lo es menos, porque el español convencional parece mantener con las ideas una relación de estricta monogamia serial, Se trata de un vínculo monogámico, pues cada vez cree o se casa con una sola idea, pero también serial, ya que a la idea a la que se es fiel hoy no tiene por qué ser la misma a la que se sea fiel pasado mañana.

Ahora bien, a una sensibilidad medianamente civilizada y liberal, tan excesivo le parece lo uno como lo otro. Le asusta, por supuesto, la falta de continuidad que conduce irremisiblemente a la parodia (Marx) o al plagio (d'Ors) de lo anterior. Le inquieta igualmente la facilidad y aceleración con la que se ventilan así las cosas: "Hace falta tiempo", escribía Canetti, "para liberarse de las convicciones ... ; si la liberación es demasiado repentina, siguen supurando". Pero le alarma sobre todo la falta de pluralidad de creencias o pertinencias que está en la base y permite esta sucesión discreta de cosmovisiones compactas y sin fisuras.

Pues la Verdad podrá hacernos metafísicamente libres y el Estado deberá instaurar la libertad política. Quizá sí. Pero la libertad interior, ésa que hemos de aprender a tomarnos, sólo es posible en los márgenes, huecos o solapas entre nuestras convicciones y adhesiones incondicionales. Sólo en el juego, desajuste o falta de encaje entre ellas encuentra esta libertad su espacio: una división de fidelidades que cumple a nivel personal el papel que en el político tiene la división de poderes. De ahí la multiplicidad inorgánica de pertenencias propia de toda sociedad democrática madura: adhesión a una iglesia y a un club, a un partido político y a una opción teórica, poco o nada vinculadas entre sí. Se trata de una serie de instituciones intermedias que nos hacen de viático al Absoluto a quienes no tenemos la osadía de hablarle de tú. Y en una sociedad secularizada, donde aquel Absoluto tiende a encamar en formaciones políticas o ideológicas más que religiosas, la propia religión puede cambiar de signo y adquirir una renovada importancia en la lucha contra la nueva ideolatría.

Esta función puede cumplirla una religión monoteísta que sabe que la Verdad no es de este mundo, pero no aquella monogamia ideológica constituida por una compacta y especiosa masa de convicciones cósmicoteórico-ético-político-patrióticas (a veces incluso futbolísticas) de las que lógicamente se siguen todos los corolarios requeridos para guiar la acción en cualquier ámbito de la vida. De ahí que para el crónico iliberalismo español de que hablábamos, la religión pueda ser del régimen o contra el régimen, nunca al lado o al margen de él. De ahí también su nuevo progresismo integrista, que no sabe tanto de la evolución, el matiz o la disidencia particular como de la colectiva modernización a tumba abierta al estilo de una catastrófica ordalía: se era católico como ahora ya no se cree; o como se cree en cualquier cosa -en la cibernética o en la hermenéutica, en la economía o en el horóscopo- Con lo que se salta de la creencia más tradicional a la ideología más moderna sin apenas apoyar el talón en el territorio de las ideas.

No es extraño, en este contexto, que una de las cosas que más claramente se sepa es que el papa Juan Pablo II es un reaccionario. Con él, ciertamente, la Iglesia ha roto su consenso tácito con la sociedad civil y la ideología dominante. Este consenso, apuntado hace tiempo por Aranguren, consistía en que la Iglesia fuera la retaguardia ideológica que iba sancionando, con reservas y con unos prudentes años de retraso, lo que se hacía o decía en la sociedad. Hoy no. La encíclica Sollicitudo rei socialis denuncia la sabiduría convencional sobre el desarrollo, a la que opone una gaseosa vía sacral, pero también algunos gestos precisos que incluyen el desprendimiento personal de unos y no excluyen la insurrección armada de los otros. Lo que dice el Papa sobre el purgatorio, el sexo pre y extramatrimonial o el uso de anticonceptivos choca también con una sensibilidad razonablemente moderna a la que, como decía Burgess, le inquieta ya "su reiteración de que el sexo es para hacer niños y que el infierno existe". Es más, al negarse a dar una sanción religiosa a prácticas socialmente aceptadas y generalizadas, ¿no está poniendo a mucha gente respetable en la incómoda situación de sentirse permanentemente en pecado mortal? ¿Y acaso su propia insistencia en eso del pecado mortal no empieza a sonar ya un poco grosero entre gente civilizada? Parece con ello que la Iglesia dejara de cumplir el papel que le atribuía Comte de "fomentar la cohesión social", para volver a ser piedra de escándalo en una sociedad que no se escandaliza ya de nada. Y ello, en el mismo momento en que tantos políticos diseñan sus programas sobre el patrón de los sondeos, es cuanto menos un gesto original.

No sé si esta originalidad es radical o sólo vanguardista. De lo que sí estoy seguro es de que abre al menos la posibilidad a otra forma de esnobismo. Y esto ya es mucho.

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