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Tribuna
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Para ellos

Rosa Montero

Alguna vez he escrito sobre el acoso sexual a la mujer. Que existe y es bastante peor de lo que los no acosados imaginan. Pero hoy voy a hablar del acoso y derribo de los chicos, un fenómeno sociológico novísimo.Sucede en aquellos centros de trabajo en donde hay un número suficiente de mujeres. Y basta con que la empresa contrate a un nuevo empleado de mediano porte y catadura (tampoco se exige mucho, francamente) para que algunas de las chicas se arremolinen con furor amazónico y se empecinen en cobrar la pieza, para lo cual invitarán, coquetearán, se insinuarán, atosigarán y enviarán mensajes más o menos incendiarios al cuitado, al que, si los avances no prosperan, terminarán casi con toda seguridad despellejando.

Pero aún hay más. El acoso sexual que ejercen las mujeres es sin duda menos violento que el protagonizado por los hombres, pero tiene también sus tocamientos agresivos. Por ejemplo: hay chicas que dedican media vida a manosear de arriba abajo a sus colegas en el íntimo convencimiento de que no hay macho que desdeñe el refrotarse con una hembra, independientemente de quien sea la hembra susodicha, del momento, el sitio o el porqué. Y así la cazadora en cuestión puede acercarse inopinadamente a un vecino de mesa y practicar con él el truco más exitoso y extendido, consistente en agarrar la cabeza de la víctima y aplastarla enérgicamente contra sus pechos en una especie de llave maternoincestuosa (comúnmente se le acarician los pelos mientras tanto) que deja al varón inmovilizado, sin aliento y con una coloración verdoso oscura.

He de confesar que, por un lado, me divierte observar estos avances y comprobar cómo algunos hombres gallitos pierden en un santiamén su galladura. Hay cierta justicia histórica en todo ello. Pero, por otra parte, me niego a creer que todo varón sea un macho rijoso digno de una película de Landa, y además, y tras tanto denunciarlos, me fastidia caer en los mismos tics de los ligones. O sea, que convendría controlarse un poco las manitas.

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