Schopenhauer, entre la idolatría y el desprecio
Arturo Schopenhauer, que no destacó nunca por su modestia, había encargado testamentariamente la compra de una sepultura "para toda la eternidad" y había exigido que en la lápida constase solamente su nombre, agregando, con aquella confianza inquebrantable que tenía en la perduración histórica de su obra: "Ya me encontrarán". El visitante encuentra ahora, junto a la lápida con el nombre del genio, otra de tamaño más reducido, aunque de la misma factura, en la que otro Arturo parece acogerse a la inmortalidad prestada que irradia de la sepultura vecina. Ignoramos si los huesos del filósofo se estremecieron en la tumba de Francfort cuando en 1985 las autoridades responsables del cementerio dieron autorización para que su eterno descanso fuera compartido. El hecho es que allí fue depositada la urna que contenía las cenizas de Arthur Hübscher, presidente de la Sociedad Schopenhauer de 1936 a 1982, editor de la obra completa del filósofo y estudioso infatigable de la misma. El orador fúnebre agradeció a la ciudad de Francfort la autorización "para que el hermano repose junto al hermano". Probablemente habían olvidado los directivos de la schopenhaueriana sociedad, responsables últimos del desaguisado, aquella frase del mismo Schopenhauer: "La veneración no encaja con la familiaridad". Uno tiene la impresión de que, obligado a compartir tumba y fraternidad, Arturo el grande hubiera preferido la compañía de algún representante del reino animal, tal vez el entrañable perrito que durante tantos años compartió su vida y sus paseos por la ciudad del Main. Al fin y al cabo, Schopenhauer, que consideraba que el ser humano sigue siendo en el fondo "una fiera salvaje y espantosa", no se cansó nunca de condenar el desprecio por los hermanos animales del que la mayoría de los códigos morales, incluido el cristiano, hacen ostentación.La tumba conjunta, con el perro hubiera adquirido pues, una dimensión simbólica y frustrativa de su filosofía que la compañía del doctor Hübscher no parece proporcionar.
La anécdota cobra actualidad en estos momentos en los que se celebra el segundo centenario del nacimiento del escritor y evoca la extraña singularidad de una obra capaz de excitar tan exultantes entusiasmos entre los profanos de la filosofía como indiferencia e incluso desprecio entre los profesionales de la misma. André Gide escribía en su diario: "En cuanto leí El mundo como voluntad y, representación pensé inmediatamente: ¡eso es!". Esta sensación de deslumbramiento, este eureka filosófico, ha sido compartido por innumerables lectores del libro, entre los que se cuentan algunos de los más grandes creadores artísticos de los últimos 150 años, desde Wagner, Nietzsche y Tolstoi entre los de la primera generación hasta Samuel Beckett y Thomas Bernhard entre la de los vivos. Este entusiasmo y la adhesión acrítica que a menudo le acompaña ha derivado no pocas veces hacia una irracional idolatría. La Sociedad Schopenhauer, así como el Anuario que le sirve de expresión desde 1912, proporcionan, junto a una valiosa labor investigadora, signos de un culto que raya en lo grotesco. Baste recordar aquel 'Credo' publicado en el primer Anuario, que resumía los principales artículos de fe de la doctrina schopenhaueriana siguiendo, versículo a versículo, el modelo de la confesión de fe cristiana. También la anécdota del sepelio de Hübscher, ampliamente ilustrada por el cortejo de discursos fúnebres que suscitó la ocasión, da testimonio del carácter de adhesión mística al maestro que tiene en parte esa sociedad. El pensamiento de Schopenhauer, radical, demoledor e inquietante como pocos, se convierte así en el paraguas ideológico de una corporación conservadora y bien pensante, autoconstituida en centinela de la sepultura y en garante de la ortodoxia. El mensaje ecuménico pronunciado por el sacerdote católico presente en el acto, identificando el pathos de la verdad de Jesucristo con la búsqueda schopenhaueriana de la verdad, constituye una muestra ejemplar de cómo es posible manipular la pólvora para convertirla en polvos de talco y conseguir el prodigio de que en el atardecer del cementerio de Francfort todos los gatos parezcan pardos.
Mucho más negativa es la consideración que Schopenhauer merece entre los que él despectivamente llamaba "profesores de filosofía". Pero a pesar de la devaluación de su figura en el mundo académico, que se manifiesta en su ausencia casi total de los planes de estudio o en el reducido espacio que le dedican los manuales de historia de la filosofía, son muchas las voces que se ven obligadas a reconocer en él a uno de los grandes pensadores de Occidente. Resulta difícil sustraerse a la sensación de que su sistema, se esté o no de acuerdo con el contenido del mismo, formula con claridad una respuesta posible al enigma del mundo y de la vida que, aunque en agudo contraste con el mensaje esperanzador (¿mitificador?) de la mayor parte de las construcciones religiosas e ideológicas de nuestra cultura, no puede ser fácilmente desechada. Resulta curioso constatar que desde que esta filosofía perdió implantación en las esferas culturales y académicas, tras apogeo a principios de siglo. la actualidad de Schopenhauer, convertida en reivindicación, constituye uno de los temas recurrentes de la bibliografía de este autor. ¿Cómo es posible que Hegel, que anunciaba la racionalidad de lo real, ocupe en el panorama filosófico de este siglo de la sinrazón una posición mucho más relevante? Se han apuntado muchas razones que explican la falta de actualidad de Schopenhauer: su antihistoricismo, su conservadurismo político, la radicalidad de su pesimismo y su concepción nihilista del mundo.
Como es bien sabido, la actividad filosófica profesional tiene cierto parecido con la que ejercitan los gusanos en los cadáveres. Cada siglo produce un conjunto muy limitado de escritores filosóficos creativos en torno a los cuales se apiñan miles de trabajos de investigación. Por suerte para el gremio de profesionales de la filosofía, muchos de esos pocos escritos importantes están redactados tan herméticamente que la tarea interpretativa puede prolongarse durante siglos sin que ello signifique realmente que algún día alcance culminación. Basta pensar en la obra de un Hegel o un Heidegger. Los grandes filósofos, partan o no de una visión intuitiva del mundo, suelen convertir sus sistemas en un intrincado laberinto de galerías conceptuales que sólo para el iniciado resultan transitables. La labor hermenéutica de los exegetas, que ven confirmada y justificada de esta manera su existencia, resulta insoslayable. Pues bien, la obra de Schopenhauer constituye en este sentido un auténtico motivo de frustración para los intérpretes. Con razón escribía Nietzsche a Paul Deussen en 1868: "Tienes que leer a un filósofo, a él mismo, cada línea suya, pero ni una sola línea sobre él: se llama Arturo Schopenhauer". El que efectivamente lo haya leído entenderá esta recomendación. Es tanta la fuerza de la exposición original del sistema y el lenguaje de la misma resulta tan cristalinamente claro y conserva tal poder de transmisión intuitiva que las exposiciones de segunda mano suelen resultar superfluas. Más aún, la fascinación que produce el pensamiento schopenhaueriano parece esfumarse cuando se le separa de su expresión. La mejor manera de explicar a Schopenhauer es, sin duda, citar a Schopenhauer, lo que ciertamente pone en una posición difícil a los exegetas. El gremio experimenta aquí un desaire análogo al que debió sentir el de los teólogos cuando Lutero propugnó la lectura directa de la Biblia en versión original. Y tal vez sea ése uno de los motivos por el que tantos profesionales piensan que su filosofía está agotada.
La obra de Schopenhauer merece mejor destino que la idolatría acrítica, tan extraña a su radical ateísmo, que se apiña en torno a su tumba. Pero es acreedora también a ese lugar central en la historia del pensamiento que se resisten a otorgarle los profesores de filosofía. En realidad merece solamente una cosa: lectura. Nietzsche, que tras el entusiasmo inicial renegó de su educador, había escrito: "Lo que enseñó está obsoleto; lo que vivió, perdurará". Pero como decía Améry, sucederá todo lo contrario: perdurará el cristal diamantino de la obra, se esfumará el recuerdo de aquel rentista reaccionario, engreído y cascarrabias cuya biografía no suscita, por lo general, excesiva simpatía.
Hablar de la obra de Schopenhauer significa referirse esencialmente a un libro: El mundo como voluntad y representación. Muchos en nuestro país identifican todavía a este pensador con el conocido panfleto sobre las mujeres o con una deplorable selección de textos que circuló durante muchos años por las librerías bajo el título El amor, las mujeres y la muerte. Que no exista una edición digna en castellano de la obra principal de Schopenhauer, esa joya que brilla en la historia del pensamiento y de la literatura, constituye una inconcebible laguna editorial que la conmemoración del centenario debería subsanar. No todo el mundo está dispuesto, como Borges, a aprender alemán sólo para leer a Schopenhauer. Aunque ciertamente es una de las razones por las que valdría la pena hacerlo.
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